Las parteras de Egipto/18 – Las promesas y los pactos forman la esperanza, el seguimiento los realiza.
Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 07/12/2014
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La ‘gloria’ es una presencia demasiado violenta para los sentidos del hombre. Yod (YWHW) pasa por el rostro de Moisés con la brisa tal vez tolerable de otra emanación suya: la bondad. Aunque inmensa, ésta no es más que una caricia para el hombre (Erri de Luca, “Y dijo”).
La verdadera esperanza que nos permite volver a empezar, después de las grandes crisis, la encontramos echando mano de las palabras más auténticas que dijimos en los mejores momentos de nuestra vida, de los gestos más grandes y generosos que realizamos y de las promesas de las madres y los padres que nos engendraron.
Pero sin la presencia de los profetas este ’retorno’ no se produce, o se produce a un precio demasiado alto. En la cima del monte Sinaí, Moisés logra obtener incluso la ‘conversión’ de YHWH, recordándole sus palabras más grandes y la antigua y nunca negada promesa hecha a los padres: “Acuérdate de Abraham, de Isaac y de Israel, a los cuales juraste por ti mismo: Multiplicaré vuestra descendencia como las estrellas del cielo” (Éxodo 32,13). Si hoy todavía seguimos trabajando y viviendo en medio de un cierto bienestar, en gran medida se lo debemos a las promesas y a los pactos que nuestros padres y nuestras madres se hicieron unos a otros. Promesas y pactos de los que surgieron la república, las cooperativas, las empresas, las instituciones y las catedrales. Y, antes aún, sus promesas nupciales, que nos permitieron crecer cuidados y amados durante los primeros años de nuestra vida, que son los verdaderamente decisivos. Unos cuidados y un amor que nos han hecho también buenos trabajadores y buenos ciudadanos. Promesas mantenidas muchas veces a un precio muy alto, porque el ‘para siempre’ fiel se pronunciaba dentro de una cultura donde la felicidad de los hijos era más importante que la propia. Esta verdad, que ha fundado y alimentado nuestra civilización durante siglos, corre peligro de ser barrida por tres simples y pequeñas décadas de hedonismo individualista.
“Tomó Moisés la tienda y la plantó a cierta distancia fuera del campamento; la llamó Tienda del Encuentro … Cuando salía Moisés hacia la Tienda todo el pueblo se levantaba y se quedaba de pie a la puerta de su tienda, siguiendo con la vista a Moisés hasta que entraba en la Tienda. Y una vez entrado Moisés en la tienda, bajaba la columna de nube y se detenía a la puerta de la Tienda, mientras YHWH hablaba con Moisés” (33,7-9). El primer templo de YHWH en esta tierra es una tienda movible. Moisés recibe instrucciones muy detalladas para la construcción del arca y el gran templo, pero la primera casa de Dios es una humilde y sencilla tienda. Y si la primera casa de YHWH es una tienda, la última tampoco será un gran templo dorado y poderoso, sino algo pequeño y humilde como esa primera tienda. Las grandes catedrales y los grandes templos dorados son cosas secundarias y penúltimas, porque la primera y la última palabra sobre el ‘encuentro’ entre los hombres y Dios son las pronunciadas bajo una pequeña tienda portátil a cierta distancia del campamento. El Éxodo nos dice que la condición humana es nómada y peregrina, pero también que la casa de Dios es nómada y peregrina en esta tierra.
Sin embargo, dentro de esa pequeña, portátil y humilde tienda se produce el encuentro más impensable para los humanos: “YHWH hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con su amigo” (33,11). Esta idea de un Dios amigo nos llega como un inédito absoluto. La filosofía griega (Aristóteles) no admitía la amistad (philia) entre un hombre y Dios, precisamente para enfatizar y salvaguardar la asimetría de esta relación. En cambio, el Dios bíblico puede ser llamado ‘amigo’ por un hombre, Moisés, y por ello quedará para siempre expuesto al peligro del abuso más grande: la idolatría. Por este motivo, a la vez que nos anuncia este diálogo ‘cara a cara’, el Éxodo debe negar que Moisés pueda ver el rostro de Dios, ni siquiera en la intimidad y en el secreto de la tienda del encuentro. El único ‘rostro’ que Moisés verá en toda su vida será una voz (no olvidemos que también en el cristianismo, donde el Dios bíblico sí asume un rostro humano, para reconocerlo y no confundirlo con el jardinero del sepulcro, será necesario oír y reconocer una voz: “María”, (Jn 20,16).
¿Cómo y dónde nos situamos ante las palabras que estamos leyendo? Podemos acercarnos a estos textos con una mirada desencantada y moderna, despojándolos de la columna de nube, del diálogo entre Moisés y su Dios, y de todos los detalles que le acompañan. Pero también podemos leer hoy estos versículos poniéndonos a la puerta de una de las tiendas del campamento y, junto a las mujeres y a los hombres del pueblo, seguir con los ojos el camino de Moisés hacia el encuentro. Ver de verdad cómo la columna de nube se posa en la tienda, esperar en pie o postrados en tierra a que Moisés salga radiante del encuentro, creer con el pueblo que bajo esa tienda tiene lugar en verdadero encuentro de reciprocidad entre lo finito y lo infinito, y que se trata de un diálogo de amor (“has hallado gracia a mis ojos, y yo te conozco por tu nombre”, 33,17). Después, correr al encuentro de Moisés para que nos diga las palabras de la Voz y escucharlas como palabras de vida pronunciadas hoy para nosotros, para mí. Si no ponemos nuestros ojos al lado de los ojos de aquellos antiguos hombres y mujeres, no veremos ni a Moisés ni a su Dios, ni entendemos la tragedia del becerro de oro y seguiremos llamándolo YHWH.
