Pero el sacerdocio no es la solución

Pero el sacerdocio no es la solución

De Donne Chiesa Mondo de Marzo, «Palabra a los hombres: La cuestión femenina en la Iglesia»

Luigino Bruni

publicado en L'Osservatore Romano el 02/03/2024

Las mujeres no encontraron todavía su lugar justo en la Iglesia, no hemos sido capaces todavía de reconocerlas en su plena vocación y dignidad. Desde hace dos mil años esperan ser vistas como las vio Jesús, que fue revolucionario por muchas cosas, y entre ellas por el rol que las mujeres tenían en su primera comunidad. Pero mientras algunas de sus revoluciones se convirtieron en cultura e instituciones propias de la Iglesia, su visión sobre la mujer y sobre las mujeres sigue inmóvil en el gran libro del “no todavía” que no se convierte en el “ahora sí”.

Si miramos bien, vemos que la Iglesia no existiría sin la presencia de las mujeres, porque son gran parte del alma y de la carne de lo que hoy queda del cristianismo e incluso de la fe cristiana – estoy cada vez más convencido de que si Jesús encuentra todavía la fe en su regreso a la tierra, esta será la fe de una mujer. Pero todos sabemos y vemos que la gobernanza eclesial, particularmente de la Iglesia católica, no ha sido capaz todavía de hacer concreta y operativa la verdadera igualdad y reciprocidad entre hombres y mujeres. Y entonces, la Iglesia católica sigue siendo uno de los lugares en la tierra donde el acceso a determinadas funciones y tareas sigue ligado al género sexual, donde nacer mujer orienta desde la cuna la trayectoria de vida de esa futura cristiana en las instituciones, en la liturgia, en los sacramentos y en la pastoral de las comunidades católicas.

Aún conociendo y reconociendo muchas de las razones de quienes luchan por esto, nunca he pensado que la solución sea extender el sacerdocio a las mujeres, porque mientras el sacerdocio ministerial se entienda y se viva dentro de una cultura clerical, ampliar el orden sagrado a las mujeres significaría de hecho clericalizar también a las mujeres y, por tanto, clericalizar más al conjunto de la Iglesia. El gran desafío de la Iglesia de hoy no es clericalizar a las mujeres, sino desclericalizar a los hombres y, por tanto, a la Iglesia. Sería necesario, por tanto, entender dónde se encuentran los lugares de las buenas batallas y en cuáles concentrarse, mujeres y hombres juntos - un error común es pensar que la cuestión de las mujeres es un asunto sólo de mujeres. Por tanto, hay que trabajar, hombres y mujeres, sobre la teología y la praxis del sacerdocio católico, todavía demasiado ligado a la época de la Contrarreforma, porque una vez restituido el sacerdocio al de la Iglesia primitiva, será natural imaginarlo como servicio de hombres y mujeres. Si, en cambio, ponemos nuestras energías en incorporar a unas pocas mujeres al club sagrado de los elegidos, sólo aumentaremos el tamaño de la élite sin obtener buenos resultados ni para todas las mujeres ni para la Iglesia. El sínodo actual, con su nuevo método, puede ser un buen comienzo también en este proceso necesario.

Pero hay también buenas noticias. A la espera de este trabajo urgente, la Iglesia católica ya está cambiando rápidamente en algunas dimensiones importantes. En la Iglesia, con el Papa Francisco, las mujeres están mucho más presentes en las instituciones del Vaticano, en las diócesis y en las comunidades eclesiales, en funciones cada vez más importantes, y ahora muchas son laicas y/o casadas. Las teólogas y las biblistas están creciendo en cantidad, calidad, estima e impacto. Son fenómenos menos llamativos que los debates sobre el sacerdocio femenino, pero están creando las condiciones para que un día finalmente "la realidad sea superior a la idea" (Evangelii Gaudium), y en un amanecer particularmente luminoso, la Iglesia se despertará por fin como mujer, sin darse cuenta y sin hacer mucho ruido, como las cosas realmente importantes en la vida.

He tenido la gracia -y vaya gracia- de crecer, de formarme y de vivir desde hace cuarenta años en una comunidad fundada por una mujer y por sus jóvenes compañeras: el Movimiento de los Focolares. Trabajé por más de 10 años con Chiara Lubich, como estrecho colaborador en la cultura y en la Economía de Comunión. Vi en ella la inteligencia diferente de las mujeres, y a menudo vi en ella la inteligencia de las mujeres de la Biblia. De hecho, si sabemos leerla, la Biblia nos muestra con frecuencia una inteligencia diferente, propia de las mujeres, caracterizada por un talento especial y una intuición para el cuidado de la vida y de las relaciones, que vienen antes que las razones, los intereses, el poder, las religiones y quizás incluso de Dios. Rut, Esther, Abigail, la Sunamita, María, no son copias de los protagonistas masculinos de la Biblia. Estoy convencido, por ejemplo, de que Sara no habría partido hacia el monte Moria para sacrificar a su hijo Isaac, porque en el momento en que la voz se lo pedía, habría respondido: “Tu no puedes ser la voz del verdadero Dios de la vida si me pides que mate a mi hijo. Eres un demonio o un ídolo, pues sólo los demonios y los ídolos quieren alimentarse de nuestros hijos, no el Dios de la Alianza y de la Promesa”.

Olive Schreiner fue una pacifista sudafricana y activista por los derechos de las mujeres, una autodidacta que se educó leyendo la Biblia. En 1916, en una época de guerra parecida a la nuestra, escribía palabras estupendas sobre las mujeres y sobre la paz. Después de más de un siglo, las mujeres (y los niños) siguen sufriendo las consecuencias de las guerras y están, también aquí, ausentes de los lugares donde se toman decisiones, en los consejos de guerra, en las despiadadas cadenas de mando, etc.:

“No será por cobardía ni por incapacidad, ni ciertamente por virtud superior, que la mujer pondrá fin a la guerra cuando su voz pueda oírse en el gobierno de los estados; sino porque, en este punto, el conocimiento de la mujer, en cuanto mujer, es superior al del hombre: ella conoce la historia de la carne humana, conoce su precio; el hombre, no. En una ciudad sitiada, bien podría ocurrir que el pueblo en las calles arrancara estatuas y esculturas de los edificios públicos y las galerías, y las tire de manera inconsiderada para acabar con las fisuras hechas por el enemigo en sus murallas, simplemente porque fue la primera cosa a la mano, como si fuesen adoquines. Pero hay un hombre que no lo podría hacer: el escultor. Aunque esas obras de arte no hayan salido de sus propias manos, conoce su valor. Por instinto, sacrificaría todos los muebles de su casa, el oro, la plata, todo lo que hubiera en las ciudades antes de llevar las obras de arte a la destrucción. Los cuerpos de los hombres son las obras de arte de las mujeres. Concedidos los poderes de control, nunca serían tiradas descuidadamente para llenar los huecos en las relaciones humanas hechos por la ambición y la codicia internacionales. Nunca se nos ocurrirá, como mujeres, decir: “agarren y destrocen ese cuerpo de hombre, así se arreglará la cosa”.


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