Cuándo y por qué pudieron los comerciantes ocupar el templo

Cuándo y por qué pudieron los comerciantes ocupar el templo

La feria y el templo/8 - Una historia que tiene como protagonistas a los Medici y a otros magníficos florentinos, a San Antonino, al bien común y a los Reyes Magos.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 27/12/2020

Durante los siglos XIV y XV se pasó del Bien común al bien del Municipio: la Iglesia justificaba la acción de los hombres nuevos del mercado si beneficiaba a la ciudad.

Los pactos entre riqueza y religión a lo largo de la historia siempre han sido complicados, y generalmente han producido resultados muy alejados de las intenciones de sus promotores. La Florencia de los siglos XIV y XV fue el campo de una de estas sustituciones, donde su jugó un partido decisivo para la ética económica moderna. Sus protagonistas fueron los Medici, San Antonino Pierozzi (1389-1459), la categoría del bien común y los Reyes Magos. Empecemos por el bien común. Esta categoría teológica fundamental sufrió una distorsión semántica y práctica entre los siglos XIV y XV. Las razones del bien común ganaron la partida a las razones teológicas de la condena del lucro. La teología del bien común se convirtió, cada vez más, en la nueva teología de las nuevas ciudades. Un bien común concreto y profundamente relacionado con otra gran categoría: la de la comunidad. El paso del Bien común al bien del Municipio fue muy rápido. Casi todas las acciones económicas de los hombres nuevos del mercado acabaron siendo justificadas por la Iglesia si resultaban útiles para el bien común del municipio, de la ciudad. Y puesto que en aquellos siglos el bien común y el de la ciudad eran, de hecho, el bien de los grandes comerciantes-banqueros, el bien común acabó coincidiendo con el de las corporaciones de comerciantes. 

San Antonino, dominico, obispo, teólogo y “economista”, como pastor y experto en el acompañamiento de los laicos, era consciente de que en estas materias económico-financieras existía una gran complejidad. De este modo, hablando de las ventas “a término”, concluía: «No obstante, esta es una materia muy complicada y poco clara, razón por la cual no se debe profundizar en ella» (“Summa theologica”). No se debe profundizar en ella. Esta “complicación” ponía de manifiesto que algo había cambiado en Florencia y en las nuevas ciudades comerciales. El nacimiento de los municipios libres, junto con la consolidación de una clase de comerciantes que tenía sus leyes y tribunales especiales, estaba cambiando profundamente la relación entre los principios teológicos y la praxis económica. Las Escrituras y sus condenas contra la usura seguían siendo las mismas, y la desconfianza de los Padres de la Iglesia con respecto al comercio y a los comerciantes seguía siendo un magisterio esencial e invariado. Pero el surgimiento de una nueva realidad económica, cada vez más compleja, hizo que las antiguas Escrituras y la teología no fueran adecuadas para disciplinar todos los casos concretos de negocios que – esto es lo relevante – hacían mucho bien a la ciudad y a la Iglesia. La realidad fue superior a la idea. El “comerciante civil” se convirtió en imagen del negotium que vence el otium y lo niega (nec-otium).

