El peso de las palabras comunes

Las parteras de Egipto/17 – Los profetas aplacan incluso a Dios. Y no disimulan sus errores.

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 30//11/2014

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Logo Levatrici d EgittoDel hebraísmo comparto el viaje, pero no la llegada. Mi lugar no está en la tierra prometida, sino al margen del campamento … Si pudiera elegir dónde y cómo nacer, me ratificaría en lo mismo: en el Sinaí, como extranjero” (Erri de Luca, "Y dijo").

Sin profetas, sin carismas y sin artistas siempre estaremos condenados a adorar a algún becerro de oro. Sin ellos las religiones se reducen a idolatría, las comunidades religiosas a consumismo espiritual, y las obras de arte a pura mercancía. Estos testigos de ‘gratuidad por vocación’ nos recuerdan con su sola existencia que la naturaleza de la vida es el don, porque nos obligan a elevar la mirada por encima de ellos para encontrar la fuente de los dones que en ellos viven.

El profeta sabe hablar en nombre de Otro y nos dice que quien nos libera del faraón de Egipto no es él mismo o ella misma. El artista sabe que no es dueño de la parte mejor de sí mismo,  que el don que guarda no es de su propiedad (y cuando se apropia de él mueren tanto el don como el artista). Cuando faltan los profetas, los carismas y los artistas el mundo se llena necesariamente de ídolos. Los líderes, los empresarios, los políticos y los sacerdotes son convertidos en ‘dioses’ por sus seguidores, empleados, electores y fieles. A falta de un cielo más alto, el techo de sus casas se convierte en el horizonte último de la existencia de todos. Para evitar reducir a YHWH a un becerro no bastan los sacerdotes (Aarón) ni la sabiduría de los padres (los ancianos). Sin profetas, también ellos terminan construyendo con el pueblo un dios de oro al que adorar y en cuyo honor danzar y hacer fiesta.

Mientras el pueblo está inmerso en los festejos en honor de su nuevo YHWH, reducido por fin a un dios sencillo e intranscendente, Moisés sigue en el monte dialogando con su Dios distinto: “¡Anda, baja! Porque tu pueblo, el que sacaste de la tierra de Egipto, ha pecado” (Éxodo 32,7). YHWH le anuncia su decisión de castigar al pueblo: “Déjame ahora que se encienda mi ira contra ellos y los devore”. Y renueva su promesa sólo a Moisés: “De ti, en cambio, haré un gran pueblo” (32,10). Dentro de esta gran crisis de la historia de Israel comienza uno de los pasajes más bellos de la Biblia, que nos hace entender mejor cuál es la verdadera vocación profética, y nos abre otro claro donde ver el ‘rostro’ del Dios bíblico.

Pero Moisés ‘no le deja’ a YHWH, no acepta su decisión. Salvarse a sí mismo no le basta, quiere ser solidario con el pueblo traidor: “Moisés trató de aplacar a  YHWH, su Dios, diciendo: ‘¿Por qué, oh YHWH, ha de encenderse tu ira contra tu pueblo, el que tú sacaste de la tierra de Egipto con gran poder y mano fuerte? … Abandona el ardor de tu cólera y renuncia a lanzar el mal contra tu pueblo. Acuérdate de Abraham, de Isaac y de Israel’” (32,11-13). La palabra de un hombre, Moisés, recordándole sus actos y su promesa, hace que YHWH se arrepienta. Y ocurre lo impensable, algo imposible para el dios de la filosofía pero no para el Dios de la Biblia: “YHWH renunció a lanzar el mal con que había amenazado a su pueblo” (32,14).

Al profeta no le interesa su salvación individual, porque el sentido mismo de su existencia es la salvación de un pueblo. Moisés no había salido hacia Egipto desde la zarza ardiente del Horeb para buscar su felicidad personal. Los profetas son así, sólo se salvan salvando a otros, a ellos no les interesa su propia realización. Y no les interesa por vocación y por naturaleza, no por altruismo ni por filantropía. El sentido de su vida es otro. La búsqueda de la felicidad individual, puesta en el centro del humanismo moderno, no es lo que mueve a los profetas. Ellos están para desempeñar una tarea.

Esta característica de la vocación profética también se da en los carismas y, en cierto sentido, también en los artistas. El que recibe el don de un carisma (civil, espiritual, político…) siente que este carisma es un talento con el que negociar a la espera del ‘regreso’ del dueño de los dones, que sólo preguntará si el talento se ha multiplicado. No preguntará si ha sido más o menos feliz durante su vida, sino si ese talento ha dado fruto. El don no es para su propio ‘consumo’ sino para multiplicarlo y ‘producir’ otros dones para los demás. También el artista vive algo parecido. Recibe una vocación que es toda gratuidad, un don que alberga dentro de sí y al que debe cuidar y servir.

El profeta sin su pueblo no se salva, el carismático sin su comunidad y sin los pobres se pierde, al igual que el artista sin su arte y sin sus obras. La gratuidad no podría convertirse en experiencia social, política y económica si no hubiera profetas, carismas y artistas que desvelaran su naturaleza. Pero el momento crucial de su vida es la prueba del ‘becerro de oro’, cuando el sentido último y único de la propia vocación se pervierte. El mundo no muere y sigue adelante porque los profetas, los carismas y los artistas consiguen ser solidarios con el pueblo aunque éste se corrompa, aunque las comunidades se pierdan y el talento se apague y enmudezca.

