Preguntas desnudas/8 - La vida solitaria y su sal (salario) no tienen sabor
Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (44 KB) el 27/12/2015
"En la playa del mundo / rompe la resaca / antigua y siempre nueva / de los deseos humanos / que palpitan al sol / invocando la vida. / ... Nosotros lo esperamos aquí. / Porque aún tiene que llegar. / ... Y, al final, nadie / se quedará solo"
Maria Pia Giudici, En la playa del mundo
Todas las soledades no son iguales. Algunas personas llegan a la soledad por el transcurso de la vida; son ancianos, cuya soledad sigue estando habitada por la ausencia-presencia de los seres queridos. Otras personas están solas simplemente porque son pobres y se han quedado aisladas y abandonadas en las periferias de nuestras ciudades.
También existe la soledad de los poderosos, así como la de las víctimas de un modelo económico y social que celebra la liberación de los vínculos como una conquista de la civilización y promete otra felicidad sustituyendo a las personas por mercancías. Las soledades buenas, que pueden llegar a ser bienaventuradas (“beata solitudo, sola beatitudo”), siempre se dan entremezcladas con encuentros. Son pausas en el ritmo social ordinario de la vida, diálogos diversos que recrean y regeneran el espacio interior para poder encontrar de nuevo el rostro del otro. En cambio, cuando la soledad se convierte en una alternativa a la vida en común, cuando me encuentro conmigo mismo para huir de ti, cuando me acostumbro a estar solo porque ya no sé estar con nadie, entonces resuena con fuerza la palabra de Qohélet: ¡ay de los solos!
“He visto que todo afán y todo éxito en una obra excita la envidia del uno contra el otro. También esto es vanidad y atrapar vientos. El necio se cruza de manos y devora su carne. Más vale llenar un puñado con reposo que dos puñados con fatiga en atrapar vientos” (Qohélet 4,4-6).
Qohélet sigue adelante en la crítica a su sociedad. Ve hombres “bajo el sol” que se afanan por la competencia, una competición que para Qohélet no es el alma del desarrollo sino simplemente el resultado de la envidia social. Ve hombres que se superan unos a otros en un juego en el que todos pierden, en una “competición posicional” sin meta. Él lo ve en su mundo y nosotros lo vemos aún más claramente en el nuestro. Por eso su juicio vuelve a sonar con fuerza: hebel, vanidad, humo, estúpida persecución de viento. En el lado opuesto a este frenesí, Qohélet ve a los que renuncian a competir: inactivos, de brazos cruzados. Pero eso tampoco es sabiduría. Eso es tan estúpido, por lo menos, como la competición envidiosa de la primera escena.
Después nos indica un camino de sabiduría: dejar una mano libre para que pueda llenarse con un poco de calma, de descanso, de “consuelo”. Las dos manos del hombre no deben estar ocupadas en la misma actividad. Si es estúpido dejar las dos manos inertes, igual de disparatado es ocuparlas en un trabajo frenético. Sólo podemos disfrutar del fruto del trabajo y de la industria si mantenemos un espacio libre de trabajo, si dejamos una mano vacía que pueda acoger el fruto conquistado por otros. Si disparatado es no trabajar nunca; más disparatado aún es trabajar siempre.
Nuestra civilización está construida en torno a la condena del ocio. Ha dado lugar a una cultura de la vida buena basada en el trabajo, y ha instituido un vínculo fundamental entre la dignidad humana, la democracia y el trabajo. Los brazos que están inactivos porque no se quiere o no se puede trabajar en edad de hacerlo, no generan bienestar ni alegría. Pero, en la carrera que la civilización occidental ha comenzado hace unas décadas, nos hemos olvidado del segundo disparate-vanidad del sabio Qohélet: la vida es humo y hambre de viento también por el exceso de trabajo. El trabajo sólo es bueno en sus “tiempos” adecuados.
En aquella cultura antigua todavía estaba muy viva la experiencia de Egipto y Babilonia, cuando los hebreos convertidos en esclavos trabajaban siempre, con ambas manos. Sólo los esclavos y los que han sido reducidos a la esclavitud por la envidia y la avidez se afanan siempre y solo por el trabajo. Es difícil decir si hoy sufre más el parado que está inocentemente de brazos cruzados o el directivo bien pagado que pasa la Navidad en la oficina porque el trabajo, como todos los ídolos, le ha ido quitando el alma y los amigos. Son sufrimientos distintos, ambos muy graves, pero el segundo no lo vemos como disparate y vanitas, y por eso incluso lo incentivamos.
En el centro de este capítulo de Qohélet está la relación entre el uno y el dos: “Volví de nuevo a considerar otra vanidad bajo el sol: a saber, un hombre solo [uno, no dos], sin sucesor, sin hijos ni hermano; sin límite a su fatiga, sin que sus ojos se harten de riqueza. “Mas ¿para quién me fatigo y privo a mi vida de felicidad?” También esto es vanidad y mal negocio” (4,7-8). Estamos ante una página estupenda, un verdadero destilado de antropología. Qohélet nos desvela una relación profunda, radical y tremenda entre la soledad y el trabajo. Nos presenta a un hombre solo, que trabaja demasiado, siempre (“sin límite a su fatiga”), y las muchas riquezas que gana no llegan a saciarle nunca. La clave de este verso está en la falta de saciedad. La riqueza que no puede compartirse no sacia, no satisface nuestro corazón. Únicamente alimenta el hambre de viento y produce el gran autoengaño que nos lleva a pensar que la riqueza de mañana o el aumento del patrimonio podrán saciar la indigencia que sentimos hoy. Y la noria sigue dando vueltas, cada vez más vacía.
