La Feria y el Templo

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La feria y el templo/6 - La escasa valoración del trabajo y del mercado es fruto de la cultura arcaica y grecorromana y de ideas «teológicas» erróneas.

Luigino Bruni

Original publicado en Avvenire el 13/12/2020

El «ecónomo-traidor» se convirtió en el prototipo de aquellos que venden para ganar, del vil comercio, y María Magdalena. que aúna a tres mujeres distintas de los Evangelios, en símbolo del piadoso derroche para el culto y el bien común.

Para comprender la ética económica europea es necesario acudir a la figura de Judas, aunque esta asociación no resulte inmediata. Judas Iscariote, además de traidor y “cajero” de la comunidad de los doce, era un “pésimo comerciante”, debido a la ínfima cantidad de dinero, treinta denarios, que pidió a cambio de su traición. Tal cantidad resultaba irrisoria e infame, en comparación con otras cantidades de dinero pagadas en la Biblia (como, por ejemplo, por la tumba de Sara o por el campo de Jeremías en Anatot). En la Edad Media, Judas el ecónomo, Judas el traidor y Judas el mal comerciante se entremezclaron suscitando leyendas populares. En la “Navegación de san Brendan” (siglo X) se presentaba a Judas como un nuevo Edipo: el padre de Judas soñó que su hijo le mataría y lo abandonó en Jerusalén, donde entró en la corte de Herodes; allí se convirtió en ladrón, mató a su padre y se casó con su madre, antes de acabar en la comunidad de los apóstoles. 

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Tal y como muestra el historiador Giacomo Todeschini en su obra esencial “Come Giuda” (2011), la figura de Judas se convirtió en icono del hebreo medieval de las ciudades europeas, cuando la ambivalencia semántica Judas/judío terminó aplicando el pecado de Judas a todos los hebreos por el simple hecho de serlo (el antisemitismo europeo se extendió a la esfera económica y financiera). En el segundo milenio, para la piedad popular, para el arte y para gran parte de la teología, Judas puso también cara a todos los operadores económicos que trabajaban con ánimo de lucro. No solo a los usureros, sino a cualquier persona que actuara para obtener una ganancia. De este modo, los comerciantes, los artesanos y los trabajadores por cuenta ajena quedaron asociados al ecónomo de los doce, puesto que, al igual que él, vendían algo para obtener dinero.

Detrás de la escasa valoración ética y espiritual del trabajo en la Edad Media hay muchos factores, algunos heredados del mundo grecorromano (el trabajo manual era una actividad típica de los esclavos) y de las culturas arcaicas (quien toca la materia es impuro). Pero también tuvo importancia la sombra amenazadora de Judas que se extendió sobre todo trabajo tendente a ganar dinero: «En esta época [’500] por la península se extendió la estúpida opinión de que el trabajo, incluido el mercaderil, hacía perder la nobleza» (Amintore Fanfani, “Storia del lavoro in Italia”). La desconfianza abarcaba a los ecónomos de las comunidades y a los cillereros de los monasterios. De este modo, Judas se convirtió en una especie de “santo protector” a la inversa para aquellos que vendían algo a cambio de dinero, actividad que no difería mucho de la de las meretrices (de merere: ganar). En este contexto religioso nació la expresión “trabajo mercenario”, usada para cualquier trabajo asalariado o con compensación monetaria.
Esta sospecha ética atravesará toda la Edad Media y la Modernidad. En el influyente “Manual para confesores” del abad Gaume (la edición que poseo es la cuarta, Nápoles, 1852) se lee: «Si un comerciante viene a confesarse, preguntadle si ha engañado en el peso o en la medida, o si ha vendido por encima del precio mayor… Si es un sastre, preguntadle si ha alterado el precio de las telas… Un comerciante no puede exigir nada por encima de lo que ha gastado». Es interesante esta última recomendación, basada en la idea de que pedir un precio mayor al coste es un pecado, un robo. Supone afirmar que cualquier incremento en el precio de los bienes por parte de quien comercia con ellos es indebida, ya que el comercio no crea valor añadido y por tanto no justifica beneficio alguno. Esta idea extravagante llevó durante siglos a considerar a los comerciantes como usurpadores de la riqueza de sus clientes. Se trata de una idea “teológica” y no de la simple consecuencia de una teoría primitiva del valor (vinculada a la cosa en sí) o de una estructura económica estática que considera el comercio como un “juego de suma cero” (si el que vende gana +1, el que compra pierde -1).

Al mismo tiempo, se toleraba a los comerciantes y a los trabajadores “mercenarios” (con la grave excepción de los hebreos), aunque se les asimilara a Judas. Se les dejaba vivir y actuar en nombre de la misma tolerancia que tuvieron Jesús y los once con Judas, aun sabiendo que era un “ladrón”. Esta tolerancia inspiró también la “leyenda áurea” de Jacobo de Varazze, donde al Iscariote, que estaba en el infierno, con ocasión de algunas fiestas (Navidad, Todos los Santos…) se le condonaba y suspendía la pena. La interpretación teológica subyacente era la asociación entre la traición de Judas y el paradójico beneficio obtenido de su pecado: la salvación de la cruz. En el ciclo de Pietro Lorenzetti en la basílica inferior de San Francisco de Asís, Jesús es representado en el doble gesto de separarse de Judas y bendecir lo que está aconteciendo. El mismo beneficio paradójico de los trabajadores mercenarios. Esta lectura teológica se apoya también en el pasaje evangélico del administrador deshonesto elogiado por Jesús – que es también el único lugar donde aparece en los evangelios la palabra griega oikonomia (Lc 16,1-9). Jesús no elogia a Judas, pero es el único apóstol al que llama «amigo» en los evangelios: «Amigo, ¡a lo que estás aquí!» (Mt 26,50). También estas palabras únicas de la Biblia esconden algo importante.

La civilización medieval generó una idea negativa del trabajo remunerado y de la ganancia. Se despreciaban los servicios que algunos hombres prestaban a otros a cambio de dinero. No eran considerados como expresión de asistencia mutua ni de mutuo provecho, sino como una forma de servidumbre que, sin embargo, entonces no rebajaba al patrón sino al esclavo. ¿Cómo pudo este desprecio del trabajo producir el capitalismo en la modernidad? Un primer indicio lo encontramos en otra protagonista evangélica, aún más improbable, de la ética económica europea: María Magdalena. Su figura es muy amada por los evangelios, y central para los apócrifos gnósticos (Evangelio de María y Evangelio de Felipe). Pero la María Magdalena de la piedad popular y de las tradiciones cristianas medievales no es solo la María Magdalena de los evangelios. Es más bien una “construcción”, el resultado de una combinación de varias mujeres: la llamada propiamente María Magdalena, de la que Jesús «había expulsado siete demonios» (Mc 16,9), la María de Betania, hermana de Marta y de Lázaro, y la pecadora, presente en los cuatro evangelios, que entró en una casa de Betania donde estaba Jesús y le ungió la cabeza (o los pies) con perfume. En un momento determinado de la historia de la Iglesia, la Magdalena se convirtió en la fusión de estas tres mujeres – Gregorio Magno tuvo en esto un papel importante, Homilía 33, Roma, año 593.
Según la versión que da Juan del episodio de la pecadora, en la escena estaba presente Judas. Juan retoma el relato de los evangelios sinópticos (donde la pecadora de la casa de Betania es anónima: Mc 14,1-9), y transforma a esta mujer en María, la hermana de Lázaro: «María tomó trescientos gramos de perfume de nardo puro, muy costoso, ungió con ello los pies a Jesús … Judas Iscariote, uno de los discípulos, el que lo iba a entregar, dijo: ¿Por qué no han vendido ese perfume en trescientos denarios para repartirlos a los pobres?». Juan comenta: «Lo decía no porque le importaran los pobres, sino porque era ladrón; y, como llevaba la bolsa, sustraía de lo que ponían en ella» (Jn 12,3-6). Judas es traidor, ladrón y avaro. María es la buena mujer pródiga, que para honrar a Jesús derrocha una cantidad diez veces mayor a la que pedirá Judas.
Con el paso de los siglos, el contraste polar entre Judas y María, transformada en María Magdalena, será decisivo. Judas se convertirá en la imagen de aquellos que venden para ganar, en icono de todo comercio infame y del trabajo mercenario. La Magdalena, en cambio, será el símbolo del buen uso de la riqueza, del derroche piadoso, del dinero para el culto y por tanto para la iglesia y para el Bien común. El dinero ganado trabajando es el de Judas; el dinero invertido en el culto es piadoso y santo. La Magdalena se convertirá así en el anti Judas, también en la relación con el dinero. Como muestra Todeschini, con el paso de los siglos, la piedad popular y el gran arte representarán cada vez más a la Magdalena como una mujer rica, lujosa y noble, una pecadora santa porque decidió usar su anterior riqueza para un fin santo. El dinero de la antigua meretriz se convertirá en santo, y el dinero del trabajador en una forma de meretricio.

