La escucha equivocada del corazón

La escucha equivocada del corazón

Profecía e historia / 8 - La corrupción de los sabios es distinta, tan grande como el bien que se malogra.

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 21/07/2019

«En la vida de los emperadores hay un momento que sucede al orgullo por la amplitud desmesurada de los territorios que hemos conquistado, a la melancolía y al alivio de saber que pronto renunciaremos a conocerlos y a comprenderlos; una sensación como de vacío que nos acomete una noche junto con el olor de los elefantes después de la lluvia y de la ceniza de sándalo que se enfría en los braseros; … es el momento desesperado en que se descubre que ese imperio que nos había parecido la suma de todas las maravillas es una destrucción sin fin ni forma, que su corrupción está demasiado gangrenada para que nuestro cetro pueda ponerle remedio».

Italo Calvino, Las ciudades invisibles.

La historia de la decadencia de Salomón contiene una de las enseñanzas antropológicas más valiosas de la Biblia, y nos sigue inspirando a pesar de su dramatismo: nuestro talento más hermoso puede transformarse en la causa de nuestra ruina.

La corrupción de los justos es distinta de la de los malvados. Hay una corrupción que afecta a quienes, por muchos motivos (no todos culpables), han vivido siempre rodeados de maldad; a quienes han crecido con un corazón cultivado mucho más por malos pensamientos y malas acciones que por los sentimientos buenos y verdaderos que albergan todos los corazones humanos. No son muchas, pero siempre han existido y existen personas así. Su corrupción es muy peligrosa y causa mucho daño y mucho dolor. Pero también existe la corrupción de los justos, la de los sabios, que es tanto más grande y tanto más grave cuanto mayor es su justicia y su sabiduría. La Biblia nos habla también de este segundo tipo de corrupción. La historia de la decadencia moral de Salomón es una de las más famosas. En la narración, esta historia viene después de la descripción del mayor éxito de Salomón. Pero si nos fijamos bien en el texto, y en la Biblia entera, nos daremos cuenta de que la corrupción moral del rey más sabio comenzó antes, con el engrandecimiento de su éxito político y de sus riquezas: «El oro que recibía Salomón al año eran veintitrés mil trescientos kilos, sin contar el proveniente de impuestos a los comerciantes, al tránsito de mercancías … El rey tenía en el mar una flota mercante, junto con la flota de Jirán … En riqueza y sabiduría, el rey Salomón superó a todos los reyes de la tierra» (1 Re 10,14-23). El texto habla de riquezas y de sabiduría como si fueran dos caras de la misma moneda, como si el bienestar (shalom) de Salomón fuera un efecto de su sabiduría. Hay un alma de la Biblia que lee la riqueza como bendición de Dios, que une estrechamente el éxito económico y político con la justicia (véase el libro de Job). Pero en la misma Biblia hay otra línea teológica, presente en la escuela de escribas que escribió durante el exilio babilónico buena parte de los libros de los Reyes, que, junto a la tradición profética, ve la acumulación de riquezas y el aumento del poder político como algo mucho más problemático.

Si leemos entre las líneas de la narración de la magnificencia y la grandeza de Salomón, veremos que inmediatamente aparece un fuerte contraste entre la descripción de su reinado y lo que la Ley de Moisés recomendaba en el Deuteronomio a los reyes de Israel: «El rey no acumulará plata y oro» (Dt 17,17). Los escribas que narraban las riquezas de Salomón eran los mismos que estaban escribiendo el libro del Deuteronomio que, echando mano de la autoridad máxima de la ley mosaica, criticaba esas mismas riquezas. Conocían los textos de Isaías (cap. 23) y de Ezequiel (cap. 26-27) que condenaban el gran comercio de Tiro (cuyo rey era Jirán), una ciudad comercial que se había hecho rica y poderosa gracias a los intercambios comerciales y a las finanzas. No debemos olvidar que estos textos bíblicos fueron escritos en Babilonia, que también era una superpotencia comercial y financiera, con grandes empresas y grandes bancos. Aquellos profetas y aquellos escribas veían en directo los frutos de tanta riqueza: usura, deudas, esclavos por insolvencia. No es casualidad que durante el exilio el pueblo hebreo comenzara a elaborar su legislación única sobre la prohibición de prestar a interés y sobre el shabat como utopía de un tiempo liberado de la ley de las riquezas y el poder. La prohibición del interés y el shabat nacieron en el exilio para decir no a una economía que mata y excluye y sí a una economía de la vida y la comunión. En Babilonia los profetas y una escuela de escribas aprendieron la vanitas de las riquezas y su capacidad para pervertir y corromper a todos; también a quienes, como Salomón, habían recibido la riqueza de Dios como premio por haber pedido solo la sabiduría (cap. 3). De este modo, mientras los escribas describen la riqueza desmesurada de Salomón, nos muestran también las termitas invisibles que están corroyendo los fundamentos del reino y del templo que esa gran riqueza ha edificado.

