La feria y el templo/18 - La clausura monacal consistió tanto en “cerrar dentro” a las mujeres como en “cerrar fuera” las injerencias masculinas.
Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 07/03/2021
La vida social y económica de los monasterios femeninos entre el Medievo y la Modernidad estuvo hecha de «ora et labora», pecados colectivos y «alegres» desobediencias.
«En 1602, en Roma, hubo un proceso por el descubrimiento de un agujero en la herboristería, desde donde se podía ver la calle. La única responsable resultó ser una joven monja conversa, sor Damiana, que admitió que había realizado la abertura con un gran asador. Al ser preguntada por los motivos, respondió que “el único motivo es que, al ver los cascotes de la pared que se desconchaba, me entraron ganas de ver a dónde salía”» (Alessia Lirosi, I monasteri femminili a Roma nell’età della Controriforma, Viella 2012). La vida social y económica de los monasterios femeninos entre el Medievo y la Modernidad contiene una inmensa riqueza. Dentro de aquellas clausuras colectivas, casi siempre forzadas, acontecían procesos humanos hoy casi completamente olvidados, también por el movimiento femenino y feminista. Mi primera felicitación este 8 de marzo es para ellas y para sus hermanas de hoy.
Los monasterios femeninos siempre han sido instituciones con una libertad limitada y vigilada por varones. Estos hombres, casi siempre célibes, basándose en mujeres imaginadas, producían reglas para gobernar la vida de mujeres de carne y hueso: «Siendo tal el voto de castidad, las monjas están aún más sujetas a él debido a la fragilidad de su sexo». Y para proteger al sexo frágil, que, según aquellos teólogos, estaba más fácilmente expuesto (¡que el de los varones!) al pecado carnal, «la superiora debe procurar que los hierros de las celosías de los locutorios sean estrechos, de modo que no se pueda sacar la mano» (Giovanni Pietro Barco, Specchio religioso per le monache, 1583). La clausura no consistía solo en “cerrar dentro” a las mujeres sino también, como recuerda mi amiga carmelita Antonella, en “cerrar fuera” del monasterio a los varones y sus injerencias, aunque nunca lo lograron del todo.
También los monasterios femeninos vivían su ora et labora. En los monasterios, junto al trabajo de las amanuenses (nunca suficientemente ponderado), surgieron verdaderas escuelas de bordado (según el estilo italiano que deja descubierto el fondo del paño). Otro sector “clásico” eran los dulces (y en parte los licores): «La ciudad de Bolonia tiene un comercio notable de dulce de membrillo. Las monjas compiten unas con otras en esta dulce manufactura» (Jean-Baptiste Labat, Diario, 1706). En toda Sicilia las monjas eran especialistas en dulces y manjares. Los recetarios más originales eran considerados una especie de monopolio secreto de los monasterios femeninos – la “frutta martorana” [una especie de mazapán típico de Sicilia n.d.t] toma su nombre del monasterio femenino de Martorana. También en Sicilia (Noto) eran famosos los trabajos con la cera en los monasterios femeninos, que alcanzaron una notable calidad. Además, producían vinagre y perfumes, cultivaban flores, creaban rosas de seda y jabones, junto con cilicios, flagelos y cadenillas, sin olvidar las pulseras y collares para las chicas (Antonino Terzo di Palazzolo e Lina Lupica, I lavori delle claustrali, 1991).
Poco conocido, aunque importante, era el trabajo artístico. Además de tocar varios instrumentos y de ser apreciadas y buscadas como maestras de canto, las monjas escribían poesías y obras teatrales que ponían en escena durante las celebraciones religiosas (Elissa B. Weaver, Convent Theatre in Early Modern Italy). Después del Concilio de Trento, las abadesas pusieron mucha resistencia ante los obispos que intentaron aplicar restricciones en materia de teatro, música y canto en los monasterios: «Que no se hagan comedias ni representaciones» (en Angela Fiore, La tradizione musicale del monastero delle clarisse di Santa Chiara in Napoli). Las prohibiciones fueron casi siempre desatendidas. Es interesante la figura de sor Plautilla Nelli (1524-1588), recordada por Vasari, quien señalaba que los santos de sor Plautilla eran muy femeninos: «La Nelli en lugar de Cristos hacía Cristas» (Vincenzo Fortunato Marchese, Memorie dei più insigni pittori...).