Así llegamos al centro de esta historia. La riqueza mala se vuelve buena cuando es usada para el culto y para las obras eclesiásticas y públicas. Nace la economía de la magnificencia. El dinero ganado para vivir y para mantener a la familia es como el de Judas. En cambio, el dinero gastado para el culto público es como el de la Magdalena. Poco importa si ese dinero procede de la deuda: «Todas las felicidades concurren juntas a la felicidad de un hombre que, no teniendo nada propio, sabe vivir con lo ajeno» ("Il Debitor felice", Nuzio Petroni da Trevi, finales del siglo XVI). De forma parecida, Francesco Berni afirma: «Haced, pariente mío, préstamos, tomad a crédito, a interés, y dejad que otros se preocupen: porque uno urde la tela y otro la teje» ("In lode del debito", 1548). Estas historias teológicas también están detrás de las actuales tensiones entre los países del Norte y los del Sur de Europa acerca de la deuda. La riqueza privada y el beneficio pueden transformarse en riqueza buena y civil si se abandona la economía de Judas y se elige la economía de la Magdalena. Esta visión también está presente en la fundación de los Montes de Piedad. Decía Bernardino de Feltre: «Tú piensas que el Monte solo es útil para los pobres. Yo, en cambio, que los pobres lo necesitan para sus necesidades materiales tanto como los ricos para su alma» (Sermones II).

Un último paso. Los grandes comerciantes, los banqueros y, por tanto, los grandes actores de la economía y de las finanzas no incurrían en la condena de Judas, porque ganaban bastante riqueza como para donar una parte al culto, a la iglesia y al Bien común, en vida o al menos después de muertos. Judas se fue convirtiendo cada vez más en la imagen del pequeño comerciante, del artesano, del pequeño empresario. La pésima reputación con la que el concepto de “beneficio” ha llegado hasta nuestros días no se debe a los grandes operadores económicos. El lucro considerado infame fue el de la pequeña ganancia de nuestros conciudadanos. Muchos siglos después llegó el capitalismo con su nueva ética protestante del trabajo-vocación. Pero ¿estamos seguros de que el antiguo estigma de la ganancia “normal” ha desaparecido? Tal vez no sea casual que cuando Adam Smith quiso poner cara a aquellos que no actuaban en los negocios por “benevolencia” eligiera «al carnicero, al cervecero y al panadero» (1776) y no a los administradores de la Compañía de las Indias ni a los grandes banqueros ingleses y holandeses. En esta economía, “lo pequeño es feo”. Ayer igual que hoy, cuando el enemigo del bien común no es la gran multinacional sino el comerciante del barrio, y se confía la “salvación” a una “lotería de recibos” que transforme, a su pesar, los vicios privados en virtudes públicas. La imagen de Judas no fue la del gran capitalista sino la del trabajador-empresario de la puerta de al lado. ¿Hasta cuándo?

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Luigino Bruni

Original publicado en Avvenire el 13/12/2020

El «ecónomo-traidor» se convirtió en el prototipo de aquellos que venden para ganar, del vil comercio, y María Magdalena. que aúna a tres mujeres distintas de los Evangelios, en símbolo del piadoso derroche para el culto y el bien común.

Para comprender la ética económica europea es necesario acudir a la figura de Judas, aunque esta asociación no resulte inmediata. Judas Iscariote, además de traidor y “cajero” de la comunidad de los doce, era un “pésimo comerciante”, debido a la ínfima cantidad de dinero, treinta denarios, que pidió a cambio de su traición. Tal cantidad resultaba irrisoria e infame, en comparación con otras cantidades de dinero pagadas en la Biblia (como, por ejemplo, por la tumba de Sara o por el campo de Jeremías en Anatot). En la Edad Media, Judas el ecónomo, Judas el traidor y Judas el mal comerciante se entremezclaron suscitando leyendas populares. En la “Navegación de san Brendan” (siglo X) se presentaba a Judas como un nuevo Edipo: el padre de Judas soñó que su hijo le mataría y lo abandonó en Jerusalén, donde entró en la corte de Herodes; allí se convirtió en ladrón, mató a su padre y se casó con su madre, antes de acabar en la comunidad de los apóstoles. 

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Entre Judas y la Magdalena nació la economía europea

Entre Judas y la Magdalena nació la economía europea

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La feria y el templo/5 - Los hermanos, al no usar dinero, se convirtieron en maestros de otra economía, porque además de las monedas de Judas están las del Buen Samaritano.

Luigino Bruni

Original publicado en Avvenire el 06/12/2020

El rechazo de los primeros seguidores del santo de Asís a cualquier riqueza produjo innovaciones económicas fundamentales y ha mantenido viva una profecía que aún es capaz de futuro.

La altísima pobreza de Francisco fue algo único en la historia: un amor loco, absoluto, totalmente imprudente, contrario al sentido común. Sin embargo, su rechazo radical del dinero y de la riqueza generó la comprensión más profunda sobre la naturaleza de la economía. El dinero está presente en el comienzo de la vocación de Francisco. Cuando realiza su última venta «aparejado el caballo, monta sobre él y, cargados los paños de escarlata para la venta, camina ligero hacia la ciudad de Foligno. Vende allí, como siempre, todo el género que lleva y, afortunado comerciante, deja el caballo que había montado a cambio de su valor. De vuelta, liberado de todo peso, delibera religiosamente qué hacer con el dinero» (Celano, “Vida Primera, Cap IV). Libre de todo peso: Francisco vive la venta de todos sus bienes como una liberación de todo peso. Felix mercator: Francisco se libera de poco porque lo quiere todo. Nunca se ha visto un tipo de interés más alto. Cuando el sacerdote de San Damián rechaza su dinero, Francisco, «auténtico despreciador del vil metal, lo arroja a una ventana». 

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En la Regla de 1221, Francisco aclara en qué sentido es un «auténtico despreciador del vil metal». En ella – como explica Paolo Evangelisti (a quien doy las gracias) en su obra fundamental “El dinero franciscano entre norma e interpretación” – ocupa un lugar central la relación de los frailes con el dinero: «Ninguno de los hermanos en modo alguno tome ni reciba ni haga que se reciba pecunia o dinero … porque no debemos estimar y reputar de mayor utilidad la pecunia y el dinero que los guijarros» (Regla no bulada, Cap. VIII). Pecunia o dinero, es decir monedas o cualquier bien con valor de intercambio.

Los frailes pronto comenzaron a ser conocidos como hombres «ajenos al dinero». Los franciscanos no solo tenían prohibido recibir monedas. Ni siquiera podían tocarlas con las manos, ni con un trozo de madera, ni llevarlas en la alforja o en la capucha. Era como si la moneda fuese impura. El rechazo era radical, total, absoluto. Los primeros comentaristas franciscanos de la regla de Francisco (Hugo de Digne, Buenaventura, Olivi...) insistían mucho en la prohibición de recibir y manejar dinero, porque la consideraban un elemento fundamental de la identidad franciscana, un atributo esencial de la naturaleza de su carisma. En las primeras generaciones de franciscanos, la ajenidad con respecto al dinero y a la pecunia fue total, radical, incondicional: del mismo modo que Francisco interpretó el evangelio sine glossa (a la letra), aquellos franciscanos intentaron interpretar a Francisco sine glossa. Y de este modo lo salvaron.

