El trabajo es ya tierra prometida

Las parteras de Egipto/20 El sentido de la comunidad y del perdón. La inteligencia y la oración de las manos.

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 21/12/2014

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Es hermoso ver la reacción de un grupo de albañiles cuando un obstáculo detiene su trabajo: cada uno reflexiona por su cuenta, señala distintos medios de acción y, luego, todos aplican unánimemente el método concebido por uno de ellos, que no es siempre el que más autoridad oficial tiene sobre el resto. En momentos así, la imagen del colectivo aparece en toda su pureza.

(Simone Weil, en G. Borrello, El trabajo y la gracia).

Existe una relación profunda entre comunidad y perdón. No hay comunidades sin perdón, y el perdón es el gran generador y regenerador de comunidades. Cum-munus (don recíproco) y per-don. Las relaciones sociales funcionales, burocráticas, anónimas y contractuales no necesitan del perdón, puesto que no son encuentros in-mediatos. En ellas, perdón es una palabra inoportuna y extraña.

En este tipo de relaciones bastan la mediación del superior jerárquico, las compensaciones monetarias, los recursos y los litigios judiciales. Por el contrario, en las comunidades hablan y se encuentran sobre todo los cuerpos, por lo que se producen muchas heridas, más o menos intencionadas. Sólo el perdón puede curar de verdad las heridas de las relaciones comunitarias (en las familias y en muchas empresas). Las indemnizaciones monetarias, las órdenes judiciales de pago y los tribunales no son de ninguna ayuda para volver a empezar, no hacen sino decretar la muerte de las comunidades y muchas veces también la del alma de las personas. En las comunidades deberíamos, sencilla y dolorosamente, perdonarnos. El perdón es lo que transforma a un pueblo en una comunidad. Cada vez que, tras una loca guerra fratricida, nos hemos perdonado colectivamente, nos hemos reconciliado llorando juntos sobre las tumbas de todos los muertos y nos hemos alegrado, cantando y bailando, en las fiestas de todos, nos hemos convertido en comunidad. Así hemos hecho también ‘milagros económicos’. Sólo los pueblos–comunidad saben hacer grandes economías; los pueblos sin más viven (cuando viven) gracias a las rentas de los capitales generados ayer por otros pueblos-comunidades. Volveremos a ver nuevos milagros económicos y civiles cuando seamos capaces de volver a ser comunidades, ciertamente de una forma nueva y distinta, pero comunidades: cum-munus y per-don.

Moisés reunió a toda la comunidad de los israelitas y les dijo: ‘Esto es lo que YHWH ha mandado hacer’” (Éxodo 35,1). Después del becerro de oro, después del perdón de YHWH a petición de Moisés y después de la nueva alianza, he aquí que aparece en el Libro del Éxodo la palabra comunidad. El pueblo (‘am) se convierte en ‘la comunidad (‘eda) de los israelitas’.

Moisés convoca a la comunidad y le transmite las instrucciones para la construcción de la morada de YHWH en medio de su pueblo, recibidas en el Sinaí. Entre ellas encontramos, como engarzadas inesperadamente, algunas palabras maravillosas sobre los artesanos, los artistas y el trabajo humano: “Moisés dijo a los israelitas: ‘Mirad, YHWH ha designado a Besalel, hijo de Urí, hijo de Jur, de la tribu de Judá’” (35,30).

Aquí encontramos la base más profunda del trabajo entendido y vivido como vocación. Para trabajar bien debemos ser ‘llamados por nuestro nombre’, como Besalel. Esta vocación es necesaria para poder realizar santuarios, catedrales, la capilla Baglioni o las sinfonías de Mahler, pero también para construir mesas e instalaciones eléctricas o para limpiar bien un baño. Al lado de Besalel, YHWH pone a otro trabajador, Oholiab, y le bendice también a él (35,34). El trabajo es actividad de ‘dos o más’. Ningún trabajo y ningún acto son exclusivamente individuales, porque siempre hay alguien al lado, antes y más allá de nuestro trabajo. YHWH llama a estos dos arquitectos-artistas-artesanos por su nombre y para ello “les ha llenado de habilidad para toda clase de labores en talla y bordado, en recamado de púrpura violeta y escarlata, de carmesí y lino fino, y en labores de tejidos. Son capaces de ejecutar toda clase de trabajos y de idear proyectos” (35,35).

La bendición de Moisés es una bendición a la mente y a las manos del trabajo, que son dos momentos de la misma inteligencia y de la misma alma, uno al servicio del otro. El trabajo verdadero es uno solo: manos al servicio de la inteligencia e inteligencia al servicio de las manos. El cuerpo se convierte en obra; la mente, el alma y las manos dan forma al mundo, junto a las de los otros. Los artistas son los grandes maestros y testigos de este diálogo interminable y esencial entre la mente, el alma, las manos que se hacen alma, el alma que se hace manos y las manos que se convierten en obras.

La Biblia, cuando alaba y bendice el trabajo de las manos, está innovando con respecto a toda una cultura antigua que consideraba el trabajo manual como una actividad impura y digna sólo de esclavos y siervos. Así pues, el valor de este capítulo del Éxodo es grande, puesto que pone el trabajo de las manos en el centro de la nueva alianza, objeto de una bendición específica de Moisés. Como el tabernáculo, el arca y el santuario.

