La única imagen verdadera

Las parteras de Egipto/13 – Dios nos habla y nos recuerda nuestra libertad. Los ídolos nos someten a servidumbre.

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 02/11/2014

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Logo Levatrici d Egitto“YHWH os habló de en medio del fuego; vosotros oíais rumor de palabras, pero no percibíais figura alguna, sino sólo una voz” (Deuteronomio, 4,12).)

La historia humana no es una línea recta, uniforme y monótona. Algunos acontecimientos son tan fuertes que pueden curvar el tiempo y doblar, e incluso quebrar, su trayectoria, abriendo nuevas dimensiones de humanidad. La voz del Sinaí es uno de esos acontecimientos. Las palabras pronunciadas y entregadas a un pueblo de ex esclavos liberados y peregrinos por el desierto, hicieron entrar a la humanidad en una nueva época moral y religiosa. Una era que todavía no ha alcanzado su cumplimiento. Una era que seguirá siempre inconclusa y siempre se presentará delante de nosotros, esperándonos y llamándonos.

En las faldas del Sinaí, toda la tierra y todo el cielo hablan, dialogando entre ellos. El Adam, el árbol de la vida, Abel, Caín y Lamek, Noé, Abraham, Agar, Jacob, el Yabboq, las ropas de José, las parteras, las mujeres, las plagas, el mar abierto, Miriam, el maná, Jetró. Todos están allí, con el pueblo, delante del Sinaí. Las palabras del Sinaí no son la legislación de un pueblo (Israel). Son la ley ética de todos, las primeras palabras de todo aquel que quiera seguir siendo humano, libre y en camino hacia una promesa: “Entonces pronunció Elohim todas estas palabras diciendo: Yo, YHWH, soy tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la casa de servidumbre” (Ex 20,1-2). Dios ya había revelado su nombre cuando habló desde la zarza ardiente, pero ahora lo hace de una forma más solemne y definitiva ante el pueblo: el nombre de la voz es YHWH. Hay (siempre las ha habido) experiencias religiosas que llegan hasta el Elohim, hasta la ‘fe’ en la existencia de un Dios que está por alguna parte. Pero hasta que no llega el día en el que esa divinidad genérica nos revela su nombre, la fe no puede cambiar nuestra vida y mucho menos la de los demás. La fe bíblica es fe-confianza-fidelidad en una voz que tiene nombre, que llama a los profetas por su nombre y a la que el hombre puede llamar por su nombre. Fuera de este ‘encuentro de nombres pronunciados’ lo que queda es la fe intelectual de los filósofos o la no-fe en los ídolos.

YHWH se presenta como el libertador de la esclavitud. Podría haber dicho muchas otras cosas (‘soy el Dios de Abraham, el creador del mundo, el que te daba el maná en el desierto’…); en cambio sólo dice ‘Yo soy el que te ha sacado del país de Egipto’. Esta breve introducción basta para dar contenido al nombre de Elohim. Las palabras del Sinaí, la Torah (Ley) e incluso la Biblia entera, no se pueden entender si no se leen desde la perspectiva de los campos de trabajo en Egipto y la liberación: “No te harás escultura ni imagen alguna … No te postrarás ante ellas ni les servirás” (20,4-5). No ‘servirás’ a los ídolos porque has sido liberado de la condición ‘de siervo’. La liberación, si es verdadera, es una sola.

Este mandamiento anti-idolátrico es una gran revolución religiosa y antropológica, y un don inmenso en defensa de la libertad. La Biblia, con el primer mandamiento, no quiere únicamente separar a YHWH de los demás dioses adorados por los pueblos cananeos (“no habrá para ti otros dioses delante de mí” (20,3)). Quiere también hacer todo lo posible para evitar que su Dios sea transformado por el pueblo en un ídolo, aunque nunca lo conseguirá del todo. La prohibición de representar a Dios es inédita, no se encuentra en ningún otro culto cercano, irrumpe desde el Sinaí en la historia de la humanidad. Y es maravilloso, porque dice que el único ojo capaz de dar forma visible a la voz que habla es el de la fe. Un Dios que se ve no necesita fe y por eso es un ídolo. El Dios bíblico desaparece cuando se le ve, o el hombre muere si le ve, porque en el momento en que es visto se convierte en manufactura, en neurosis o en ambas cosas. El mandamiento anti-idolatría es el más transcendente, pero es también el que se encuentra en el mismo centro de la experiencia humana. El hombre es un animal espiritual y religioso, porque para vivir no le basta la tierra con sus cosas visibles. Quiere también lo invisible. Y por ello está expuesto por naturaleza a la idolatría, dentro y fuera de las religiones, porque el ídolo es al mismo tiempo patología y sustitución de la experiencia religiosa.