Y así, mientras el dinero invadía las ciudades europeas, los laicos franciscanos manejaban monedas todos los días, los monasterios seguían aumentando sus propiedades y las iglesias y las catedrales resplandecía por su magnificencia, los franciscanos siguieron aferrados con todas sus fuerzas a la altísima pobreza e hicieron de ella su primer prestigio. La credibilidad pauperista, entendida como separación del dinero, se convirtió en el gran objetivo del movimiento franciscano. Había que sacrificarlo todo para conservarla, porque estaba claro que la profecía franciscana se desvanecería si se desvanecía la altísima pobreza traducida como vida no monetaria. Empezando por el hábito, al que Francisco dedicó en la Regla una atención concreta (de «precio y color viles»). El hábito no hace al monje, pero el hábito sí hace al fraile: «Todos los hermanos vístanse de ropas viles y puedan reforzarlas de sayal y otros retazos» (cap. II). Los conventos no debían poseer nada. En sus iglesias, sobrias en arquitectura, decoración y campanarios sin torre, no debía haber ningún objeto donde recoger monedas. Podría decirse que había una obsesión con el dinero, que incluía el trabajo de los frailes.

Leemos en la Regla: «Y los hermanos que saben trabajar, trabajen y ejerzan el mismo oficio que conocen … Y por el trabajo podrán recibir todas las cosas necesarias, excepto dinero» (VII). ¿Por qué? ¿Cuál es la razón de este distanciamiento absoluto de la moneda? No es fácil responder, porque en el corazón de los grandes carismas hay un velo que hace imperfecta la visión de su intimidad más secreta. Pero algo se puede intuir, sobre todo explorando la tradición de los primeros siglos del franciscanismo. Fray Bartolo de Sassoferrato, por ejemplo, proporciona algunos elementos. La afirmación de que el hermano que trabaja tiene derecho a una recompensa pero no en moneda, excluye también la posibilidad de estipular un contrato para establecer el importe de la recompensa: «Siempre que no estipulen un contrato o un acuerdo que tenga como objeto una paga» (citado en Evangelisti, p.258). Esta segunda prohibición puede parecernos extravagante, si la vemos con nuestros ojos. Pero podemos aventurar una hipótesis. Establecer una compensación por el trabajo antes de realizarlo podía llevar al hermano a hacer del dinero la razón de su trabajo. La recompensa podía convertirse en la motivación de la obra. Quizá fuera esta la primera raíz de la distinción entre incentivo y premio: la recompensa (no monetaria) solo podía aceptarse si era un premio, no un incentivo. El premio era la recompensa por un comportamiento virtuoso que, en todo caso, incluso sin premio, sería realizado. En cambio, el incentivo era la razón sin la cual no se realizaría determinada acción. Así pues, el premio era visto como un encuentro de reciprocidad y de libertad, que exigía en quien actuaba un componente esencial de gratuidad. Tan es así que la recompensa, para los franciscanos, no debía ser cierta, y al hermano que no recibía recompensa alguna por su trabajo se le recomendaba recurrir a la limosna.
Esto nos permite entender una dimensión esencial de nuestro trabajo, totalmente olvidada. Los antiguos franciscanos, al afirmar que la motivación del trabajo no debía ser la recompensa, nos dicen hoy que nuestro salario tampoco puede ser la única ni tal vez la primera motivación de nuestro trabajo. Y cuando lo es, el trabajo pierde libertad.

Otra clave para entrar en la paradoja monetaria franciscana nos la proporciona fray Ángel Clareno, otro gran maestro franciscano: «Yo llamo comunión a la vida perfectísima ajena cualquier posesión personal». Los bienes humanos, según este hermano, como las riquezas de los ángeles «no son un bien delimitado, no son un bien que haya que dividir y repartir entre muchos» (citado en Evangelisti, pp. 226-7). Aquí encontramos otra innovación teórica muy importante, tal vez la primera definición de los bienes que la teoría económica (Paul Samuelson) llama “bienes públicos” y que son una especie de bienes comunes. La primera característica de los bienes públicos es la indivisibilidad porque, como ocurre con la seguridad nacional o con la atmósfera (bienes públicos típicos), no es posible dividir el bien y asignárselo a los distintos consumidores, ya que todos “usan” el mismo bien público entero: «Por eso estos bienes, permaneciendo íntegros para cada individuo, enriquecen igualmente a todos, de manera que no dan motivos para la apropiación individual, sujeta a controversias o litigios» (Clareno).

Así llegamos al centro de nuestro planteamiento. La revolución franciscana consistía en tratar a los bienes como bienes públicos y comunes: todo bien es común, y por tanto bien indivisible y no susceptible de apropiación por el individuo. El bien es tan público que pertenece a todos y no solo a la comunidad franciscana. Resuena aquí la fraternidad cósmica del Cántico del hermano sol, expresada también en otros pasajes de la Regla y de las Constituciones: «Guárdense los hermanos, dondequiera que estén, en eremitorios o en otros lugares, de apropiarse ningún lugar ni de defenderlo contra nadie» (Regola, VII). La prohibición absoluta de manejar dinero y de ser propietarios de algo (sine proprio) era la vía maestra para conservar esta dimensión “pública” esencial de todos los bienes. Es la apoteosis de la gratuidad: renunciar a una capacidad y libertad humana (usar dinero), que forma parte del repertorio de todo ser humano adulto, para hacerse garantes y guardianes de un valor común. Francisco es el centinela de la vocación común y no apropiable de los bienes de la tierra: «Ansían no poseer nada, no tener nada propio, sino poseer, juntos, todo» (Clareno).
Es más. Los franciscanos de la primera y segunda hora, renunciando al precio descubrieron el valor de las cosas. Se hicieron expertos en valoraciones económicas, tasaciones y mercados. Fueron consejeros de los políticos en relación con la deuda pública, y teóricos de la moneda. Los franciscanos de los siglos XI y XII escribieron como pocos sobre economía e incluso sobre finanzas. Aquel “cercado” les hizo ver el infinito. Esta dimensión absoluta de la gratuidad – “la fuente no es para mí” – fue precisamente la que convirtió a los franciscanos en grandes expertos y conocedores de la moneda y de la economía teórica y práctica. Al no ser sus utilizadores, se convirtieron en maestros del dinero: he aquí la gran generatividad de la verdadera castidad. Y con el paso de los siglos, observando a los verdaderos comerciantes, comprendieron que el único dinero no es el de Judas, ya que en el Evangelio están también los dos denarios del buen samaritano, que manejaba dinero y por eso pudo ponerlo al servicio de la fraternidad. Al no usar dinero comprendieron el dinero, al renunciar radicalmente a la riqueza comprendieron la riqueza, al ser comerciantes por el reino de los cielos comprendieron a los comerciantes de los reinos de la tierra – y algunos de estos comerciantes entendieron y siguen entendiendo a Francisco.

Los cientos de Montes de Piedad que los franciscanos menores fundaron (sin ser sus propietarios) a partir de la segunda mitad del siglo XV no habrían nacido sin esa fidelidad total al no uso del dinero. Aquellos bancos distintos fueron el fruto maduro de una antigua castidad, de una enorme competencia florecida a partir de la prohibición no negociable de manejar la moneda: al no poder manejarla para ellos mismos la manejaron para los pobres, usaron su competencia solo para el Bien común. En el himno en verso compuesto con ocasión de la muerte del franciscano Marco de Montegallo leemos: «Gracias a ti brillan los Montes en las ilustres ciudades de Italia. Fundaste los Montes de Piedad para aliviar a los pobres» (Vicenza, 1496).

Si en 2020, ochocientos años después de la Regla no bulada, miles de jóvenes economistas se han reunido en Asís alrededor de Francisco y han podido repetir que “todos los bienes son bienes comunes”, es porque durante siglos los franciscanos han hecho lo posible y lo imposible para salvar su altísima pobreza, para no perder su tesoro más grande: la credibilidad pauperista. Han sufrido condenas eclesiásticas, han conocido herejías, mil fracasos y acusaciones de ingenuidad, pero sobre todo han mantenido fidelidad al dato más paradójico de su carisma. Y de este modo se han salvado a sí mismos y a muchos otros. Lo que hace que las profecías sigan vivas y sean duraderas es la resiliencia ante las sabias recomendaciones de la prudencia. Los carismas solo los salvan quienes los viven sine glossa, quienes conservan las preguntas evitando que sean absorbidas por las óptimas razones del sentido común.