En el culmen de este diálogo admirable, Moisés llega a pedir lo imposible: “Déjame ver, por favor, tu gloria”. Moisés sabe (desde luego el escritor del Éxodo lo sabe) que los vivos no pueden ver a su Dios distinto. Mientras estamos en la historia, estamos tan dentro de Dios que no conseguimos verle la cara. Somos como un niño en el seno de su madre, que puede ‘oír’ algunos sonidos de su voz, puede sentirla a su alrededor, pero para verle la cara tiene que nacer.
Pero Moisés impulsa su ‘amistad’ con Dios hasta el límite de lo posible y parece obtener también aquí una respuesta de reciprocidad: “YHWH respondió: ‘Yo haré pasar ante tu vista toda mi bondad’” (33,19). Moisés le pide ver su ‘gloria’ y YHWH sólo le concede ver pasar su ‘bondad’. Sólo durante un instante y de espaldas: “Tú te colocarás sobre la peña … te cubriré con mi mano hasta que yo haya pasado. Luego apartaré mi mano, para que veas mis espaldas; pero mi rostro no se puede ver.” (33,21-23).
Un pasaje maravilloso, que dice muchas cosas, todas preciosas, que no nos decimos lo suficiente unos a otros. La presencia de Dios en el mundo está en su bondad, en los bienes que nos da, en la ‘leche y miel’ de su tierra que es la nuestra, en toda su creación-don. Así pues, el verdadero y único ejercicio de aquellos que buscan el ‘rostro’ y la presencia de Dios en el mundo es saber reconocerlo en sus bienes pero sin transformar esos bienes en dioses. Las idolatrías siempre están ante nosotros, porque en los bienes del mundo (personas, cosas) hay de verdad algo divino. La meditación encarnada de la Biblia es una gran ayuda para aquellos que no quieran cometer este error fatal. La idolatría es fácil, porque nos gustan más las grandes pirámides que las pequeñas y frágiles tiendas movibles, y nos gustan los dioses que podemos usar y poseer. En cambio, ese Dios distinto se nos muestra pasando veloz, poniéndonos una mano en los ojos, cruzando nuestra tienda a la carrera. Todas las ‘tiendas del encuentro’ dispersas por la tierra nos hablan de una presencia verdadera de Dios y no de un ídolo, cuando saben guardar en el dolor-deseo de la espera una ausencia sin querer llenarla con la presencia fácil de los ídolos. El acceso al buen misterio de la vida es un vacío de rostros en una abundancia de palabras.
Pero hay una última perla escondida en la tierra de este gran capítulo del Éxodo. Moisés, el profeta más grande, el amigo de Dios, el que puede hablarle ‘boca a boca’ (Números 12,8), cuando recibe el don extraordinario de verlo un instante sólo ve sus espaldas y no su cara. Entonces es posible que Dios pase entre nosotros y no nos demos cuenta sólo porque lo vemos por detrás. Y también es posible que la noche de nuestra cultura y muchas noches de nuestra alma sean tan solo una oscuridad creada por una mano buena. Pero cuando se levante la mano, si no creemos en la palabra de los profetas no veremos más que la parte de atrás de algo que huye. Los profetas y los carismas son el don que nos dice que la oscuridad que aparece ante nuestros ojos puede ser amor, que tras esas espaldas huidizas está el rostro de la vida.
En la tierra hay, sobre todo en nuestro tiempo empobrecido de miradas profundas, muchísimas personas que buscan honradamente el bien, la belleza y la verdad pero no creen en Dios porque al ver sólo sus espaldas no logran reconocer su rostro. Esta es la base de una verdadera y auténtica solidaridad y amistad entre los que buscan lo bueno, lo bello y lo verdadero esperando y creyendo, gracias a la fe, que esas espaldas son la parte de atrás del rostro de YHWH, y los que siguen esa misma realidad sin reconocerlo. Todos seguimos a la misma ‘persona’, sin ver más que las mismas espaldas, que antes o después, si el seguimiento es genuino, se convierten en amor por las espaldas del hombre humillado, doblado y herido por la vida y por los que no buscan lo bueno, bello y verdadero. No es imposible, sino muy probable.
Pero la posibilidad de seguir caminando unos al lado de otros radica en el encuentro entre dos actitudes éticas y espirituales. Los que sólo ven las espaldas no deben negar que en el otro lado pueda haber un rostro, y los que creen-esperan que esas espaldas escondan un rostro deben admitir la posibilidad de que alguien pueda ser justo y verdadero aunque no sienta la necesidad de ir más allá de esas ‘espaldas’, porque le basta caminar hacia una promesa.
Este seguimiento común, mutuamente respetuoso y abierto al misterio, es el que hermana a todos los justos en el campamento móvil de la vida.
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