La fraternidad tiene manos y pies

Capitales narrativos/8 – Fundar y seguir adelante sin prisa, como los equilibristas

Luigino Bruni

Publicado en pdf Avvenire el 31/12/2017

171230 Capitali narrativi 08 rid«Cuando en el mundo aparece un genio verdaderamente original, los hombres se apresuran a desembarazarse de él. Para alcanzar este objetivo disponen de dos métodos. El primero es la supresión. Si no da resultado, adoptan el segundo método (que es mucho más radical e ignominioso): la exaltación; lo colocan en un pedestal y lo transforman en un dios»

Lu Xun, Introducción a Los dichos de Confucio

En el origen de muchas comunidades y movimientos hay una experiencia de intensa y profunda cercanía entre todos los miembros, empezando por los fundadores. Es una intimidad ensanchada que exalta y desarrolla la intimidad de cada uno. Este “bien relacional” tan especial atrae, sacia y fascina tanto como el mensaje ideal recibido y anunciado. Es el contacto de los corazones y de los cuerpos. Es compartir en la misma mesa los alimentos que hemos preparado juntos. Los abrazos que damos a los “leprosos” se convierten en los abrazos, verdaderos y distintos, que intercambiamos al volver a casa. Son experiencias radicalmente anti-inmunitarias, porque en ese momento aún no existen todas las formas de mediación que inventamos para no tocar la “herida del otro”.

Pero esta fraternidad-cercanía, sencilla y universal, es lo primero que corre peligro de desaparecer cuando las comunidades se estructuran y se convierten en organizaciones cada vez más complejas. En esta transformación de la naturaleza de las relaciones anidan virus escondidos y malignos.

La evolución de la relación con los fundadores desempeña un papel clave en este sentido. Tras la primera fase, fraterna y horizontal, pronto comienza a crearse una cierta distancia entre los fundadores y los demás miembros, y la cercanía íntima de los comienzos se va reduciendo progresivamente. Cada vez es más difícil verles simplemente en medio de la comunidad, encontrarse con ellos por la calle, compartir la vida ordinaria. Y así, paradójicamente, los fundadores son los primeros que salen de la fraternidad-reciprocidad sinceramente creída y anunciada. Su rol distinto y único, reconocido por todos, genera a su alrededor una cortina, invisible pero muy real y cada vez más impenetrable, que produce un verdadero aislamiento que va creciendo junto con la admiración y gracias a ella, al amor sincero y a la exaltación de su persona.

Muchas comunidades ideales se transforman de forma no intencionada en organizaciones inmunitarias, porque con la distancia se acaba también la experiencia de la corporeidad, del contacto, del encuentro humano pleno y de la intimidad en las relaciones. Podemos hablar de la fraternidad y la igualdad, anunciarlas, pero si no nos abrazamos, si no nos peleamos y nos perdonamos mientras derramamos lágrimas, nos quedaremos en la ideología de la fraternidad, sin entrar en la experiencia de la fraternidad. El cuerpo, tal y como nos dice el humanismo bíblico, expresa la concreción, la fragilidad, la entereza de la vida, nos permite conocer el misterio de la persona que tenemos delante aquí y ahora. Si no nos encontramos con el otro en su cuerpo, solo vemos una masa indiferenciada, categorías y clases de personas, pero no somos capaces de “ver” a Juana, a Iván, a Lucas. Simplemente nos “encontramos” con un fantasma, por muy bello que sea ese fantasma. Para poder reconocerle tenemos que tocar con las manos sus llagas. Este es el significado inmenso de una palabra hecha carne.

Por eso, la primera señal de que una comunidad fraterna se está transformando en una organización inmunitaria es cuando sus responsables comienzan a dejar de exponerse a las heridas (y a las bendiciones) de la sencilla fraternidad de todos.