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La feria y el templo/5 - Los hermanos, al no usar dinero, se convirtieron en maestros de otra economía, porque además de las monedas de Judas están las del Buen Samaritano.

Luigino Bruni

Original publicado en Avvenire el 06/12/2020

El rechazo de los primeros seguidores del santo de Asís a cualquier riqueza produjo innovaciones económicas fundamentales y ha mantenido viva una profecía que aún es capaz de futuro.

La altísima pobreza de Francisco fue algo único en la historia: un amor loco, absoluto, totalmente imprudente, contrario al sentido común. Sin embargo, su rechazo radical del dinero y de la riqueza generó la comprensión más profunda sobre la naturaleza de la economía. El dinero está presente en el comienzo de la vocación de Francisco. Cuando realiza su última venta «aparejado el caballo, monta sobre él y, cargados los paños de escarlata para la venta, camina ligero hacia la ciudad de Foligno. Vende allí, como siempre, todo el género que lleva y, afortunado comerciante, deja el caballo que había montado a cambio de su valor. De vuelta, liberado de todo peso, delibera religiosamente qué hacer con el dinero» (Celano, “Vida Primera, Cap IV). Libre de todo peso: Francisco vive la venta de todos sus bienes como una liberación de todo peso. Felix mercator: Francisco se libera de poco porque lo quiere todo. Nunca se ha visto un tipo de interés más alto. Cuando el sacerdote de San Damián rechaza su dinero, Francisco, «auténtico despreciador del vil metal, lo arroja a una ventana». 

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Y la libre pobreza franciscana dio verdadero valor al dinero

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La feria y el templo/4 - En el humanismo bíblico encontramos el «shabbat», si bien todos los días son de Dios; después vino el «tiempo mixto», y hoy...

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 29/11/2020.

«El tiempo es un niño que juega. El reino es de un niño».

Heráclito, Fragmentos.

Cuando el Purgatorio entró en la narrativa religiosa, comenzamos a vender y a comprar tiempo, Con él entró el mercadeo sobre el tiempo de los muertos y por consiguiente también de los vivos. Los efectos de la destrucción del tiempo se ven bien en la cuestión ambiental, donde una economía completamente conjugada en presente destruye el futuro.

El tiempo es de Dios. Así pues, el usurero, que vende tiempo, se lucra con un bien que no le pertenece. Este era uno de los argumentos más antiguos en contra del préstamo con interés. Pero tras esta naturaleza divina del tiempo se esconde algo muy importante para comprender el nacimiento del capitalismo: «El usurero actúa contra la ley natural universal porque vende tiempo, que es común a todas las criaturas. Puesto que el usurero vende lo que pertenece necesariamente a todas las criaturas, perjudica a todas las criaturas en general, incluso a las piedras, de donde se deriva que, si los hombres callaran delante de los usureros, las piedras gritarían». Guillermo de Auxerre (1160-1229) añade en su "Summa aurea" esta importante dimensión, expresión del humanismo bíblico. El tiempo es de Dios y por consiguiente es «común a todas las criaturas». El tiempo es un bien común, y como tal no puede ser objeto de comercio con ánimo de lucro. Eso supondría la apropiación privada de un bien común. El tiempo, pues, no es solo un bien divino, sino también un bien común global y cósmico («las piedras»). 

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La humanidad bíblica aprendió la naturaleza del tiempo sobre todo durante el exilio babilónico. Allí maduró el shabbat, un día con un tiempo cualitativamente distinto que, con su sola presencia, impedía apropiarse de todo el tiempo. Si existe un día de la semana que no está a disposición del hombre, sino fuera de su dominio e imperio, eso implica que existe un crisma de gratuidad que sitúa a todo el tiempo fuera del registro adquisitivo y comercial. Por eso, durante ese mismo exilio, maduró también en Israel la prohibición de prestar con interés. El tiempo bíblico es un don y toda la tierra es tierra prometida pero no alcanzada. Tal vez la herencia bíblica más importante sea una relación no predatoria con el tiempo y con la tierra. Además, el tiempo bíblico lleva inscrita la marca del pecado. La salida del tiempo cíclico del Edén y la entrada en el tiempo histórico es hija de un desorden en la relación entre los humanos, entre los humanos y la creación (la serpiente) y entre la creación y Dios. El tiempo de los hombres nació herido, aunque esa herida haya generado la bendición de la Alianza y otra salvación. El humanismo bíblico también inventó el tiempo histórico y lineal, en el que la historia tiende hacia un fin, tiene un comienzo y mira hacia delante. En resumidas cuentas, la Biblia inventó el futuro y por tanto el pasado. Su tiempo no es cíclico, mítico, circular. La Alianza y la espera del Mesías dieron una dirección al tiempo, pusieron una flecha, un sentido, en la punta de la línea del tiempo. El cristianismo, después, con la encarnación y la resurrección, fortaleció y radicalizó esta naturaleza lineal del tiempo.

Pero entre el tiempo lineal y el tiempo como bien común existe una tensión necesaria. Mientras el mundo permaneció estático y muy lento, la Iglesia fue capaz de mantenerlos juntos. Lo hizo con distintos instrumentos. En primer lugar, en los monasterios, con la organización de la liturgia. El tiempo litúrgico es un mecanismo que atrapa el curso lineal del tiempo dentro de un ritmo circular, donde el tiempo ritual supera al tiempo histórico. El tiempo-cantidad transcurre y pasa, pero el tiempo-calidad, marcado por la liturgia, otorga al tiempo humano un timbre divino y por tanto eterno. Los monasterios encantaban a las personas porque prometían una vida eterna, la victoria sobre la muerte. En la vida de los laicos, por su parte, los calendarios, las fiestas, las campanas, el ritmo de la vida y de las estaciones y los tiempos cíclicos del año litúrgico intentaban curvar el tiempo lineal para contenerlo dentro del ciclo constante y perenne de la religión. El espacio estaba marcado por imágenes y signos sagrados, hornacinas y tabernáculos, y las distancias se medían en “avemarías”. De este modo, el tiempo pasaba, pero a un nivel profundo seguía siendo el mismo. Era como si el tiempo tuviera dos niveles: uno más superficial que transcurría linealmente y otro más profundo que permanecía inmutable porque era divino. En este humanismo no se daban las precondiciones culturales y concretas para legitimar el préstamo a interés. Y quien pedía compensación por un tiempo que no cambiaba en profundidad, realizaba un acto contra natura – contra la naturaleza del tiempo.

¿Cuándo entró todo esto en crisis? Cuando empezó a cambiar el mundo. Pensemos en el arte, y en los primeros intentos de introducir, ya con Giotto, la profundidad y el espacio real dentro de los frescos, que produjeron la perspectiva, gracias a la cual el tiempo y el movimiento entraron en la pintura. La época de Guillermo de Auxerre fue también la de Joaquín de Fiore y su teología de la próxima llegada de la «era del Espíritu», que vendría después de la del Padre (Antiguo Testamento) y la del Hijo (Nuevo Testamento). Su visión del tiempo era cualitativa, guiada por un mecanismo dinámico. El final de la vida de Joaquín (1202) se entrecruza con el comienzo de la de Francisco. Los franciscanos salieron de los muros de los monasterios para hacerse nómadas y mendigos por las calles. En esos mismos años volvieron a realizarse peregrinaciones. Y con el movimiento comenzó a cambiar el sentido del tiempo.

