Bendito es el pan de los pobrees

Bendito es el pan de los pobrees

Profecía e historia / 11 – Según la lógica del Dios de los profetas, lo que se da, se recibe multiplicado.

Luigino Bruni.

Original italiano publicado en Avvenire el 11/08/2019

«Partir un pan, escuchar un cuarteto de Mozart, caminar bajo una lluvia cantarina; en este momento hay seres a los que no se les permite hacer cosas sencillas, porque están enfermos, porque están en la cárcel o porque son tan pobres que para ellos un pan vale una fortuna».

Christian Bobin, Mozart y la lluvia

Con el comienzo del ciclo de Elías entramos en uno de los episodios más conocidos y amados de la Biblia, que han inspirado también los Evangelios. En él se nos confirma la necesidad de “salir”: cuando la fe es amenazada desde el exterior, desde ahí debe comenzar la salvación.

Entre los pobres y los profetas hay una amistad profunda. Pocos espectáculos hay sobre la tierra más bellos que ver a los pobres compartiendo su mesa con el profeta/huésped que pasa y los bendice. El pan de los pobres es el primer alimento de los profetas; si dejan de comer este pan comienzan a perder la profecía y el alma.

Estamos a punto de encontrarnos con Elías. Los encuentros importantes necesitan preparación, recogimiento, silencio. El deseo y la espera ya son encuentro. La Biblia no es una obra de ficción y sus personajes no son actores. Son personas vivas, de carne y hueso, que reviven y resucitan cada vez que alguien los trata como personas vivas y verdaderas. La vida que sentimos correr en la gran literatura y en el arte, en la Biblia adquiere una fuerza y una belleza probablemente únicas. La Palabra un día se hizo carne porque la palabra bíblica, de forma distinta pero verdadera, ya lo era y lo sigue siendo.

Elías es el patriarca de los profetas bíblicos. Es una figura excepcional, entre histórica y legendaria, extraordinaria en sus luces y en sus sombras. No dejó escrito ningún libro, habló poco, y los libros de los Reyes apenas le dedican unos cuantos capítulos. Sin embargo, la figura de Elías, junto a la de Moisés y David, está muy presente en la tradición bíblica y es muy amada, también por muchas Iglesias cristianas y por el Islam. El profeta Elías ha inspirado la historia del arte, la música y la literatura. Bastaría evocar el nombre del capitán Ajab en Moby Dick. También es muy amado por los pobres, por las tradiciones monásticas, por los místicos y por los amantes de la oración. No hay nombre más presente en los Evangelios que el de Elías; el mismo Jesús habría sido distinto sin Elías. En la celebración de la Pascua judía, las familias dejan un plato y una silla vacía para Elías, porque siempre podría llegar, siempre llega. Aquí está: «Elías, el tesbita, de Tisbé de Galaad, dijo a Ajab: ¡Vive el Señor, Dios de Israel, a quien sirvo! En estos años no caerá rocío ni lluvia si yo no lo mando» (1 Re 17,1).

Elías irrumpe en la escena sin presentación, como Abraham o Noé. Su nombre significa mucho: “YHWH es mi Dios”. Viene de la región de Galaad, en Transjordania, y por consiguiente del Reino del Norte. Es enviado al rey Ajab, un gran idólatra: «Ajab, hijo de Omrí, hizo lo que el Señor reprueba … Lo de menos fue que imitara los pecados de Jeroboán; se casó con Jezabel, hija de Etbaal, rey de los fenicios, y dio culto y adoró a Baal … siguió irritando al Señor, Dios de Israel, más que todos los reyes de Israel que le precedieron» (16,30-33).