Así se va afirmando, día tras día, uno de los tabús más antiguos y universales: “No se puede tocar al rey”. Es un tabú que nace de un poderoso deseo de lo prohibido. Este tabú se consolida a medida que aumenta la distancia con el fundador, y se hace más eficaz cuanto más difícil es “tocarlo”. El crecimiento del mito es proporcional a la disminución de encuentros, abrazos y “besos a los leprosos” en toda la comunidad. En raros casos patológicos puede incluso ir acompañado del abuso de los cuerpos, una expresión enfermiza del mismo eclipse del cuerpo verdadero. El verdadero antídoto para este tabú consiste en mantener la intimidad y la cercanía ordinaria entre los fundadores y toda la comunidad. Pero esto es lo más difícil de evitar, porque los mitos se alimentan precisamente de su alejamiento de la realidad. Cuanto más distante e inalcanzable es el jefe, más valor tiene su encuentro y su mirada (lo podemos ver también en los “mitos” del cine y de la música).

Estos procesos de aislamiento e intangibilidad creciente tienen algunos componentes inevitables y otros evitables, pero la gestión de la parte evitable es decisiva, entre otras cosas porque algunas dimensiones evitables son interpretadas como inevitables. Una de ellas consiste en pensar que la distancia y la pérdida de intimidad con los fundadores depende del crecimiento cuantitativo de la comunidad, sin darnos cuenta de que los que antes se alejan son los más cercanos al fundador, porque la “distancia” es sobre todo de tipo sagrado y simbólico, no geográfico. El “prójimo” no es el “cercano”, como no enseña el Buen Samaritano.

La parte verdaderamente inevitable es consecuencia del propio éxito de las comunidades. La conciencia de la unicidad y del valor de la persona del fundador empuja a hacer todo lo posible para protegerlo y evitar que sea “consumido” por la gente que le rodea. Además, el crecimiento y el desarrollo producen necesariamente alguna forma de estructura y de jerarquía que, por su naturaleza y función, se conjugan mal con las exigencias de la fraternidad. Esto comporta inevitablemente el surgimiento de una cultura de la distancia que se convierte en inmunidad. Esta paradoja es tan conocida como olvidada por los fundadores de comunidades y movimientos carismáticos, que por lo general tienen mucha prisa en poner en marcha la fase de institucionalización de sus realidades (aun cuando sean abstractamente conscientes, creen, engañándose, que su aventura será distinta y especial y por tanto no incurrirá en los problemas de los demás). Una buena advertencia para los fundadores de comunidades podría resumirse de esta manera: en lugar de acelerar el proceso de transformación de vuestra comunidad en organización, como resulta espontáneo pensar, haced todo lo posible por ralentizarlo. Moveos sin prisa, como el equilibrista. No corráis cautivados por la llamada del otro cabo de la cuerda.

Los factores evitables se refieren directamente al fundador. En primer lugar, este debería resistir con todas sus virtudes el intento tenaz de aislamiento, sobre todo al principio, cuando es más fácil verlo. Luego, no dejar de estar presente en las mesas donde comen todos, en las misas del pueblo; seguir abrazando y besando a los verdaderos pobres, no solo a aquellos de los que se habla. No caer en la trampa invisible de los privilegios (cada vez menos pequeños) y la exención de los trabajos y deberes de todos: fregar los platos, hacer la compra, planchar la ropa. La fraternidad comienza a convertirse en ideología cuando se pierde el contacto con tareas como picar la cebolla y limpiar los baños; cuando la voluntad de “dar la vida” por los hermanos no se convierte en “dar un repaso” al suelo.