Otros grandes caminantes y cruzadores de espacios fueron los comerciantes: «Todos los humanos deben aspirar a la adquisición de las Virtudes, que dan a luz la Gloria; y entre los muchos caminos que a ella conducen, tres especialmente son los más comunes. Uno es el de las armas, otro es el de las letras, y el tercero es el de los negocios. El primero es peligroso, el segundo tranquilo y el tercero difícil» (Giovanni Domenico Peri, "lI negoziante", 1672). La aparición de los comerciantes fue decisiva para la revolución en cuanto a la concepción del tiempo. El comerciante atravesaba ciudades y regiones, organizaba operaciones complejas, creaba una relación nueva con el tiempo. Vivía del tiempo: tenía que prever las oscilaciones de los mercados, la inflación, las guerras y las carestías. Tenía que especular (palabra que deriva de specula, specere: mirar lejos) con los diferenciales de las cotizaciones de las monedas, que en aquel tiempo eran muchas, incluida la “moneda imaginaria”, presente en los mercados europeos entre Carlo Magno y la revolución francesa. El comerciante inventó contratos nuevos (letras de cambio, encomiendas), creó las primeras formas de seguro, aprendió a convivir con el riesgo. También el campesino dependía del tiempo y del riesgo, pero el tiempo de la campiña y de las estaciones era un tiempo “padecido”, imposible de gestionar, libre y señor. El comerciante, no: él anticipaba el tiempo, lo controlaba, lo sometía, lo convertía en el primer elemento de su negocio. Se hizo experto en el tiempo. En su oficio, el presente se convertía en futuro (pagaré) y el futuro en presente (descuento). Para el campesino, el tiempo era un vínculo, para el comerciante, la primera oportunidad. El campesino seguirá midiendo las distancias en “avemarías”, mientras que el comerciante lo hará con mapas y astrolabios. El campesino vivía en un lugar, el comerciante habitaba el espacio.

Así pues, el comerciante comerciaba con el tiempo, y de este modo el tiempo económico empezó a dejar de ser el tiempo de la Iglesia. Pero fue la propia Iglesia quien hizo lícito, o al menos posible, el comercio del tiempo. Lo hizo con la creación del Purgatorio. Efectivamente, en este mismo periodo explotó en Europa la realidad del Purgatorio (ya presente en los primeros siglos cristianos), que desempeñó un papel central en el cambio de la noción del tiempo (Jacques Le Goff). Con el Purgatorio, la estructura binaria que había dominado el primer milenio – infierno/paraíso, ciudad de Dios/ciudad del hombre, virtud/vicio… – se hizo ternaria. Antes de que el tiempo comenzara a ser vendido por los comerciantes y los banqueros con la legitimación del tipo de interés, el tiempo fue objeto de venta con el Purgatorio. Visto desde este punto de vista, el Purgatorio no era sino la posibilidad de comprar tiempo en la tierra en favor de los muertos. Rezar y pagar indulgencias por los difuntos significaba hacer del tiempo un objeto de intercambio. En una visión binaria y polar paraíso/infierno, el tiempo no podía estar en venta, porque no había forma de influir en el cielo desde la tierra. Con la introducción de la “tercera vía” del Purgatorio, los actos realizados en la tierra modificaban el tiempo de los difuntos. Si se podía mercadear con el tiempo de los muertos, también podría hacerse con el de los vivos.

El paso de un mundo “a dos” a un mundo “a tres” desarrolló, dentro del mismo cristianismo, el espacio de la imperfección, de las realidades intermedias, de la tierra media, de los compromisos, de las condonaciones, del color naranja en los semáforos, y de las mediaciones entre prohibición y licitud, entre tiempo divino y tiempo mercantil. Comenzaron o aumentaron mucho las casuísticas, las distinciones, las diferencias: entre daño emergente y lucro cesante, entre interés-beneficio e interés-renta. El tiempo salió del dominio exclusivo de Dios y de la religión. Primero se convirtió en un dominio compartido y codiciado entre Dios y el hombre. La antigua naturaleza divina y de bien común del tiempo no desapareció, se hizo parcial, pero siguió viva y operante, y permitió durante muchos siglos la distinción entre uso lícito e ilícito del tiempo, entre intereses buenos y usureros, entre comerciantes virtuosos y deshonestos, entre empresarios y especuladores. El comerciante había aferrado algunos hilos de la cuerda del tiempo, pero en el otro cabo seguía firme la mano de Dios y por tanto la de la comunidad. El tiempo de propiedad mixta permitió el desarrollo de la economía europea y, al mismo tiempo, la mantuvo anclada a las comunidades.

Con este “tiempo mixto” llegamos a las puertas de la modernidad, cuando el tiempo se convirtió en un asunto solo humano, y por tanto única y exclusivamente mercancía. Al perder su vínculo con la divinidad, el tiempo perdió también la naturaleza de bien común. Y al eliminar el tiempo como bien común, también se perdió el sentido del Bien Común. Pero, aunque nosotros lo tratemos como mercancía privada, el tiempo sigue siendo un bien común. Y por tanto está sujeto a la “tragedia de los bienes comunes”: si lo usamos con una lógica privada, lo destruimos, sin darnos cuenta. Podemos ver la destrucción del tiempo en el medio ambiente, donde una economía totalmente conjugada en presente destruye el futuro. Un tiempo que no era enteramente mercancía y seguía siendo bien común unía a las generaciones, daba a los hijos tiempo para ser mejores que los padres y las madres. Debemos reinventar inmediatamente y juntos una relación no predatoria con el tiempo y el espacio. Los jóvenes deben ayudarnos. Sin ellos no lo conseguiremos, porque nuestra generación ha desaprendido la buena relación con el tiempo y con la tierra. Podemos pedírselo a los jóvenes. Debemos pedírselo a los niños.

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Luigino Bruni

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«El tiempo es un niño que juega. El reino es de un niño».

Heráclito, Fragmentos.

Cuando el Purgatorio entró en la narrativa religiosa, comenzamos a vender y a comprar tiempo, Con él entró el mercadeo sobre el tiempo de los muertos y por consiguiente también de los vivos. Los efectos de la destrucción del tiempo se ven bien en la cuestión ambiental, donde una economía completamente conjugada en presente destruye el futuro.

El tiempo es de Dios. Así pues, el usurero, que vende tiempo, se lucra con un bien que no le pertenece. Este era uno de los argumentos más antiguos en contra del préstamo con interés. Pero tras esta naturaleza divina del tiempo se esconde algo muy importante para comprender el nacimiento del capitalismo: «El usurero actúa contra la ley natural universal porque vende tiempo, que es común a todas las criaturas. Puesto que el usurero vende lo que pertenece necesariamente a todas las criaturas, perjudica a todas las criaturas en general, incluso a las piedras, de donde se deriva que, si los hombres callaran delante de los usureros, las piedras gritarían». Guillermo de Auxerre (1160-1229) añade en su "Summa aurea" esta importante dimensión, expresión del humanismo bíblico. El tiempo es de Dios y por consiguiente es «común a todas las criaturas». El tiempo es un bien común, y como tal no puede ser objeto de comercio con ánimo de lucro. Eso supondría la apropiación privada de un bien común. El tiempo, pues, no es solo un bien divino, sino también un bien común global y cósmico («las piedras»). 

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El tiempo es un bien común, pero lo hemos olvidado

El tiempo es un bien común, pero lo hemos olvidado

La feria y el templo/4 - En el humanismo bíblico encontramos el «shabbat», si bien todos los días son de Dios; después vino el «tiempo mixto», y hoy... Luigino Bruni Original italiano publicado en Avvenire el 29/11/2020. «El tiempo es un niño que juega. El reino es de un niño». Heráclito, Fragme...
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La feria y el templo/3 - El gran debate teológico sobre la naturaleza de los intereses y el discernimiento crucial de los franciscanos.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 22/11/2020.

La historia no es ficción, la Providencia habla en los acontecimientos concretos, y el Espíritu sopla también dentro de un contrato.

Hubo un tiempo en Europa en que los papas emitían bulas para resolver controversias acerca de los bancos y los intereses. Un tiempo en el que tanto “la economía de la salvación” como “la salvación de la economía” estaban en el centro del compromiso de los cristianos, la inteligencia de los teólogos y la observación de la opinión pública. Un tiempo en el que se debatía sobre la legitimidad de la usura con la misma dignidad teológica y humana con que se debatía sobre la eucaristía, porque la Iglesia y la gente sabían bien que también se podía vivir y morir por falta de crédito o por exceso de préstamos malos. 

