Las parteras de Egipto/16 - La superficialidad de los ídolos triunfa cuando los profetas están ausentes.
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 23/11/2014
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El rey Jeroboam hizo dos becerros de oro y dijo al pueblo: «Basta ya de subir a Jerusalén. Este es tu dios, Israel, el que te hizo salir de la tierra de Egipto». Colocó uno en Betel y otro en Dan. Este proceder condujo al pecado, pues el pueblo iba hasta Dan para postrarse ante uno de los becerros.
Primer libro de los Reyes, 12
Los hombres necesitan la fe bíblica, pero a YWHW también le sirve para no ser transformado en un ídolo, para no volver a ser un Elohim más sin nombre.
En el Sinaí tuvo lugar una revolución antropológica, cultural y social de enormes proporciones. Allí la humanidad alcanzó un nuevo estadio en su proceso de humanización, gracias a una experiencia religiosa radicalmente distinta de la de otros pueblos de dioses sencillos o ídolos mudos de madera. Pero en las faldas de ese mismo monte, el pueblo que salió de Egipto camino de la tierra prometida vivió también su mayor crisis, una crisis que contiene una extraordinaria enseñanza sobre la enfermedad más grave que amenaza a toda experiencia religiosa o ideal: su reducción a idolatría. La transformación de YHWH en un toro dorado es un mensaje fuerte, dirigido a todas las personas, comunidades e instituciones surgidas de algún “carisma”, alcanzadas o habitadas por una voz que les ha llamado a una tarea y les ha anunciado una promesa distinta y más grande. En estas experiencias y en estas personas siempre hay una fuerte atracción por redimensionar y normalizar la llamada y la promesa y por reducir el misterio a vulgar evidencia. Una atracción-tentación que está presente toda la vida, pero que se hace especialmente tenaz en su última fase.
El Dios que se reveló a Moisés no se podía ver ni tocar, no aplacaba los sentidos. Ni siquiera Moisés lo veía (sólo lo verá un instante, y de espaldas), tan sólo escuchaba sus palabras. YHWH era, y sigue siendo, una voz. Todos los demás pueblos tenían dioses con imágenes claras, naturales, inmediatas. Todos menos el pueblo de Israel, que recibió el don de la Alianza de un Dios completamente distinto y completamente nuevo. Para “verlo” y para “oírlo” hacía falta una doble fe: en Moisés y en la voz que le hablaba. La lucha religiosa más difícil de Israel no fue la que libró para no abandonar a YWHW y darse a los dioses (Baal o Astarte). YHWH estaba en las raíces del pueblo, conservaba su identidad; incluso después de traicionarle, el pueblo conseguía volver a su único Dios. Su gran tentación fue otra: perder la novedad de su fe, reducir ese Dios distinto y nuevo a un dios más fácil, más comprensible, más gestionable con en el sentido común y más sencillo de contar a los demás y a uno mismo.
Tal vez sea este el mensaje principal del episodio del “becerro de oro”, uno de los relatos más extraordinarios y centrales de toda la Biblia. Ese becerro construido por Aarón y por el pueblo en las faldas del Sinaí no es otro dios, ni tampoco un ídolo; el nombre del becerro fabricado es YHWH: “Entonces exclamaron: «Este es tu Dios, Israel, el que te ha sacado de la tierra de Egipto». Viendo esto Aarón, erigió un altar ante el becerro y anunció: «Mañana habrá fiesta en honor de YHWH»” (32,4-5).
Después de recibir los dones del decálogo, el código de la Alianza y el séptimo día, Moisés descendió del monte para recibir el “sí” solemne del pueblo a la alianza: "Cumpliremos todas las palabras que ha dicho YHWH” (24, 3). Y "levantándose de mañana" (24,4), volvió a subir al monte llamado por la misma voz, como hizo Abraham cuando subió al monte Moria con Isaac, o como cuando se levantó "de mañana” para preparar a Ismael antes de abandonarlo, con su madre Agar, en el desierto de Sur: "Moisés entró dentro de la nube y subió al monte. Y permaneció Moisés en el monte cuarenta días y cuarenta noches" (24,18). Moisés se quedó mucho tiempo en el Sinaí, recibiendo de YHWH instrucciones muy detalladas acerca de la construcción del arca, el templo, el altar, el candelabro y las vestimentas de los sacerdotes (cap. 25-31), indicaciones que acabaron con el don de las tablas de piedra (31,18). El becerro es construido durante la ausencia de Moisés, que “tardaba en regresar”.
Nosotros, lectores de la Biblia, sabemos que Moisés permanecerá en el monte durante cuarenta días y después bajará. Pero el pueblo no sabía cuándo volvería ni si volvería. Si queremos repetir de verdad la experiencia del pueblo, si queremos sentir la atracción, equivocada pero fuerte, de un dios sencillo y visible para después retomar, heridos, el camino a casa, también esta vez debemos leer estas páginas como si fuera la primera vez. No debemos saber si el Dios de Israel se quedará para siempre encerrado en el becerro de oro, ni cuándo volverá Moisés, ni tan siquiera si volverá.
