Preguntas desnudas/14 – Comprender el peligro de las "moscas muertas" y el don de los "profetas".
de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 07/02/2016
"En la fundación de una comunidad siempre hay un punto oscuro, escondido, un inconsciente colectivo, que tiene su origen en el inconsciente del fundador y en su necesidad humana de controlar. Si la comunidad está llamada a crecer y desarrollarse, este punto oscuro debe ser purificado. La crisis es la purificación de este inconsciente colectivo. La comunidad deberá pasar del mito del fundador perfecto a una apropiación más colectiva del mito fundador, purificado de lo que no es esencial".
Jean Vanier, El mito fundador
«Una mosca muerta echa a perder todo el frasco de perfume. Un poco de necedad ensombrece la gloria del sabio» (Qohélet 10,1).
Qohélet, que pocos versos atrás nos había dejado con una alabanza a la luz que ilumina el rostro del sabio (8,1), ahora complica un poco más su discurso y nos muestra la vulnerabilidad y la fragilidad de la sabiduría. Lo mismo que una simple mosca puede corromper el perfume si se introduce dentro de la ampolla que lo contiene, un poco de necedad es suficiente para estropear la sabiduría. La sabiduría no sólo se queda en la “lejanía” y en la “profunda profundidad” (7,24). Qohélet también parece decirnos que, aunque lleguemos a experimentarla y a ser provisionalmente sabios, la sabiduría sucumbe ante la necedad. Al comienzo de su discurso afirmaba que «la sabiduría aventaja a la necedad, como la luz a las tinieblas» (2,13). Ahora, al acercarse el final de su cántico, dice que la necedad es más fuerte. Un poco de necedad es suficiente para corromperlo todo. Buscar en este y en los demás libros sapienciales una meta-clave de lectura que nos desvele si son más verdaderos los versículos sobre la superioridad de la sabiduría o aquellos en los que Qohélet afirma lo contrario, no sería una lectura fecunda. Por el contrario, es mucho más fecundo leer a Qohélet como un maestro de pensamiento no ideológico, y por consiguiente auto-subversivo.
Uno de los ingredientes básicos de las culturas que todavía no han sido contaminadas por la ideología, o de las que han sido capaces de resistir o liberarse de ella, es precisamente su capacidad de auto-subversión. La auto-subversión, entendida como la entendía el gran economista Albert O. Hirschman, es la inusual virtud de poner en discusión las propias certezas, no buscando en las cosas que acontecen los elementos que confirman las propias ideas, sino los que las niegan y las desafían. Es creer más en la verdad de la vida que fluye hoy que en la verdad construida y conquistada ayer. Si el pensamiento auto-subversivo es útil para todos, es esencial para aquellos que han abrazado una fe, religiosa o laica; para aquellos que han dado su adhesión a una gran propuesta que les promete una tierra nueva. El ejercicio de la auto-subversión es la mejor prevención contra toda forma de ideología. La ideología, por lo general, es irrefutable, precisamente porque tiende a hacernos encontrar al final del recorrido únicamente lo que habíamos puesto al principio. El nacimiento de la ideología es un proceso que se compone de (al menos) dos operaciones. La primera comienza cuando todavía tenemos conciencia de que la realidad se presenta con carácter ambivalente y de que no todo lo que ocurre a nuestro alrededor es coherente con nuestras convicciones. Aún vemos el mundo más grande que lo que confirman nuestras tesis, pero empezamos a excluir de nuestros análisis la parte incómoda y disonante. La segunda operación consiste en el auto-convencimiento de que el mundo en realidad sólo está hecho de la parte que nos interesa y podemos confirmar. Y a fuerza de narrar un mundo distinto al verdadero, acabamos dejando de ver la totalidad de la realidad.
Aquí es donde la ideología se hace inalterable: la evidencia contraria a nuestras ideas no nos lleva a corregir nuestras convicciones, simplemente porque ya no somos capaces de ver esa evidencia. Es como si alguien tiene un problema en la vista que le hace perder progresivamente la capacidad de ver los colores y, en lugar de curarse, se convence de que el mundo es en blanco y negro. Por este mismo motivo, la persona capturada por la ideología se nos muestra con buena fe y con una extraña sinceridad, que confunde mucho nuestros juicios, diagnósticos y terapias. La auto-subversión sólo es posible en la primera fase, cuando todavía podemos reconocer las señales del virus que comienza a activarse en el cuerpo.
Una primera señal que dice que está llegando la fiebre, es la disminución del interés por conocer ideas distintas, para buscar cada vez más la compañía de los semejantes. Ya no nos hacemos preguntas nuevas, sólo queremos las respuestas viejas y seguras. Una segunda señal es cuando emerge el sentido de la persecución. Entonces empezamos a dividir el mundo en dos grupos: uno muy pequeño en el que están los amigos que comparten nuestra misma visión y otro en el que están todos los demás, que no nos entienden y a los que percibimos como hostiles. Nos creamos un enemigo imaginario, al que vemos en todos lados: en los periódicos, en la televisión, en los vecinos y en Dios (si no coincide con la idea que nos hemos hecho de él). Incluso comenzamos a relativizar y a poner en discusión a las personas mejores, aquellas a las que siempre hemos apreciado, cuando dicen cosas que no confirman nuestra incipiente ideología. Así, día tras día, se va creando un “texto sagrado” del que uno se convierte en evangelista y profeta.