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Fueron debates tan acalorados que el Papa tuvo que emitir una bula para cerrar (sin conseguirlo del todo) una larga controversia sobre los Montes de Piedad. La disputa se refería, sobre todo, a que estos bancos pedían intereses por los préstamos, cosa que sus adversarios consideraban usura. León X, aun reconociendo como posibles las razones de los opositores, definió que era legítimo el pago de un interés sobre el préstamo «siempre que fuera destinado exclusivamente a los gastos de los empleados y a otras cosas relativas al mantenimiento de la organización; siempre que no se obtuviera beneficio alguno» (Inter Multiplices, 1515). La bula afirmaba que los Montes no incurrían en pecado de usura («pecunias licite mutuant») y no eran instituciones usureras por el mero hecho de exigir el pago de un interés (generalmente en torno al 5% anual). La misma bula afirmaba la definición de usura: «Porque este es el verdadero significado de la usura: cuando una cosa produce ganancia por el mero uso de la cosa misma ("ex usu rei"), sin trabajo alguno, gasto alguno o riesgo alguno». Trabajo alguno ... riesgo alguno. 

El préstamo a interés de los Montes de Piedad no fue considerado usura siempre que el interés no fuera expresión de un ánimo de lucro, sino legítimo reembolso de los gastos de funcionamiento del banco. Para enfatizarlo, en la última sección de la bula, León X no olvidó especificar que lo ideal sería que los pobres no pagaran intereses (al menos en parte) si pudieran cubrirse los gastos de gestión con fondos públicos o filantrópicos, de tal modo que no recayeran «enteramente sobre los pobres». Así pues, en el centro de la polémica estaba la finalidad de los intereses, el “espíritu” con el que se añadía esa pequeña cantidad al capital. Este espíritu no debía ser el lucro, sino la cobertura de los costes.

Pero este “espíritu” era precisamente lo que cuestionaban los opositores de los franciscanos menores. Uno de ellos, el monje Nicolò Bariani, de Piacenza, publicó en 1494 un libro que suscitó mucho revuelo: De Montis Impietatis. Bariani era agustino, y por tanto estaba formado en la visión bíblica y patrística sobre el dinero y el interés. Para él, la devolución de cualquier cantidad de dinero que excediera el capital prestado era usura, y por consiguiente ilícita, aunque se tratara de los Montes de Piedad. Los franciscanos, en cambio, hacían una distinción. ¿Cómo la hacían? ¿En base a qué “teoría” podían distinguir un florín usurero de otro legítimo?

Lo cierto es que el debate entre teólogos sobre economía y usura era muy apasionado, controvertido, duro y áspero desde el siglo XIII. Pero sobre todo era genial. Aun hoy, muchos siglos después, nos deja estupefactos por su inteligencia y su riqueza. Los franciscanos, antes que teólogos, eran observadores atentos de la realidad, sobre todo en las nuevas ciudades italianas y europeas. Estaban menos interesados en las disputas abstractas y deductivas (incluidas las aristotélicas) que en la comprensión de los comportamientos efectivos de las personas. Por eso, observaban las prácticas de los comerciantes, conocían los cambios económicos y civiles que se producían en un tiempo muy dinámico. Y realizaban una operación esencial en cada intento de comprender la realidad compleja: el discernimiento. Distinguían, separaban y ordenaban fenómenos que podían parecerse en algunas cosas pero eran muy distintos en otras, para conocer qué cosas y qué dimensiones eran verdaderamente decisivas en un determinado tiempo y lugar. En aquellos laboratorios que fueron las ciudades mercantiles de los siglos XIII-XV comprendieron, por ejemplo, que el comerciante que incluía en el precio de un bien un valor añadido para compensar el riesgo de empresas muy inciertas por mar o tierra, o el cambista de Génova o Venecia que debía tener en cuenta las oscilaciones de las monedas y las inflaciones, tenían oficios distintos al del prestamista profesional de dinero a usura que permanecía tranquilo al abrigo de su banco (como afirmaba Alejandro de Alejandría, Tractatus de usuris, a comienzos del siglo XIV). Todos ellos pagaban o pedían intereses por el dinero, es cierto, y este elemento común les bastaba a muchos monjes predicadores para condenar a todos como usureros. Pero los franciscanos decían que las tres situaciones eran muy distintas en la sustancia, aunque se parecieran en la forma. Y esto saca a colación el gran tema de la diferencia entre beneficio y renta.

Pero antes que nada debemos tomar en serio una extraña amistad medieval entre los franciscanos y los comerciantes. Francisco comenzó su historia en Asís, distinguiéndose y rechazando la economía de su padre Bernardone, un comerciante. Poco después, los franciscanos se descubrieron aliados de los comerciantes en las ciudades italianas y europeas de los siglos XIII y XIV. Otra paradoja generativa. Para empezar, hay un dato concreto: a diferencia de otras órdenes religiosas, los franciscanos habían desarrollado, desde los tiempos de Francisco, una orden seglar: la Tercera Orden. Dentro de su comunidad carismática había laicos, muchos de ellos comerciantes. Los conocían, eran sus hermanos. Antes de juzgarlos, eran sus amigos y conocían su corazón. No hay que excluir que las primeras palabras buenas sobre el mercado y sobre el beneficio nacieran durante alguna comida de fraternidad, cuando algún comerciante amigo hablara de su oficio difícil y también arriesgado. Después de ver el alma de un comerciante, aquellos teólogos vieron un alma distinta en el mercado. Primero amaron y apreciaron a los comerciantes, y después a los mercados. Esto les permitió comprenderlos, porque no hay verdadero conocimiento sin amor-agape. En todo esto hay un fuerte mensaje de teología cristiana: la historia no es ficción, la Providencia habla dentro de los acontecimientos concretos, el Espíritu sopla también dentro del contrato de un comerciante y en la tienda de un artesano.

De este modo, viendo y amando el mundo, se dieron cuenta de que aquellos comerciantes no eran usureros, tampoco cuando tenían que pedir o pagar intereses. He aquí el tema del espíritu de aquel lucro, del espíritu de aquel capitalismo. A partir de ahí, se convencieron de que había que repensar la idea misma de la condena formal y abstracta del interés sobre el dinero, porque no todos los intereses eran iguales. Había un tipo de interés que solo era una justa compensación por algunos aspectos inherentes a la propia actividad económica y comercial. Comprendieron que si los comerciantes no incluían la remuneración del riesgo dentro de sus contratos, aquella actividad no se podría desarrollar, y esto acarrearía un grave perjuicio a las ciudades – los franciscanos tenían muy clara la función de bien común de los comerciantes honrados (los “buenos” comerciantes). Pagar una prima de seguro a las empresas marítimas (foedus nauticus) o a los que prestaban capitales para una larga misión comercial a Oriente, era muy distinto que tomar dinero prestado a usura por un banco. Lo usurero era el espíritu, no la cantidad material de dinero en sí, pagada como interés. A veces el dinero era sencillamente un componente colateral, necesario y bueno de algunas operaciones empresariales.

Si, además, aquel comerciante se encontraba en condiciones de poder prestar dinero a otros comerciantes – las actividades de comerciantes y banqueros al principio estaban muy entremezcladas – hacía su aparición otra buena razón para pedir el pago de un interés: el lucro cesante. Es decir, si el comerciante Lapo prestaba 1.000 florines al colega Duccio, renunciando de este modo a usar él mismo ese dinero, era lícito que Duccio recompense a Lapo con un interés por las ganancias que su colega no ha podido obtener a causa de su préstamo – el equivalente al moderno “coste de oportunidad”. Este interés era bueno, pero con la condición de que quien prestaba el dinero fuera un comerciante y que por tanto el uso alternativo hipotético fuera un uso productivo, no un préstamo estéril. Lo que parecía usura, en el caso de buenos comerciantes era solo compensación por la incertidumbre, la inflación y la variabilidad de los mercados. Tan es así que en muchas ciudades los comerciantes eran considerados entre los pauperes, si bien no indigentes, porque dependían radicalmente de la incertidumbre.