Nos encontramos ante una auténtica revolución ética, teológica, social y económica. La teología de los eclesiásticos comenzó a alejarse progresivamente del ámbito económico, que se había vuelto demasiado complejo, y se especializó cada vez más en el ámbito personal y familiar y en la vida de las instituciones religiosas. Al comerciante se le prestaba atención como individuo. En el confesionario debía enumerar todas sus culpas y obtener sus penitencias, que podía conmutar cada vez más fácilmente por dinero a través de las nacientes indulgencias. Pero la mirada ética sobre la vida pública, que caracterizó los dos o tres primeros siglos del segundo milenio, se retiró para transformarse en recomendaciones genéricas durante las predicaciones cuaresmales. En materia de usura, por ejemplo, las excepciones lícitas eran tan abstractas que no permitían juicios concretos y eficaces. Casi cualquier tipo de interés podía ser potencialmente lícito (debido a un genérico lucro cesante o daño emergente), sobre todo si el interés beneficiaba al bien común y al del municipio (de la ciudad). En el caso concreto de la deuda pública florentina, si la deuda la emitía el municipio, el tipo de interés lícito del 5% anual podía aumentar hasta tipos de usura del 10 y el 15%. ¿Cómo? El Municipio, «para no incurrir en la censura de la Iglesia recurrió al ingenioso sistema del “Monte del uno dos” y al “Monte del uno tres”: si alguien llevaba al Monte 100 liras, en los registros hacía constar 200 o 300» (Armando Sapori, "Case e botteghe a Firenze nel Trecento", 1939). La razón de todo esto no era ciertamente el bien común, sino la «la codicia de un holgado beneficio, que a muchos llevó de la mercancía a la usura» (Giovanni e Matteo Villani, "Cronica" VIII).
Las razones del bien común y del bien del municipio estuvieron tan entrelazadas y fueron tan centrales que justificaron prácticas comerciales que hoy nos cuesta incluso comprender. Una de ellas era la represalia mercantil. Cuando los comerciantes de una ciudad sufrían actos de violencia y daños en territorio extranjero, las costumbres mercantiles permitían la represalia, es decir actos de venganza por parte de los damnificados con respecto a cualquier comerciante de la ciudad donde se produjo el daño, con independencia de que los interesados hubieran participado directamente o no en el episodio en cuestión. El bien común del cuerpo mercantil prevalecía sobre el de los individuos que lo componían. Por otro lado, para que los forasteros pudieran comprar títulos de la deuda pública de Florencia, era necesario que se les concediera la ciudadanía, y en las actas de concesión de esta ciudadanía ex privilegio la retórica más usada era la de la amistad y el bien común: «Con el amigo fiel ningún negocio puede superar el valor de la amistad, que vale más que el oro y la plata» (Lorenzo Tanzini, "I forestieri e il debito pubblico").

Esta alianza entre la Iglesia y los comerciantes en nombre del bien común produjo una explosión de magnificencia. El dispositivo para santificar la riqueza se desplazó de la producción al consumo: lo verdaderamente importante ya no era, como antes, cómo se generaba la riqueza sino cómo se usaba. El rico comerciante era bendecido si gastaba una buena parte de sus bienes en la asistencia a los pobres, pero todavía más si engrandecía la magnificencia de la ciudad, sus edificios y sus iglesias. Florencia es una ciudad emblemática en todo esto, gracias, entre otras cosas, a la amistad especial entre San Antonino y la familia Medici: «Dos son las virtudes del dinero y de su uso: la liberalidad y la magnificencia» (Antonino, "Summa"). La relación entre la Iglesia florentina y sus grandes comerciantes constituyó un mutuo provecho perfecto: los comerciantes se liberaron de mil lazos teológicos sobre la usura y los beneficios, y construyeron iglesias magníficas por la enorme riqueza generada gracias a la liberación de los vínculos religiosos. Pero en esta fase de consolidación de una nueva ética económica, el elemento religioso seguía siendo central. Más que de laicidad habría que hablar de una nueva religiosidad. Los laicos y los comerciantes se adueñaron de algunas imágenes y códigos religiosos. No les bastaba la autonomía de la religión, querían que estuviera de su parte. No les bastaba ser ricos y buenos, querían ser también santos.

Ya hemos hablado de la difusión de la figura de María Magdalena, entendida como icono del buen uso público del dinero por parte de los ricos. Otro paradigma religioso mercantil que se afirmó entre el Medievo y la Modernidad fue el de los Reyes Magos. La orden de los dominicos contribuyó no poco a la difusión de su culto en Europa. En Florencia, ya a finales del siglo XIV, existía la prestigiosa “Compañía de los Magos” (o “de la Estrella”), una asociación de comerciantes de la que también eran socios muchos filósofos, humanistas, literatos, artistas y otros exponentes del mundo cultural florentino. Fue posiblemente la congregación laical más importante del siglo XV florentino, que vivió su edad de oro con San Antonino y los Medici (Monika Poettinger, "Mercanti e Magi"). Aquellos comerciantes ricos que, sin hacerse pobres, adoraron a Cristo con oro y regalos, se prestaban perfectamente a la nueva ética económica de los ricos de la ciudad. En muchas iglesias dominicas de estos siglos hay frescos que representan a los Magos, como el convento dominico de San Marcos en Florencia, sede de la Compañía de los Magos, donde acababa la espectacular procesión de los Magos el día de la Epifanía. Pero la “cabalgata de los Magos” era parte esencial también de otras importantes procesiones ciudadanas, como la que tuvo lugar en la fiesta de San Juan, presidida por San Antonino: «Tres magos con una caballería de más de 200 caballos adornados con gran magnificencia» (Matteo Palmieri, "La processione del 1454"). ¡Espectacular!