De un golpe, Qohélet nos introduce en el alma de esta persona y nos muestra un rápido pero intenso examen de conciencia: “¿Qué sentido tiene afanarse tanto para nada? ¿Para qué sirve y a quién le sirve este loco trabajo que me está consumiendo la vida?” Si pudiéramos leer el diario del alma de nuestro tiempo, encontraríamos millones de exámenes de conciencia parecidos a este. La soledad “distorsiona los incentivos” y hace que trabajemos demasiado, porque la satisfacción en el trabajo se convierte en un sustitutivo de la felicidad fuera del trabajo. Cuando el trabajo se va poco a poco convirtiendo en todo, termina por destruir las pocas relaciones que quedan, y por eso trabajamos más. El tiempo del trabajo aumenta, volvemos a casa cansados, no tenemos ganas de salir, el “coste” de las relaciones extra-laborales se hace más grande… y así mañana saldremos aún menos y trabajaremos más. Hasta que un día llegue puntual la pregunta: “¿para qué y para quién?”. Es una pregunta dramática si la primera vez que nos la hacemos estamos cerca de la jubilación, pero puede ser liberatoria si aún estamos a tiempo. En todo caso, mientras estemos lo bastante vivos como para hacernos esta pregunta, podemos tener esperanza. El día verdaderamente triste es aquel en que renunciamos a sufrir por nuestra infelicidad y nos adaptamos a ella. Ese día nos convencemos de que estamos bien en la trampa en la que hemos caído y ya no pedimos nada, para no morir.
“Más valen dos que uno solo, pues si cayeren, el uno levantará a su compañero; pero ¡ay del solo que cae!, que no tiene quien lo levante. Si dos duermen juntos, se darán calor; pero el solo ¿cómo se calentará? Si atacan a uno, los dos harán frente. La cuerda de tres hilos no es fácil de romper” (4, 9-12).
Estos versículos no son un elogio específico de la familia, ni de la amistad, ni de la espiritualidad de la comunidad. Dicen algo más radical: la vida no funciona cuando uno está solo. Cuando nos quedamos solos, nos hacemos frágiles, vulnerables, míseros. Dos milenios largos después de estas antiguas palabras, hemos construido contratos, seguros y mantas térmicas para poder prescindir del otro. Y así hemos creado la mayor ilusión colectiva de la historia humana: creer que podemos levantarnos, protegernos y calentarnos nosotros solos. Pero también hemos aprendido que no es suficiente compartir con alguien la cama para sentir calor. No hay camas más gélidas que aquellas en las que duermen dos, pero cada uno está inmerso en su propia soledad sin palabras. No es suficiente ser dos para escapar del “¡ay del que está solo!”. Hay muchas soledades desesperadas revestidas de compañía, y muchas compañías verdaderas escondidas detrás de lo que se nos presenta como soledad.
“Más valen dos que uno solo, pues obtienen mayor ganancia de su esfuerzo” (4,9). La buena ganancia es la que se puede compartir. El esfuerzo del trabajo tiene verdadero sentido cuando hay alguien que espera nuestra ganancia, nuestro salario. El salario sin un horizonte más grande que el “yo” es una sal sin masa a la que dar sabor. El tiempo adecuado para el buen salario es el de la casa. Acumular riquezas sin tener a nadie que las necesite para crecer, habitar, estudiar o recibir cuidados, es perseguir viento, comida que no sacia aunque se consuma en un restaurante de cinco estrellas.
Nuestro tiempo está perdiendo el tiempo adecuado para el trabajo, entre otras cosas, porque ha roto el vínculo entre trabajo y familia. Cuando no hay hijos, cuando el horizonte del trabajo es demasiado corto, es difícil encontrar una respuesta a la pregunta desnuda de Qohélet. Pero nuestra sociedad post-capitalista cada vez necesita más personas que carezcan de lazos fuertes de pertenencia y que por consiguiente no tengan limitaciones de horario ni de movilidad, que no necesiten mantener un ritmo con distintos “tiempos”. Así son los directivos ideales para las grandes multinacionales. Pero a veces alguno se pregunta: “¿para qué tanto trabajo, para quién?” Y esta pregunta puede ser el comienzo de una vida nueva. La oferta de nuevos bienes y servicios para acompañar la soledad es cada vez más amplia y sofisticada, con la venta de bienes pseudo-relacionales. Producimos más personas solas y producimos también más cosas para saciar una soledad insaciable. Así el PIB, indicador de nuestra infelicidad, aumenta y a la vez crece la insatisfecha demanda de gratuidad.
Pero ¿qué ocurrirá cuando esta pregunta de Qohélet se haga colectiva? ¿Qué nuevas respuestas seremos capaces de dar juntos? ¿Seguirá habiendo sal de la buena en las despensas de nuestras empresas y ciudades? Y si rebuscando en los rincones más escondidos encontramos algún puñado ¿será suficiente para dar sabor a las masas? Y esa sal ¿aún conservará su sabor?
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