Elías anuncia a Ajab una sequía excepcional, que solo terminará cuando él lo diga. Lleva un mensaje nefasto de YHWH para Ajab, y se presenta como futura cura del mal que anuncia. Así es como comienza su camino: «El Señor le dirigió la palabra a Elías: Vete de aquí hacia el oriente» (17,2-3). La historia de Elías, como la de Abraham, comienza con un “vete”. Es un hombre errante y fugitivo. Y al igual que Abraham, Caín y Jacob, va hacia oriente. Pero el oriente para el hombre bíblico es también la dirección del exilio, el camino hacia Babilonia. La profecía es exilio, y nada expresa el exilio mejor que un profeta, exiliado de los afectos familiares, de los amigos, de él mismo: el profeta es un eterno desplazado, porque ningún pueblo es verdaderamente el suyo, porque nunca vuelve a casa.

Elías huye porque, como veremos, Ajab y su mujer Jezabel le persiguen. Los verdaderos profetas son siempre fugitivos y están en constante peligro, aunque no se muevan en toda la vida del mismo lugar. Siguen una voz, la obedecen, y por eso a menudo entran en conflicto con la voz de los poderosos. Hablan cuando la voz se lo pide y no cuando es oportuno hablar. Dicen palabras libres. Por eso, les odian aquellos que desearían decidir las palabras de todos, y les odian tanto más cuanto más son las palabras impuestas. El odio alcanza su culmen cuando la palabra del profeta es la única palabra libre que queda en la ciudad.

«Elías hizo lo que le mandó el Señor y se fue» (17,5). Este es otro de los elementos esenciales del genoma de los profetas que no son falsos: Elías obedece, se pone en marcha, va. No hay profeta sin esta obediencia radical: «Fue a vivir junto al torrente Carit, que queda cerca del Jordán. Los cuervos le llevaban pan por la mañana y carne por la tarde, y bebía del torrente» (17,5-6). Es una de las escenas más conocidas de la Biblia y más amadas por el arte; imagen espléndida de la providencia que acompaña a los hombres y a las mujeres de Dios, que nos acompaña a todos. Quien obedece y se pone en marcha no muere, porque su obediencia genera una misteriosa y realísima fraternidad con la naturaleza y con los pobres. ¿Cuántos cuervos y cuántos torrentes siguen nutriendo a nuestros profetas, abandonados con hambre y sed por la maldad de los hombres? Hoy quiero volver a ver a Elías nutrido por el cielo en todos los profetas que en estos momentos viven encarcelados, olvidados de todos pero no de Dios ni de sus pájaros.

Es muy hermoso este comienzo de la vida errante de Elías, inmerso en un cuadro de fraternidad cósmica. Las grandes tradiciones espirituales siempre han intuido que existe una ley de ágape inscrita en el universo, más profunda y verdadera que las intenciones humanas. Llegar con sed a una fuente y beber de su agua es una auténtica experiencia de amor mutuo con la tierra. En este caso podemos usar la palabra amor/agape sin hacer ninguna concesión al romanticismo. Es una metáfora, pero una metáfora encarnada. El amor que hay en el cosmos es más grande que la suma de los amores de los hombres y de las mujeres. La fraternidad humana sola es demasiado pequeña, aun siendo inmensa. No todo el amor es voluntario. Hay amor también en la mansedumbre del cordero y en la humildad de la vaca. No lo vemos, pero existe. Habitando y permaneciendo en esta excedencia entre el amor humano y el amor del mundo, podemos llamar verdaderamente hermanos al torrente y a los cuervos, y con Francisco predicar a los pájaros.

Pero, tal y como había anunciado a Ajab, «al cabo del tiempo el torrente se secó, porque no había llovido en la región» (17,7). Y Elías vuelve a marchar: «El Señor dirigió la palabra a Elías: Levántate y vete a Sarepta de Fenicia a vivir allí; yo mandaré a una viuda que te dé la comida» (17,8-9). Son los pobres quienes alimentan a los profetas. Después de los cuervos y el torrente, es una viuda, una mujer extranjera, fenicia, adoradora del dios Baal que Jezabel había importado de los fenicios, quien añade su voz al coro de la fraternidad providente de la tierra.