En 1420, Palla di Noferi Strozzi, el comerciante-banquero más rico de Florencia, encargó a Gentile di Fabriano un cuadro de los Magos en el que se viera, en primera fila del desfile, al mismo Palla y a su familia. Los Medici hicieron mucho por los dominicos en Florencia, como la carísima restructuración de la Badia Fiesolana y el convento de San Marcos, donde el Beato Angélico pintó una Adoración de los Magos en la capilla dedicada a Cosme. En otras ciudades renacentistas hay capillas parecidas dedicadas por los comerciantes a los Magos (por ejemplo, en Turín). El papel de la Compañía de la Estrella fue tan importante que se transformó, a pesar de la bendición de San Antonino, en una especie de nueva religión. Gentile de Becchi, escribiendo desde Roma a Lorenzo el Magnifico en 1467, le aseguraba que los cardenales del colegio papal concederían «por tu intercesión cien días de indulgencia» a aquellos que participaran en las reuniones de la Compañía de los Magos, durante las cuales se podría incluso recibir la eucaristía por dispensa papal (Rab Hatfield, "The Compagnia de’ Magi"). Marsilio Ficino ("De stella Magorum", 1482), Pico de la Mirandola y los neoplatónicos de Florencia hicieron el resto, transformando a los Magos en el icono de una religiosidad pagana, precristiana y esotérica sobre la cual fundar el Renacimiento de Europa. Fue el fin del Humanismo civil y el comienzo de la decadencia de Florencia y de las ciudades italianas.
Aquel pacto entre la Iglesia y los comerciantes fue el fruto maduro de la gran seducción de la magnificencia que el primer “capitalismo” ejerció sobre la Iglesia (San Antonino fue uno de los primeros teóricos del “capital”). A Lutero, en su Reforma, le llamó mucho la atención esta alianza entre la Iglesia y los comerciantes, que él consideró una desviación de la lógica evangélica. Pero fue precisamente el mundo surgido de la Reforma el que dio vida, siglos después, a un nuevo capitalismo de la riqueza que, una vez más, usaba símbolos y lenguajes de la religión cristiana. Pero ¿cómo consiguieron los “comerciantes” de Florencia ocupar el “templo”? Nosotros no contamos ya con las categorías necesarias para comprender el impacto que tuvieron en los ciudadanos de Florencia las inmensas riquezas y el lujo de los nuevos comerciantes. Los tejidos maravillosos, los colores brillantes, las procesiones admirables, los edificios e iglesias nunca vistos… Todo esto era fantástico, como sacado de un nuevo relato de las “mil y una noches” que seducía y “convertía”. Los comerciantes eran los nuevos héroes, los herederos, en versión mejorada, de los caballeros de la Edad Media, que encantaban a todos. Florencia era la nueva tierra prometida, que manaba leche y miel. Los comerciantes conquistaron el mundo y convirtieron la ética antigua, sobre todo con la belleza y el asombro. No lo hicieron con florines, sino con magnificencia. ¿Encontraremos una nueva belleza que nos salve de este capitalismo, donde demasiados Reyes Magos se han aliado con el rey Herodes para decirle dónde está el Niño, convirtiéndose así en cómplices de muchas matanzas de inocentes? Será, tal vez, una nueva belleza, ciertamente muy distinta, pero siempre espléndida.


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