El libro de Qohélet, junto al de Job, es en sí mismo un ejercicio de auto-subversión intrínseca en la Biblia, porque niega continuamente las ideas de Dios y de la religión que propone, para evitar que se transformen en ideología. El Dios-Elohim de Qohélet sigue vivo porque Qohélet lo subvierte muchas veces.
La ideología, que es una idolatría sofisticada, es una patología de alcance universal, pero es especialmente común y grave cuando afecta a personas religiosas, porque también Dios y los demás habitantes invisibles del mundo son consumidos y utilizados como materiales para la construcción de un imperio ideológico. Cuando también Dios acaba coincidiendo con nuestra idea de Él, la ideología se hace perfecta y carece de salida. Las moscas muertas han estropeado todo el perfume. Es difícil encontrar auténticas comunidades y personas de fe porque, en la mayor parte de los casos, en lugar de la fe y de los ideales encontramos variantes de las múltiples ideologías que pueblan el mundo.
La fe y la ideología de la fe son dos cosas muy distintas. La fe nos libera de nuestros propios dogmas e ídolos, plantea preguntas. La ideología nos ata al ídolo, nos consume y esclaviza, creando muchas respuestas fáciles pero falsas. La verdadera vida espiritual no comienza si no somos capaces, un día, de liberarnos de la ideología de la fe que hemos ido construyendo poco a poco.
La fase ideológica es (casi) inevitable, sobre todo dentro de las comunidades espirituales y carismáticas. Alrededor de la idea originaria que nos ha “llamado” se crea, poco a poco, un edificio: primero una tienda, luego un templo que contiene “el arca” de la primera alianza, y finalmente, junto al templo, un palacio para nosotros, más grande que el templo construido para Dios, como hizo Qohélet-Salomón (1Re 7,1). La ideología es el proceso que va desde la voz invisible hasta la construcción del arca; después, del arca a la tienda, y por fin al templo y al palacio. La auto-subversión individual y colectiva, las raras veces que ocurre, es una obra de destrucción, esta vez intencionada, de muchas construcciones que se han sucedido alrededor de la primera promesa, para volver a la primera gratuidad de la primera palabra.
Es un camino de vuelta: volver a casa disminuyendo, simplificando, desmontando los imperios de arena que hemos construido. A veces, este camino de vuelta lo andamos en los últimos meses o días de vida, cuando vemos la caída de nuestro palacio y de nuestro templo y nos hacemos, al fin, libres de todo, dueños de nada.
El arca, el templo y el palacio surgen progresivamente al servicio del carisma y de su comunidad. Cuando comienzan a hacerse demasiado grandes, tendemos a verlos y justificarlos como elementos subordinados necesarios para el desarrollo de la comunidad.
Pero con el tiempo y sin llegar a tomar conciencia plena, las construcciones ideológicas acaban sofocando la primera gratuidad del evento vocacional originario. La ideología, al principio, se pone al lado del ideal y lo sostiene, pero pronto ocupa su lugar, en un proceso que puede durar mucho tiempo, a veces toda la vida, y casi nunca tiene retorno.
Es muy arduo tomar conciencia de la secreción ideológica del ideal originario, porque ambos asumen la misma forma, son hijos de los mismos padres, tienen los mismos rasgos, la misma belleza, usan las mismas palabras, dicen las mismas oraciones y dan (al principio) los mismos frutos espirituales. De hecho, es el mismo don que se convierte en neurosis, contaminando progresivamente también la capacidad crítica de discernimiento individual y colectivo, porque está encantado con el mismo encantamiento.
Pero también puede acontecer el milagro de la gran bendición, como muestra la historia. Esta ocurre cuando, en el culmen de la experiencia de una comunidad ideal que con el tiempo se ha convertido, inintencionada y tal vez inevitablemente, en comunidad ideológica, alguien sale del encantamiento y comprende, o al menos intuye, que se ha producido la transformación ideológica.
El final del encantamiento, por fuera y por dentro, se manifiesta como crisis, pero en realidad es la frontera entre el horizonte viejo, angosto y el nuevo, amplio y límpido. Es la divisoria entre la vida vieja y la nueva. Pero, para que la liberación de la ideología sea colectiva, es necesario que se despierte y salga del encantamiento también aquel (o aquellos) que lo ha generado. Este hecho es más raro aún, puesto que el encantador es el primer encantado por su propio encantamiento: «El que cava un hoyo cae en él, al que derriba un muro le muerde la serpiente. El que saca piedras se lastima con ellas, el que parte leña puede hacerse daño» (10,8-9).
No obstante, a veces también el fundador logra liberarse de su propio encantamiento. Pero para que se haga realidad la liberación comunitaria de la ideología no es suficiente que el fundador salga del encantamiento. Es necesario que “desaparezca”. Elías, el profeta y maestro, deja su “manto” a Eliseo, su discípulo y continuador, y desaparece en el cielo arrebatado por el carro de fuego. Así es como se realiza la gran auto-subversión: la edad de la ideología termina y comienza la de la vida espiritual de todos.
Por el contario, cuando los profetas, una vez “desencantados”, no saben “morir” desapareciendo, o cuando sus seguidores no les permiten que desaparezcan porque todavía están aprisionados en su encantamiento, es posible que la serpiente muerda a su flautista: «Si el encantamiento es débil y pica la serpiente, no hay ganancia para el encantador» (10,11). Los profetas salvan a sus comunidades si consiguen romper el encantamiento creado por ellos mismos, para dejar después simplemente la pobreza de su manto.
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