Moisés da su bendición a ‘toda clase de trabajos’: para ‘idear proyectos’ y para ‘labrar piedras de engaste’ o ‘tallar la madera’. Bendice a los artistas, a los arquitectos y a los artesanos. La bendición del trabajo es una sola. La dignidad es la misma. El trabajo del que idea proyectos y el trabajo del artista y del artesano que dan forma y ‘carne’ a esas ideas, reciben el mismo espíritu dentro de la única bendición del trabajo. Uno solo es el espíritu de la vida, de toda la vida. En el humanismo bíblico no existe un espíritu para el trabajo intelectual (idear) y otro distintos para el trabajo manual (tallar). Se da una fraternidad entre oficios distintos, todos ellos alcanzados por el mismo soplo. Los oficios de los hombres y los de las mujeres: “Todas las mujeres hábiles en el oficio hilaron con sus manos y llevaron la púrpura violeta y escarlata, el carmesí y lino fino que habían hilado. Todas las mujeres hábiles en hilar, hilaron pelo de cabra, movidas por su corazón” (35,25-26).

En una cultura que ya no entiende el cuerpo y por ello tampoco entiende el valor ético y espiritual de la manualidad, debemos recordar que el primer acto de inteligencia es el de las manos. Conocemos el mundo tocándolo, lo habitamos con las manos. Ellas son el primer lenguaje que da nombre a las cosas, plasmándolas y transformándolas, el primer instrumento con el que entramos en contacto con la existencia, con la vida, con los otros. De niños, de adultos, de viejos, de enfermos, siempre. Incluso cuando las manos dejan de moverse (o cuando nunca se han movido), seguimos imaginando la realidad como si las tuviéramos, la conocemos ‘tocando’. Incluso cuando estamos inmóviles en una cama y conseguimos escribir poesías y oraciones simplemente con el movimiento de las pupilas.

Hay todo un arte manual en la base de nuestra economía verdadera. Es más fácil descubrirlo en los trabajos cotidianos y humildes que conforman la gramática de nuestra cooperación civil. Hablamos, nos estimamos, nos servimos y nos encontramos, en primer lugar, trabajando y, después, hablando, estimando, sirviendo y encontrándonos sobre todo con las manos. Las manos de las enfermeras y enfermeros, de los médicos, de las amas de casa, de los camareros, de los arquitectos, de los electricistas, de los fontaneros, de los albañiles, de los hombres y mujeres que limpian nuestras oficinas y nuestras fábricas, las manos de las maestras, de los maestros carpinteros, de los escritores y periodistas (que siguen siendo ‘manos’ aun cuando estén aporreando un teclado o tocando un monitor) son las que nos hacen vivir a nosotros y hacen revivir a nuestra sociedad. Podemos licenciarnos, conseguir diplomas o hacer diez masters, pero mientras esos conocimientos abstractos no se conviertan en conocimiento de nuestras manos, todavía no habremos aprendido un oficio, seguiremos en la sala de espera del trabajo.

El libro del Éxodo y todo el humanismo de la biblia nos dicen que los artesanos, los artistas y los trabajadores, en la economía de la nueva alianza del Sinaí, tienen la tarea de ser constructores de la morada de YHWH en medio del pueblo. La construcción del santuario es la gran obra que encarna la alianza y hace cercana la promesa. Una construcción que es posible porque hay artesanos y artistas, porque existe el trabajo humano. Sin el trabajo de construcción del templo durante seis días, no sería posible la celebración del séptimo. Es necesario leer este pasaje del Éxodo junto con los versículos del Génesis que nos muestran al Adam trabajando y transformando el mundo con su trabajo. El trabajo nos hace co-creadores de la tierra y del templo. Aquí radica la verdadera laicidad del humanismo bíblico: la primera oración de los trabajadores es la construcción de los ‘santuarios’ y no la construcción de los ídolos. Nuestra primera oración es la de las manos. El espíritu llena el mundo gracias al trabajo humano. Bastaría esta verdad para ver de otra forma el trabajo y los trabajadores.

La gran ley del séptimo día nos dice además que el trabajo es sexto, penúltimo día, como penúltimo es también el santuario. Pero también nos recuerda que en los seis días de la historia, la bendición del trabajo está dentro de la alianza, es ya tierra prometida.

Pero no todo el trabajo humano es bendito y está lleno del espíritu de Dios. Hay también trabajo en la construcción de becerros de oro. Los mismos trabajadores, los mismos artesanos que ahora van a construir el santuario, son los que construyeron el becerro de oro en el campamento a las faldas del Sinaí. Con las mismas manos y con los mismos talentos. Pero ese trabajo obtuvo la maldición más grande. Los artistas, artesanos y trabajadores pueden edificar catedrales como pueden construir becerros de oro e ídolos. Las manos, la inteligencia y el trabajo de los artesanos pueden usarse (así ha sido y sigue siendo) también para construir minas anti-persona, no-lugares para los juegos de azar o deshumanizadas salas de bingo. Hoy hay manos e inteligencias al servicio de los becerros de oro y de los ídolos, y otras manos y mentes que siguen construyendo ‘catedrales’. Esta es la única diferencia en cuanto a la dignidad del trabajo que la Biblia nos pone delante, y que nuestra sociedad de consumo ha dejado de ver. La calidad y la dignidad moral de las sociedades se debería medir (si volviéramos al Éxodo) a partir de la reducción de los trabajos al servicio de los ídolos y de la creación, en su lugar, de trabajos que construyan el bien, que aún siguen siendo la inmensa mayoría.

El mundo del trabajo tiene hambre y sed de bendiciones. Bendición, es decir, decir-bien, decir ‘palabras buenas’. Bendecir el trabajo es decirnos, los unos a los otros, palabras buenas sobre el trabajo y sobre los trabajadores. El trabajo forma parte de la condición humana y por ello está siempre en el centro de nuestras palabras, palabras de ben-dición o de mal-dición (las palabras importantes no son nunca neutrales). El trabajo sufre porque lo hemos rodeado de palabras malas, de falta de estima y de desprecio. Volvamos a bendecir el trabajo: esta es la premisa de toda buena reforma del trabajo y de todo humanismo auténtico.

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