La mujer de Ajab había traído a Baal de Fenicia; Elías le lleva YHWH a otra mujer fenicia. Los profetas son así: se mueve a contratiempo, en una dirección obstinada y contraria, y mientras los dioses extranjeros ocupan su tierra, ellos van a anunciar a su Dios en la cuna del paganismo, porque saben que si su Dios es verdadero – y lo saben porque lo conocen por su nombre – debe poder hablar a los paganos y ser comprendido por ellos. El texto hace que el ciclo de Elías comience con el encuentro entre el profeta de YHWH y una mujer fenicia, dándonos un icono eterno de “fe en salida”, que nos dice que cuando la fe es amenazada desde el exterior, desde ese “exterior” debe comenzar la salvación.

«Al llegar a la entrada del pueblo encontró allí a una viuda recogiendo leña. La llamó y le dijo: Por favor, tráeme un poco de agua en un jarro para beber. Mientras iba a buscarla, Elías le gritó: Por favor, tráeme en la mano un trozo de pan. Ella respondió: ¡Por la vida del Señor, tu Dios! No tengo pan; solo me queda un puñado de harina en el jarro y un poco de aceite en la aceitera. Ya ves, estaba recogiendo cuatro astillas: voy a hacer un pan para mí y mi hijo, nos lo comeremos y luego moriremos» (17,10-12). Esta es la condición desesperada de la viuda que por orden de YHWH debía alimentar al profeta. La frase “nos lo comeremos y luego moriremos” trae a la mente del lector atento la escena de Agar y su hijo Ismael en el desierto («cuando se le acabó el agua del odre»: Génesis 21,15). Allí un ángel, el primer ángel de la Biblia, salvó a la mujer y al niño. Aquí es un profeta quien salva a la mujer y a su hijo. ¿Y si los ángeles fueran los profetas que tenemos entre nosotros aunque no los veamos, igual que a los ángeles?

«Elías le dijo: No temas. Ve a hacer lo que dices, pero primero prepárame a mí un panecillo y tráemelo; para ti y tu hijo lo harás después. Porque así dice el Señor, Dios de Israel: El cántaro de harina no se vaciará, la aceitera de aceite no se agotará … Ella marchó a hacer lo que le había dicho Elías, y comieron él, ella y su hijo durante mucho tiempo. El cántaro de harina no se vació ni la aceitera se agotó» (17,13-16). Las mujeres, sobre todo las madres y las mujeres pobres, reconocen a los profetas. Tienen un sentido más, interceptan sonidos y voces que a nosotros, los varones, se nos escapan casi siempre. Aquella mujer pobre, en su desesperación, comprendió que aquel huésped traía una bendición, sabía quién era el que le decía “dame de beber”. Acogió al profeta como profeta y recibió la recompensa del profeta.

Elías es un profeta amadísimo por la gente porque es profeta del agua y del pan. En el pueblo donde nací, el día de la fiesta del patrón (San Esteban) el párroco sigue dando un pequeño pan a cada uno de los fieles. Es una tradición muy antigua, que expresa el valor del pan en un mundo de pobres. Ningún precio alcanza su valor. El pan es el primer don para los pobres. El episodio de la viuda de Sarepta nos dice otra cosa más: el pan es el primer don de los pobres. Ocho siglos más tarde, el milagro de la multiplicación de los panes fue posible porque un pobre hizo su parte dando todo lo que tenía. El céntuplo solo lo conocen los pobres, y aquellos que lo dan todo. Solo el poco que es todo puede convertirse en “cien veces más”. El poco de mucho no se multiplica, como máximo se suma. La providencia solo llega cuando la aceitera está vacía y el cántaro sin harina, ni un instante antes, porque necesita el espacio infinito de la nada.

Los profetas nos dan muchas cosas, pero si somos pobres lo primero que deben darnos es agua, harina y aceite. Y nosotros los reconoceremos al partir el pan.

 


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