Así, mientras en la cima del monte se desarrollaba el diálogo sobre la construcción del arca y el santuario, abajo el pueblo hizo exactamente lo contrario de lo que había prometido solemnemente a Moisés-YHWH pocos días antes ("Cumpliremos todas las palabras que ha dicho YHWH"). Ante la ausencia de su profeta y ante la incertidumbre de su regreso, el pueblo que había visto las señales y la nube sobre el monte, junto con Aarón y los setenta ancianos que incluso habían “visto” a Dios, decidieron dar una imagen a su Dios: "Cuando el pueblo vio que Moisés tardaba en bajar del monte, se reunió en torno a Aarón y le dijeron: “Anda, haznos un dios que vaya delante de nosotros, ya que no sabemos qué ha sido de Moisés, el hombre que nos sacó de la tierra de Egipto”. … Todo el pueblo se quitó los pendientes de oro que llevaban en las orejas y los entregó a Aarón. Los tomó el de sus manos, hizo un molde y fundió un becerro" (32,1-4).
El libertador, el Dios de la voz, el Dios distinto, es transformado en un estúpido becerro construido con el oro con el que debían construir el Arca (25,3). Si grave es la adoración del becerro-ídolo, más grave todavía es la adoración del becerro-YHWH.
Al pueblo de Israel siempre le ha costado mucho salvar su religión-fe distinta. Su Dios es el Dios de la vida, pero no puede ser representado con los símbolos de la vida y la fertilidad (toros, mujeres). Es el Dios de la voz, pero sólo Moisés le puede escuchar. Es el Dios que revela su nombre, pero es un nombre impronunciable. Es demasiado distinto, demasiado nuevo.
El principal afán y el mayor esfuerzo de aquellos (ya sean personas o comunidades) que han recibido una vocación (artística, civil, científica, religiosa…) no es vencer la tentación de imitar la vocación de los demás (esta, aunque existe, no es la más peligrosa cuando la vocación es verdadera), sino la de reducir o eliminar el alcance concreto de la llamada-carisma recibida. Porque durante las crisis (y durante la ausencia de los profetas) siempre es fuerte la seducción por simplificar y normalizar la propia tarea y la propia vocación. La posibilidad de perder la fe en el don recibido, la confianza en ese don que tiene nombre y voz. La fe, esta fe, es también una experiencia totalmente antropológica: es seguir creyendo en la parte mejor de uno mismo, de nosotros, sin rebajarla a gusto del “consumidor” y del “cliente”, manteniéndola toda ella dentro del horizonte de nuestras limitaciones. Por eso, entre otras cosas, ninguna cultura sin fe logra florecer.
Aquellos que han recibido una vocación saben y sienten que esa vocación-carisma está inscrita en su propio ser. No se sale de este tipo de vocación “identitaria”. La verdadera tentación, la más solapada, consiste en reducir la vocación a otra cosa, en mantener su “nombre” y cambiar su contenido. Uno puede salir de una alianza, de una llamada, de un carisma, marchándose, pero hay una salida sin retorno, que es cuando uno se queda en algo a lo que sigue llamando con el antiguo nombre de la juventud pero es otra cosa. En estas salidas-sin-salida nunca se vuelve “a casa”. Mientras YHWH siga siendo YHWH y el becerro un ídolo, la conversión siempre es posible, incluso tras largos períodos de lejanía. Pero cuando YWHW queda reducido a un becerro, la posibilidad de la conversión se pierde para siempre, no hay conversión ni re-conversión. Podemos mantener la esperanza de volver a casa mientras no perdamos la capacidad de distinguir las bellotas de los cerdos de la comida de la mesa paterna. Desde el camino al que nos lleva la seducción de nuestros ídolos siempre se puede volver atrás, a casa, porque el camino de regreso está vivo en las carnes de nuestra nostalgia de verdad. Pero desde la vocación-carisma reducida a nuestra imagen y semejanza no hay camino de regreso, porque ya no hay ningún lugar verdadero al que regresar. Podremos volver a amar la verdad mientras la distingamos de la mentira, nuestra y de los demás. Para conservar una vocación, hay que esforzarse en no llamar con el nombre de la primera voz a las cómodas e inocuas manufacturas que hemos fabricado mientras tanto, incluso aunque esas obras con el tiempo se conviertan en los únicos compañeros para no morir de soledad.
Los becerros de oro llegan casi siempre durante la ausencia de los profetas. Este es otro mensaje fuerte de este gran capítulo del Éxodo. La idea justa y verdadera de Dios y de nosotros mismos está vinculada al rostro radiante de los profetas que alumbran nuestros días y nuestras almas. Mientras ellos y ellas están en medio de nosotros, conseguimos entrever, sin llegar a ver, el verdadero rostro de Elohim y nuestro, a percibir algún sonido de su voz buena y verdadera fuera y dentro de nosotros, a reconocer las señales de vida y fecundidad en todos lados. En cambio, cuando faltan, llegan los becerros de oro a llenar un vacío que se hace demasiado grande. Tal vez hoy tendríamos menos ídolos y menos servidumbres si los “profetas” hubieran estado más presentes en la política, en la economía y en los lugares ordinarios de la vida.La Biblia nos ha salvado de la inevitabilidad de la idolatría guardando para nosotros una idea de Dios no reducida a la medida de nuestras obras. Pero sin el rostro y la presencia de los profetas, acabamos transformando la fe en idolatría, las vocaciones en simples oficios y perdemos el camino a casa.
Volved, profetas, bajad del monte. No os quedéis en los templos y en los santuarios. Bajad a nuestras plazas y a nuestras escuelas. Llegad hasta nuestras empresas heridas. Volved a hablarnos de vuestro Elohim distinto, a liberarnos de nuestros cultos demasiado superficiales para ser buenos, verdaderos y liberadores..
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