Leyendo los documentos, en particular los libros de crónicas escritos por las propias monjas, lo que se observa de inmediato – por ser evidente y obvio – es que en aquellos monasterios se reflejaban las estructuras y jerarquías sociales que los habían creado: entre ricos y pobres, entre patricios y plebeyos y entre hombres y mujeres. Las monjas se dividían en coristas (con velo) y conversas (serviciales o legas), a veces llamadas “señoras” y “siervas” (Clarisas de Nápoles). Las coristas, que rezaban en el coro y habían hecho la profesión solemne, eran monjas con plenos derechos. Votaban a la abadesa, que necesariamente debía ser elegida de entre las coristas, y podían ser “oficiales”, es decir ocupar cargos en el gobierno de los monasterios – herborista, maestra del coro, maestra de novicias, portera, vicaria, administradora, sacristana, tesorera, despensera – y solo ellas podían formar parte del consejo de las abadesas (las monjas “discretas”). Las conversas a menudo eran analfabetas, socialmente inferiores, y eran tratadas como tales. Dormían en dormitorios colectivos, tenían que ocuparse de los asuntos domésticos, de las monjas enfermas y de los trabajos más humildes del monasterio. De esta forma, liberaban a las monjas con velo de las tareas más terrenales. Y en caso de que la conversa supiera leer, tenía que abstenerse de hacerlo y mantener las distancias con las encumbradas coristas.
Después del Concilio de Trento, se desplazó a las conversas a un edificio aparte, aunque no por ello dejaron de ser camareras personales de las coristas. En San Silvestro in Capite (Roma), en 1665, las monjas coristas se quejaron porque las conversas no querían hacer los trabajos más humildes en la enfermería y no cedían el sitio en el locutorio. La falta de estima social por los cuidados, que hoy sigue siendo una característica de nuestra civilización, no se debía solo al hecho de tratarse de una tarea femenina y por tanto doméstica; surgía también de la jerarquía social entre mujeres. Las mujeres nobles lo eran porque no se dedicaban a los cuidados, gracias a que otras mujeres pobres (ayer en los monasterios y en los palacios, hoy en nuestras casas) lo hacían. Sin embargo, dentro de estas paradojas que a nosotros hoy nos resultan incomprensibles a menos que realicemos un notable esfuerzo de empatía histórica, estaba naciendo algo nuevo.
Un primer ámbito, también improbable y paradójico, fue el derecho penal. Se atribuye la concepción de la pena como reeducación y rehabilitación al movimiento iluminista y utilitarista del siglo XVIII (Beccaria y Bentham). Es raro que alguien recuerde el papel de los monasterios. Pero la pena de larga reclusión prolongada en el tiempo, ausente en el mundo antiguo, se desarrolló en las cárceles de los monasterios para castigar a los monjes y a las monjas. Por ejemplo, en el monasterio de las agustinas de Santa Marta de Roma, se decía que la monja que cometa una gravísima culpa «sea encerrada en secuestro, con discreción y caridad, procurando siempre que se convierta y vuelva a la penitencia». El objetivo de la cárcel era la recuperación de la culpable, una idea cercana a la visión moderna de la pena. El lenguaje de las cárceles nació como desarrollo del monástico – «celda» y «locutorio».