El Éxodo nos dice que la presencia y la acción de los profetas puede lograr que se arrepienta el mismo Dios, que se aplaquen y extingan los efectos de nuestras palabras y nuestros gestos perversos. Pero también nos dice otra cosa: que ni siquiera los profetas pueden evitar que nuestras palabras y nuestros gestos sean realidades vivas y tengan consecuencias. El día en que el pueblo decidió, a los pies del Sinaí, negar y romper la alianza reduciendo a YHWH a una obra de metal fundido, aparecieron en la escena del mundo el becerro, las danzas y las fiestas desviadas. Nadie puede negar su existencia, nadie puede borrar las consecuencias de los actos realizados y de las palabras pronunciadas en los días del toro dorado. Tampoco YHWH. Porque, si consiguiéramos negarlas, empequeñeceríamos demasiado nuestra dignidad y nuestra libertad y negaríamos nuestra vocación. La imagen impresa por Elohim en el Adam se expresa también en su capacidad para traicionar y traicionarse, sufriendo después las consecuencias. También en su deber ético de responder por los gestos que realiza y por las palabras que dice; de ser responsable.

La palabra es eficaz (este es un gran principio de la Biblia) incluso cuando esa palabra es equivocada, idolátrica o desleal. Entre todas las palabras, las que pronunciamos juntos tienen un estatuto especial y fuerte. Las alianzas y los pactos son, por naturaleza, actos sociales eficaces, acontecimientos que cambian nuestra vida para siempre. El matrimonio o la fundación de una comunidad dejan huella en nuestras carnes individuales y colectivas, inciden en ellas y las transforman. Los pactos pueden deshacerse y las alianzas romperse, pero las señales que dejan duran para siempre. Si las palabras y los gestos de los pactos nos cambian, independientemente de nuestra fidelidad, también la traición y la ruptura de esos pactos produce efectos en nosotros y a nuestro alrededor. Tienen vida propia.

Los grandes perdones pueden curar incluso las heridas relacionales más profundas, pero los efectos de la traición siguen vivos, porque la historia es verdad y no engaño. El precio que hay que pagar para que un encuentro de dos ‘síes’ pronunciados cree una nueva realidad, para que unas palabras dichas sobre el pan y el vino los transformen en alimento y bebida de vida eterna, es la verdad de los efectos de nuestros ‘noes’. Un precio justo y bueno, porque la única alternativa posible al mundo de las palabras eficaces y de nuestra responsabilidad es el reino del becerro de oro y de todos los ídolos, un mundo donde todos los ‘síes’ y todos los ‘noes’ se los lleva el viento, porque todas las palabras son falsas. Una gran tentación de nuestro tiempo idolátrico es vaciar de verdad las palabras. Ya no tenemos virtudes que nos hagan capaces de asumir todas las consecuencias de las palabras que decimos, y en lugar de convertirnos y tratar de hacernos responsables, preferimos reducir las palabras a charlatanería, a un soplo de aire que podamos negar, retirar o borrar, porque han perdido todo contacto con la realidad y nosotros con ellas.

Únicamente dentro de esta cultura de la palabra y de las palabras eficaces se puede entender la escena que tiene lugar a los pies del monte, cuando Moisés baja del Sinaí y ve el espectáculo que se está desarrollando alrededor del becerro: “Cuando Moisés llegó cerca del campamento y vio el becerro y las danzas, ardió en ira, arrojó de su mano las tablas y las hizo añicos al pie del monte. Luego tomó al becerro que habían hecho, lo quemó y lo molió hasta reducirlo a polvo, que esparció en el agua, y se lo dio a beber a los israelitas” (32,19-20). Y así “cumplieron los hijos de Leví la orden de Moisés; y cayeron aquel día unos tres mil hombres del pueblo” (32,26).

Moisés había obtenido el arrepentimiento de YHWH, pero para esperar una ‘nueva alianza’ debe corregir y eliminar los efectos producidos por la traición del pueblo. El perdón y el arrepentimiento de YHWH no son suficientes para poder empezar de nuevo. Moisés debe hacer otros gestos y decir otras palabras, porque si no lo hace estaría negando la diferencia entre el becerro de metal y su Dios, que no es un ídolo, entre otras cosas, porque se toma en serio nuestras palabras y nuestros gestos, llenándolos así de realidad y de verdad. Los ídolos no nos castigan, no se arrepienten, pero tampoco hacen alianza con nosotros, porque no son más que fantoches.

La inevitable eficacia de las consecuencias de nuestros actos nos dice que nuestra historia y la de los demás no es un engaño, y que el mundo es verdadero. Los profetas, que saben aplacar a Dios, curan las alianzas que nosotros rompemos y nos dan la posibilidad de volver a empezar, incluso después de construir becerros de oro. La belleza y el amor de la vida y del mundo están también aquí.

Los comentarios de la serie "Las parteras de Egipto", escritos por Luigino Bruni y publicados en Avvenire se encuentran en el menú Las parteras de Egipto  


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