El Dios bíblico es una voz que habla y revela su nombre. Más no podía hacer para ayudarnos a no convertirnos en esclavos de los ídolos. Pero tampoco menos, porque YHWH es un Dios cercano que, por su naturaleza, comunica y habla. Pero al hablar y revelar su nombre se expone a los abusos y se hace vulnerable. De ahí la tercera palabra-mandamiento: “No pronunciarás en vano el nombre de YHWH” (20,7). La Biblia no es uno de tantos libros de cultos mistéricos, cuyo objetivo es encerrar a la divinidad en un espacio sagrado inaccesible o accesible sólo para los profesionales del culto. La Biblia es una re-velación, que consiste en quitar el velo a Elohim, quien pasa de ser una divinidad muda y lejana a ser alguien cercano, que habla e incluso dice su nombre, su realidad íntima. El conocimiento del nombre también puede producir idolatría. YWHW puede ser reducido a un ídolo también a través del uso manipulador de su nombre. Todas las formas de magia usan los nombres para tratar de gestionar las divinidades. También el nombre es un rostro y, usándolo de ese modo, podemos construir imágenes suyas para invocarlo ‘en vano’. La violación del tercer mandamiento del nombre es una forma de idolatría típica del hombre religioso, que sabe el nombre de Elohim. La auténtica experiencia religiosa siempre es sobria en el uso del nombre de Dios. La sobriedad en el léxico religioso es señal de autenticidad bíblica. El ‘uso’ excesivo y vano de Dios y de su nombre suele terminar en ‘abuso’. La experiencia religiosa se transforma poco a poco en idolatría. Detrás de la prohibición del abuso del nombre de Dios se esconde, una vez más, el gran tema de la gratuidad (que es la anti-magia). El Dios bíblico no es un ídolo porque es todo gratuidad. Si queremos encontrarnos de verdad con él y no con un estúpido ídolo, debemos movernos dentro de las coordenadas de la no-idolatría y de la gratuidad.

También el sábado hay que entenderlo dentro de estas coordenadas: “Recuerda el día del sábado para santificarlo. Seis días trabajarás y harás todos tus trabajos, pero el día séptimo es día de descanso para YHWH, tu Dios. No harás ningún trabajo, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu sierva, ni tu ganado, ni el forastero que habita en tu ciudad” (20,8-11).

Si la prohibición de reproducir imágenes era inédita, no menos inédito y sorprendente es el mandamiento del sábado. Tal vez sólo un pueblo con una memoria tan viva de la esclavitud en Egipto y, después, del Exilio babilonio, podía comprender el valor del sábado, ponerlo como corazón del Decálogo y erigirlo como muro de carga de su civilización. La esclavitud, la servidumbre y los trabajos forzados son negación del hombre, entre otras cosas, porque niegan el descanso, la fiesta y el valor del no-trabajo. El desconocimiento del valor del sábado es lo que mejor expresa hoy la naturaleza idolátrica del capitalismo que estamos experimentando. La lógica del beneficio no conoce descanso y por eso no reconoce la verdadera humanidad, y así llega a pedir a las mujeres que congelen sus óvulos a cambio de unas monedas. La experiencia del no-descanso del trabajo en Egipto fue tan fuerte y fundamental que introdujo en el corazón de la teofanía del Sinaí y en la nueva ley del mundo un mandamiento sobe el ‘no-trabajo’ y sobre el descanso. Fue tan fuerte y fundamental que quiso extenderla a todos los seres humanos, a los animales y a toda la creación, superando las asimetrías de los seis días. La fraternidad entre los habitantes de la tierra sólo es posible en un mundo liberado de los ídolos.

El Adam liberado y la tierra liberada con él son la nota característica de la primera parte del Decálogo. Los ‘celos’ (20,5) por esta obra maestra, culmen de la creación, inspiran sus primeras palabras: has sido liberado de Egipto, no vuelvas a ser esclavo de los ídolos. Los ídolos no conocen ni reconocen el sábado y, mucho menos, del domingo. Su culto es perenne, y nuestra esclavitud con él.

Para terminar, hay una conexión explícita y fuerte entre el Sinaí y los primeros capítulos del Génesis. No sólo “porque en seis días hizo YHWH el cielo y la tierra, el mar y todo cuanto contienen, y el séptimo descansó” (20,11). Sino porque la raíz más profunda de la prohibición de hacer imágenes de Dios es la naturaleza del Adam: la imagen de Dios es el ser humano, ese es el único lugar donde vislumbrar un reflejo verdadero de YHWH. Si quieres encontrar una imagen verdadera del Dios bíblico, búscala en Andrés, mientras trabaja en la oficina, o en Fátima, que ha perdido el trabajo, o en la sala de partos del hospital de tu ciudad, o en Juana, enferma terminal de Alzheimer que descansa en otra planta del mismo hospital. Y en todos los crucifijos. No encontrarás imagen mejor en todo el universo.

La segunda parte del Decálogo se debe leer a partir del Adam, imagen y semejanza de Elohim revelado como YHWH, liberado de los ídolos del trabajo forzado y amado celosamente: “Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra que YHWH, tu Dios, te va a dar. No matarás. No cometerás adulterio. No robarás. No darás testimonio falso contra tu prójimo. No codiciarás la casa de tu prójimo, ni codiciarás la mujer de tu prójimo, ni … nada que sea de tu prójimo” (20,12-17). Si el hombre es la única imagen posible de Dios, porque es la única verdadera, entonces debes honrarlo, no debes matarlo, debes respetarlo y no debes traicionarlo en sus relaciones fundamentales.

Las ‘diez palabras’ del Sinaí siguen estando delante de nosotros. Cada día son pisoteadas. Los ídolos se multiplican y con ellos se reduce nuestra libertad. Pero la imagen de Dios no se ha apagado, la alianza del Sinaí no ha sido revocada. La esperanza en la era de la fraternidad no puede ser vana.

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