La vida económica de los monasterios femeninos es una mina casi totalmente inexplorada. Empecemos con una gran sorpresa (al menos para mí): la resistencia de las monjas a la “comunión de bienes” que el Concilio de Trento intentó reintroducir. Leyendo los documentos se observa que, a pesar de las visitas y de los documentos de los obispos, los monasterios femeninos eran desobedientes en el tema de la propiedad privada de las monjas individuales. ¿Por qué? Hay un episodio importante, narrado también en el trabajo fundamental de Alessia Lirosi sobre los monasterios romanos. En 1601 el cardenal protector pidió abolir la propiedad privada personal: «Apenas concluyó el cardenal su discurso, las madres, de común acuerdo, respondieron que en el pasado habían tenido ese mismo deseo; pero el monasterio no tenía mucha facultad de mantener lo común, de modo que fue necesario que las monjas se hicieran cargo cada una de sus cosas». Lo habían intentado, decía la abadesa, pero la gestión común no había funcionado. El cardenal insistió, y las monjas «sin replicar más, con indecible alegría, llevaron paños de lino y lana a la estancia del crucifijo, y todo lo que las monjas tenían en particular». Pero, añade Lirosi, «después de este repentino giro de tuerca, lentamente algo se aflojó. Pocos años después, en 1607, hubo que reiterar las disposiciones impartidas por el cardenal y prohibir de nuevo bordados y sedas en los manteles de los altares de cada una o en las cortinas de la cama». Las abadesas y sus monjas se resistían a la orden de la comunión de bienes. Pero esta desobediencia ¿era expresión del apego de aquellas ricas mujeres nobles a sus cosas? A veces así sería, tal vez casi siempre. Pero creo que alguna abadesa desobedeció por algo mucho más importante. Y en aquellas pocas monjas distintas, aunque fuera una sola, estaban todas las mujeres del mundo.
Cuando la vida te conduce a una reclusión, y un día eres capaz de hacer un agujero en la pared con el asador grande para ver pasar la vida al otro lado de tu recinto, de repente descubres el valor de las cosas. Las cosas se iluminan tanto o más que el altar y las estatuas de la capilla. Te hablan, te dicen que existes de verdad, que estás ahí. Y comprendes o intuyes que obligarte a sacar las cosas de tu baúl, «los bordados y las sedas de los manteles de tu altar», renunciar a las pocas cosas que te permiten decir “mío” («que ninguna llame mía a cosa alguna, sino que de todas diga: nuestra; que solo del mal diga: mío», Constitución monástica citada en Lirosi), es una violencia excesiva, a la que aquellas monjas y sus abadesas se resistían (es hermosa esta solidaridad entre mujeres, al menos aquí) debido a su instinto vital tan femenino. Hay “cosas” enteramente femeninas y distintas, que aún no hemos entendido.
El significado verdadero y correcto de la propiedad privada tal vez no naciera solo en los tratados de Locke o de Duns Scoto. Quizá alguna línea se escribiera también dentro de las clausuras, cuando algunas mujeres se negaron a decir “nuestro” porque intuían que aquel “nosotros” sencillamente las estaba matando. Con ello nos recuerdan que no todos los “nuestros” son buenos, solo aquellos que nacen de encuentros de gratuidad entre muchos “míos” donados. Ayer igual que hoy. La buena comunión de bienes es el final del camino, el culmen de un proceso de comunión de vida que un día florece en comunión de bienes. Nunca debe ser impuesta ni pedida de oficio como el pago debido hoy por un cheque en blanco firmado ayer. El “mío” que resucita en “nuestro” solo puede ser fruto de una elección mía que se convierte también en tuya. Fuera y dentro de los monasterios. Sin embargo, demasiados “nuestros” son simples coberturas ideológicas de abusos de poder y de violencia. Del mismo modo que hay una propiedad privada que nace del pecado individual – lo recordaba Duns Scoto – también existe una propiedad común que nace del pecado colectivo. Hay que incluir el agujero en la pared de sor Damiana, los repetidos “noes” a la destrucción de las obras teatrales y las desobediencias de las abadesas a los cardenales, realizadas con “alegría”, entre los actos de libertad que generaron el espíritu moderno, espíritu de hombres y de mujeres. Pero la modernidad laica no lo sabe.