Con esto llegamos a la distinción decisiva entre beneficio y renta, hoy totalmente olvidada. Para aquellos franciscanos teólogos y economistas, si la naturaleza del interés era el beneficio del buen comerciante, el interés era lícito. En cambio, si la misma cantidad de dinero tenía la naturaleza de renta, era usura. El beneficio era la remuneración por la actividad lícita y arriesgada del comerciante, una ganancia que llegaba como premio por el trabajo, riesgo, pericia e innovación de su valioso oficio. La renta, en cambio, era una ganancia que llegaba por el simple hecho de ejercer una posición de poder sobre el dinero, sin trabajo y sin correr un verdadero riesgo de empresa. Por eso fray Angelo da Chivasso, discurriendo sobre las penalizaciones pecuniarias que podían añadirse a un préstamo para protegerse de una devolución tardía, afirmaba que se trataba de una pretensión legítima, a menos que quien planteara tal petición fuera una persona que «habitualmente presta a usura».

Pero ¿cómo distinguir el tipo de comerciante que presta dinero? Aquí es donde los canonistas y los teólogos franciscanos realizaron un gran esfuerzo, escribiendo largas digresiones sobre las excepciones de la usura y sobre mil casos concretos. Un papel esencial siempre se le reservaba a la fama, un juicio colectivo expresado por una comunidad experta compuesta por comerciantes honrados. No es posible entender la ética económica medieval y la de la primera modernidad sin esta dimensión colectiva del mercado y de los comerciantes. El cuerpo social, con su inteligencia difusa, sabía distinguir un usurero de un comerciante. En la economía, como en todos los ámbitos complejos de la vida, la actividad económica que mata y la que da vida se entrelazan cada día, en cada lugar. Solo quien sabe entrar, por amor a su gente, en el meollo vivo de este trenzado es capaz de servir a la economía y a la vida. El resto es, ayer como hoy, un moralismo abstracto, que acaba casi siempre perjudicando a las personas honradas. Todo esto la Economía de Francisco lo sabía, la Economía de Francisco lo sabe.

 

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La feria y el templo/3 - El gran debate teológico sobre la naturaleza de los intereses y el discernimiento crucial de los franciscanos.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 22/11/2020.

La historia no es ficción, la Providencia habla en los acontecimientos concretos, y el Espíritu sopla también dentro de un contrato.

Hubo un tiempo en Europa en que los papas emitían bulas para resolver controversias acerca de los bancos y los intereses. Un tiempo en el que tanto “la economía de la salvación” como “la salvación de la economía” estaban en el centro del compromiso de los cristianos, la inteligencia de los teólogos y la observación de la opinión pública. Un tiempo en el que se debatía sobre la legitimidad de la usura con la misma dignidad teológica y humana con que se debatía sobre la eucaristía, porque la Iglesia y la gente sabían bien que también se podía vivir y morir por falta de crédito o por exceso de préstamos malos. 

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Existe un beneficio bueno que no se llama usura

Existe un beneficio bueno que no se llama usura

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La feria y el templo/2 - Los Montes de Piedad y los Montes Frumentarios hablan de unas finanzas originalmente plurales y de la acción de la Iglesia por la justicia.

Luigino Bruni

Pubblicado originalmente en Avvenire el 15/11/2020

«Se prohibirá a los peritos aceptar regalos o cortesías de los propietarios de las prendas, o de otras personas, para dar a los efectos un valor mayor o menor. En sus encargos deberán ser leales, justos y sinceros, bajo pena de diez escudos por cada tasación alterada».

Del Archivo del Monte de Piedad de Imola.

En la Edad Media se contemplaba el misterio divino en el humano, y el primer representante de Cristo en la tierra no era el Papa sino el pobre.

El Renacimiento, edad de oro en Italia, no fue solo el tiempo de Miguel Ángel, Leonardo, León Battista Alberti, Pico della Mirandola, Maquiavelo y los Medici. También fue una época extraordinaria gracias a la obra de muchos franciscanos que construyeron los Montes de Piedad. No sería posible entender Europa ni la Italia moderna, ni tampoco lo que significó la Iglesia católica entre la Edad Media y la modernidad, sin considerar este humanismo carismático. Estas instituciones de crédito distintas cambiaron radicalmente las finanzas italianas desde mediados del siglo XV al menos hasta el siglo XIX, cuando aquellas semillas florecieron en Cajas rurales y Cajas de ahorros. La banca en Italia nació plural, y no solo por el beneficio. 

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Detengámonos en las imágenes de los Montes de Piedad. La primera de ellas es la piedad, es decir la imagen de Cristo muerto en brazos de María. ¿Por qué usar la piedad como imagen en los edificios, capillas y estandartes de los Montes de Piedad? Las entidades de asistencia y los hospitales medievales ya usaban esta imagen. Simbolizaba uno de los momentos centrales de la fe cristiana. La gente de aquellos siglos, especialmente las mujeres y madres, que de la vida conocían sobre todo el dolor por la muerte de demasiados hijos y maridos, amaba mucho esta imagen. Estaba representada en casi todas las iglesias, por obra de los mejores artistas (Tiziano, Rubens, Miquel Ángel). La piedad cristiana se encontró con la heredada de los romanos (el “pío” Eneas), relacionada sobre todo con el cuidado de los padres ancianos por sus hijos. Su símbolo en los iconos era el pelícano o la cigüeña: la civilización romana llamó lex ciconiaria a la ley que obligaba a los hijos a cuidar de sus padres, puesto que la leyenda decía que las cigüeñas lo hacían. La piedad popular siempre es sobreabundante con respecto a las teologías y a los dogmas de las religiones.

En aquellos siglos, esta escena central de la fe se tradujo como amor-piedad por el prójimo, en particular por los que sufrían: «El otro lloraba tanto que de piedad yo vine a menos como si muriera» (Dante, Infierno, 5). La teología se convertía en antropología, el mismo cristianismo revelaba el rostro de Dios junto al rostro del pobre. Aquellos creyentes, mucho más interesados que nosotros en el paraíso y en el infierno, fueron capaces de dar el nombre de “piedad” al abrazo más íntimo entre el hombre-Dios y su Madre. Así se contemplaba el misterio divino y se amaba el misterio del hombre. En esto la Edad Media fue completamente luminosa. A los franciscanos, maestros de piedad y caridad, les resultó natural ver el nacimiento de estos Montes distintos como un fruto de la misma raíz de piedad y de misericordia – piedad, caridad y misericordia, tres palabras distintas para la teología, pero profundamente entrelazadas y superpuestas en la piedad popular.

La efigie más popular de Bernardino de Feltre, que lo representa junto a un Monte llevando en las manos dos lienzos con dos frases del Nuevo Testamento (en latín), es maravillosa. La primera frase dice: «No améis el mundo» (1 Jn 2,15), y la segunda: «Cuida de él» (Lc 10,35). Dos frases que, juntas, expresan bien el humanismo de los Montes de Piedad. Ellos no amaban ni seguían la lógica del mundo (que para Juan era símbolo del mal), y sin embargo cuidaban de él. «Cuida de él» está en la frase final de la parábola del Buen Samaritano, cuando este deja al hombre medio muerto en manos del posadero: «Cuida de él, y lo que gastes de más te lo pagaré a la vuelta». Esta frase es perfecta para el Monte, porque en ella el Evangelio de Lucas asocia a un empresario (el posadero) al acto de piedad más hermoso del Nuevo Testamento. El samaritano no pide al posadero que aloje gratis a la víctima – según una determinada lógica incluso habría podido y debido hacerlo. No lo hace. Reconoce que hay que pagar un precio justo a quien realiza su trabajo. Sus “dos denarios” reconcilian la piedad con la economía – si los únicos denarios de los Evangelios hubieran sido los treinta de Judas, el mensaje habría sido pésimo para todos aquellos que tienen que usar denarios para vivir y hacer vivir. Quizá no fuera esa la intención, pero en estas dos frases había también un destilado de la batalla de los franciscanos en favor del pago de un tipo de interés sobre los préstamos del Monte.