Así pues, no debemos dejarnos distraer ni confundir por una lectura superficial o demasiado moderna del párrafo inicial del capítulo 11, acerca de las razones de la decadencia de Salomón: «El rey Salomón se enamoró de muchas mujeres extranjeras, además de la hija del faraón: moabitas, amonitas, edomitas, fenicias e hititas … Salomón se enamoró perdidamente de ellas; tuvo setecientas esposas y trescientas concubinas; sus mujeres desviaron su corazón» (11,1-3). Todas esas mujeres habían llegado a la corte y al harén de Salomón a consecuencia de alianzas políticas, esenciales en aquellas culturas para crear imperios sólidos y duraderos. Hasta hace poco, las mujeres eran los primeros instrumentos de la política. Conviene detenerse en los detalles del texto, para no perder ni una migaja de sus dolores y dejarse convocar por ellos. Aquellas mujeres llevaron su cultura y por tanto su religión a la corte de Salomón. Era común en las alianzas políticas con los padres y parientes permitir que las mujeres (al menos a las de las castas más poderosas) mantuvieran en Jerusalén los cultos de su patria. De ahí la multiplicación de altares a dioses y diosas extranjeros, entre ellos Astarté, la diosa más importante del panteón fenicio, y Moloc, dios de los amonitas, a quien posiblemente se sacrificaran incluso niños.

No sabemos si Salomón era verdaderamente un “philogynaios” (en la versión griega de la Biblia), es decir un mujeriego o un “amante de mujeres” en el sentido en que lo era su padre (pensemos en el efecto que produjo Betsabé sobre David cuando se bañaba), ni si la lujuria fue una de las razones de su decadencia. Lo que más interesa a los autores de esta narración es la dimensión religiosa de su decadencia, que para el mundo bíblico es mucho más importante que la lujuria y las alianzas políticas.

No es casualidad que el texto repita dos veces una palabra clave en la historia y en la misión de Salomón: el corazón (leb). Al comienzo de su reinado, en aquel maravilloso sueño vocacional, el joven Salomón solo pidió a YHWH “un corazón que sepa escuchar”. Es la petición más hermosa que ningún soberano haya hecho nunca a un Dios. Aquel corazón en escucha le hizo sabio y famoso en todas partes por su sabiduría, y por consiguiente rico y poderoso. Pero fue ese mismo corazón, el centro de su vocación, ciertamente el talento más valioso que había recibido de la vida y de Dios, el que fue transformándose poco a poco hasta enfermar y corromperse.

Aquí hay un gran mensaje de la antropología bíblica. Cuando, por una alianza política o por la fascinación de una mujer bellísima, rompemos una alianza que es el centro de nuestra vocación, entramos en el plano de los efectos y no en el de las causas. El acto concreto de traición con el que rompemos un pacto matrimonial es el efecto de algo que había comenzado en el corazón tiempo atrás, cuando, para crecer en riqueza y/o poder, comenzamos a construir otros altares dentro del alma y a permitir que otros dioses entraran en la intimidad de una alianza exclusiva. Sin introducir un altar dentro de casa, no habría lugar donde consumar la traición.

Pero hay más. Lo que muchas veces nos corrompe de adultos y de ancianos es el gran don que hemos recibido de jóvenes. Las grandes enfermedades morales y espirituales son siempre enfermedades autoinmunes. Los virus y las bacterias que llegan desde fuera y afectan al alma traen sufrimientos, pruebas y dificultades que causan dolor y hacen daño, pero no son capaces de transformar el corazón de carne en un corazón de piedra. Actúan en la superficie, no entran en la médula. La alquimia del corazón la produce no lo que “entra” en el alma, sino lo que ya estaba dentro y día a día sufre primero una lenta transformación y después una perversión. Nuestro talento más hermoso se convierte en el primer agente de nuestra corrupción. Nuestra mayor bendición se convierte en nuestra maldición. Es lo mismo que ocurre en las neurosis, cuando lo que enferma no es la sombra sino la luz que, una vez enferma, se oscurece y nos oscurece en una noche densísima, tanto más densa cuanto mayor era la primera luz.

En las vocaciones espirituales, por ejemplo, ese corazón especial, en la juventud, es capaz de acoger en su infinita pequeñez una presencia infinitamente grande y de vivir una excelencia espiritual que permite entender la inefable y sutil voz del silencio. Ese corazón es el mismo que un día – poco a poco y casi siempre sin decidirlo con un acto intencionado – usa esa misma capacidad de infinito y esa excelencia espiritual para empezar a oír otras voces y otros silencios, para construir otros altares e incluso para amar y respetar otras relaciones encontradas a lo largo del camino.

Las grandes herejías y los grandes cismas en las comunidades vienen de personas con vocaciones grandes. Los principales negadores de Dios son los que le han conocido y le han visto muy de cerca, porque solo los grandes amantes pueden odiar mucho. El traidor no viene de fuera, es uno de los doce. Tal vez Judas fuera uno de los más geniales y dotados del grupo (no sería raro que así fuera, ya que era el ecónomo).

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A Salomón YHWH le habló «dos veces» (11,9), pero ni siquiera esta excedencia fue suficiente para evitar la traición. No fue suficiente, entre otras cosas, porque Salomón no percibió el momento exacto en que comenzaba su corrupción, y mucho menos cuándo esta había superado el umbral crítico y el proceso de corrupción se había vuelto irreversible. Esto es lo que ocurre muchas veces. El verdadero drama de toda vocación auténtica que se malogra es la incapacidad para reconocer el momento detonante de la degeneración del corazón. Tal vez, si en lugar de setecientas mujeres, Salomón hubiera tenido solo una, pero de verdad, ella habría sabido ver ese comienzo invisible en los ojos o en el alma del rey y le habría salvado.

Tampoco nosotros sabemos reconocer el alba del declive. Muchas veces la confundimos con el mediodía. La voz nos había hablado dos veces, quizá diez o cien, y nosotros habíamos creído de verdad en ella. Pero un día ocurrió algo y el corazón comenzó a escuchar a las personas y a las cosas equivocadas, si quererlo ni saberlo. Quizá era el único camino posible. ¿Y si Dios fuera verdaderamente más grande que nuestro corazón?


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