Otros detalles enriquecían la etapa natal de las finanzas solidarias. El día de la inauguración del banco, tras un largo periodo de preparación – a menudo el proceso comenzaba con las predicaciones del fraile en tiempos de Cuaresma –, la comunidad hacía una procesión desde la iglesia franciscana hasta la sede del banco. Las muchachas cantaban himnos y los niños, vestidos de blanco, llevaban en sus manos el estandarte del Monte. Era una imagen espléndida. Pedro Avogadro nos describe la que tuvo lugar en Verona en 1490: «Al sonido de trompetas y flautas, se llevaba en procesión al Monte de Piedad una imagen realizada con tal pericia artística y tan admirable genialidad que sin duda podía considerarse una obra maestra. La obra se presentaba sobre una amplia base formada por telas. Los lados contenían los símbolos de todas las virtudes, de admirable esplendor. En el centro estaba la Piedad, el cuerpo inanimado de Jesús en brazos de su madre, y después el apóstol predilecto. Administraban este rito tan sagrado treinta hombres dedicados al culto, que, transportando la imagen del mismo Monte, mostraban este momento altamente sagrado, para la mayor edificación de todos». Eran procesiones sagradas, tan bellas y solemnes como las realizadas en honor del Santo patrón, de la Virgen o del Corpus Domini. Para los franciscanos y para el pueblo, una procesión con ocasión de la fundación de un banco no era menos sagrada que otras funciones – no olvidemos que en la Edad Media el primer representante de Cristo en el mundo no era el Papa, sino el pobre. Un banco distinto también puede convertirse en un trozo de paraíso. Si las procesiones que celebran la Eucaristía y los Santos no se alternan con procesiones que celebran a los pobres, demasiadas veces acaban perdiendo el perfume del Evangelio. Esto también es expresión de la fuerza profética del carisma de Francisco.

Todo esto ocurría en el Centro-Norte. ¿Y en el Sur? En el Reino de Nápoles los Montes tuvieron su mayor difusión a partir de comienzos del siglo XVII (si bien el Monte de l’Aquila fue uno de los primeros, en 1466), tras una dura y larga crisis económica. Destacaban dos características: sus fundadores no eran siempre, ni principalmente, franciscanos o eclesiásticos, y casi todos prestaban gratuitamente, a pesar de que la Iglesia había declarado lícito el cobro de un interés mediante la Bula de León X de 1515 sobre los Montes de Piedad. Al tratarse generalmente de pequeñas instituciones, casi siempre ubicadas en conventos o en parroquias, no tenían grandes gastos, y a menudo eran sostenidos por instituciones filantrópicas. Esta “gratuidad” absoluta no ayudó a la duración ni al crecimiento de los Montes de Piedad en el Sur, antes bien la complicó. Escribía Antonio Genovesi: «Alrededor de principios del siglo XVI comenzaron en algunos lugares de Italia los montes llamados de Piedad… Algunos hombres amantes de la humanidad, para acabar con las usuras sanguinarias, establecieron lugares privados con pocos fondos, en los que se prestaban pequeñas cantidades gratuitamente, y otras más grandes con no mucho interés. Estos montes eran administrados con escrupulosa fidelidad, como los primeros establecimientos humanos realizados en el fervor de la virtud» (“Lecciones de economía civil”, 1767).

Pero en el Sur, dada su estructura económica y productiva, se desarrollaron sobre todo los Montes Frumentarios (también llamados montes de grano, montes nummarios en Cerdeña, o con nombres parecidos en otros países católicos de Europa). Eran instituciones de crédito rural, que crecieron, entre otras cosas, gracias al gran impulso del papa Orsini (Benedicto XIII), nacido en Gravina de Apulia (el primero lo fundó siendo todavía obispo de Benevento, en 1678). El franciscano de Lucera san Francisco Antonio Fasani (1681 -1742), también se dedicó a la creación de instituciones de crédito para los pobres. Se honraba el trigo con el mismo celo que el maná y el pan eucarístico, porque también este pan daba vida. Los Montes Frumentarios usaban el trigo como nominal. A veces surgían como entes complementarios de los Montes de Piedad (que concedían crédito monetario). Muchas fueron las formas que adquirió la piedad crediticia en Italia durante aquel renacimiento civil y económico. Un ejemplo de ello fueron los Montes de dotes, Montes de las doncellas o Montes matrimoniales, que nacieron con la finalidad principal de garantizar una dote a las muchachas más pobres.
En la segunda mitad del siglo XVIII, en el Reino de Nápoles había más de 500 Montes Frumentarios, alentados y sostenidos por los principales teóricos de la economía civil (A. Broggia, G.M. Galanti, J.B. Jannucci, D. Terlizzi de Feudis). Los Montes Frumentarios no prestaban a título gratuito, entre otras cosas porque el interés en especie siempre había resultado menos controvertido que el interés en moneda. Los agricultores recibían el grano “a ras” (del contenedor) y lo devolvían “colmado”, y la diferencia entre ambas cantidades era el interés, estimado por término medio en el 5%. Los Montes Frumentarios se desarrollaron como superación del contrato agrario “a resultas”, muy extendido en el Sur ya desde la Edad Media. Este contrato era especialmente vejatorio y abusivo para los agricultores, y alimentaba formas de parasitismo y de explotación de los trabajadores de la tierra. Fue Trojano Odazi, alumno de Genovesi y responsable de la edición milanesa de sus “Lecciones” (1768), quien demostró que la venta “a resultas” era abusiva. En aquellos contratos, el comerciante, que tenía liquidez, adelantaba dinero al agricultor en el momento de la siembra, y este se comprometía a entregar al comerciante una cantidad de trigo (o aceite, vino, queso) en el momento de la cosecha. En el contrato no se establecía un precio, sino que este se determinaría “a resultas”, es decir se anunciaría en la plaza (las más importantes eran Crotone, Gallipoli, Potenza) en la época de la cosecha. Evidentemente, el precio de un producto en el momento de la cosecha es más bajo, puesto que hay un exceso de oferta. De este modo, el agricultor acababa pagando un interés cercano al 100% (semestral) por el dinero adelantado.

La observación de estas injusticias llevó a aquellos franciscanos, obispos y hombres de buena voluntad, a imitar a los profetas: ver, denunciar y actuar. Hoy no faltan “contratos a resultas” en nuestras finanzas postmodernas. A diferencia de lo que ocurría en siglos pasados, estos contratos vejatorios no se ven a simple vista. Pero existen. Lo que faltan son nuevos franciscanos, obispos, hombres y mujeres de buena voluntad que creen nuevos Montes Frumentarios. Algunos hay, pero son demasiado pocos. Uno de los lugares que albergarán, del 19 al 21 de noviembre, “Economy of Francesco”, será el viejo Monte Frumentario de Asís. Una señal, una esperanza, y la misma llamada: «Cuida de él».

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La feria y el templo/2 - Los Montes de Piedad y los Montes Frumentarios hablan de unas finanzas originalmente plurales y de la acción de la Iglesia por la justicia.

Luigino Bruni

Pubblicado originalmente en Avvenire el 15/11/2020

«Se prohibirá a los peritos aceptar regalos o cortesías de los propietarios de las prendas, o de otras personas, para dar a los efectos un valor mayor o menor. En sus encargos deberán ser leales, justos y sinceros, bajo pena de diez escudos por cada tasación alterada».

Del Archivo del Monte de Piedad de Imola.

En la Edad Media se contemplaba el misterio divino en el humano, y el primer representante de Cristo en la tierra no era el Papa sino el pobre.

El Renacimiento, edad de oro en Italia, no fue solo el tiempo de Miguel Ángel, Leonardo, León Battista Alberti, Pico della Mirandola, Maquiavelo y los Medici. También fue una época extraordinaria gracias a la obra de muchos franciscanos que construyeron los Montes de Piedad. No sería posible entender Europa ni la Italia moderna, ni tampoco lo que significó la Iglesia católica entre la Edad Media y la modernidad, sin considerar este humanismo carismático. Estas instituciones de crédito distintas cambiaron radicalmente las finanzas italianas desde mediados del siglo XV al menos hasta el siglo XIX, cuando aquellas semillas florecieron en Cajas rurales y Cajas de ahorros. La banca en Italia nació plural, y no solo por el beneficio. 

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No para amar el mundo, sino para cuidar de la humanidad

No para amar el mundo, sino para cuidar de la humanidad

La feria y el templo/2 - Los Montes de Piedad y los Montes Frumentarios hablan de unas finanzas originalmente plurales y de la acción de la Iglesia por la justicia. Luigino Bruni Pubblicado originalmente en Avvenire el 15/11/2020 «Se prohibirá a los peritos aceptar regalos o cortesías de los prop...