Para los fundadores es muy difícil no caer en estas formas de exención, que nacen de buenas intenciones, de mucho amor y de una ignorancia no culpable acerca de las consecuencias. Es la comunidad la que, de buena fe, hace todo lo posible por aislar a su líder. Como Pedro, cuando no quiere que Jesús le lave los pies. Pero cuando algún otro Pedro logra convencer a su maestro, impidiéndole así la fraternidad de las manos y los pies, el gran y antiguo tabú de la intangibilidad del soberano se va convirtiendo día a día en la verdadera y nueva regla tácita de la comunidad.  Una de las cosas que más aísla de los amigos y compañeros es hacer que los fundadores/líderes sean distintos, en lugar de ayudarles a que sigan siendo iguales que los demás. Por el contrario, aquellos que han recibido un carisma de fundación de comunidades tienen una necesidad vital de amigos honrados que les quieran tanto como para tratarles de igual a igual, porque entienden que la mejor forma de ayudarles a desempeñar su papel distinto y especial es mantenerles dentro de unas relaciones ordinarias y normales, contradecirles, corregirles, no decir siempre que “sí”, no robarles la posibilidad de la fraternidad.

A diferencia de todos los imperios y, hoy, de las empresas capitalistas (donde la intangibilidad de los jefes es la regla común y donde se llega a la autodestrucción por exceso de inmunidad), las comunidades y movimientos ideales no pueden permitirse ese tabú. Es inevitable que un “rey intocable” produzca crisis e incluso la muerte de la comunidad-organización, si la crisis no se cura.

Si bien al principio esta enfermedad inmunitaria actúa en las relaciones entre los miembros y el “jefe”, pronto se convierte en paradigma de toda relación. Esta relacionalidad parcial, distante, sin intimidad y sin emociones, se extiende y se reproduce en todos los niveles jerárquicos e infecta todas las relaciones privadas. Las exenciones y privilegios se extienden a todos los “jefes” y la relacionalidad apática y sin cuerpo gana terreno en toda la comunidad, convirtiéndose en cultura general y generalizada. Se empieza por no “tocar” al fundador, se sigue no tocando a ningún jefe y se acaba sin tocar a nadie, ni tan siquiera la propia interioridad, que se hace cada vez más distante y pobre. Porque cuando perdemos contacto con el cuerpo del otro – cuando aumentan todas las distancias – poco a poco nos hacemos menos capaces de sentir la vida, de asumir las limitaciones propias y ajenas, las imperfecciones y los pecados de la historia. Nos cuesta cultivar las emociones y los deseos, desarrollar esa pietas humana que solo crece en la impureza de la vida concreta. Las emociones y sentimientos humanos verdaderos pueden atrofiarse, sustituidos por otras emociones y sentimientos artificiales que “no tienen cuerpo”. No es nada raro encontrar comunidades, sobre todo en las generaciones siguientes a la fundación, que hablan de una solidaridad y una reciprocidad abstractas, pues las verdaderas se las ha comido hace tiempo la cultura sagrada de la inmunidad y el no-contacto. El “corazón de carne” necesita cuerpos que crezcan en la única vida buena posible: la de todas las mujeres y hombres “bajo el sol”. He participado en funerales donde los consagrados y las monjas, familiares del difunto, eran las personas menos capaces de llorar y de experimentar una verdadera pietas.

Es muy difícil vencer esta enfermedad comunitaria, entre otras cosas porque muchas veces se confunde con la salud. Pero no es imposible. Algunas veces se logra salir del mito y tomar conciencia de la enfermedad. Pero la cura no es nada sencilla. Hace falta valor para reconocer la enfermedad de la immunitas en el núcleo originario del primer capital narrativo, porque el virus comienza a actuar muy pronto en la vida de los fundadores y por consiguiente está también dentro de los relatos que constituyen su primera herencia. Pero la “intangibilidad del rey” con el tiempo se ha convertido en una norma tácita tan enraizada que impide también tocar su capital narrativo. De este modo, se trabaja en los aspectos periféricos del “carisma” y de la tradición, sin tocar su corazón; y el virus sigue actuando y reproduciéndose.

La cura pasa por tener la capacidad de refundar un nuevo capital volviendo a la etapa pre-inmunitaria de la experiencia, cuando todos eran todavía libres y sencillos. Y a partir de ahí releer todas las demás historias, que no deben descartarse sino simplemente comprenderse y amarse en su corporeidad encarnada (tomarse en serio el cuerpo significa entender y amar también las enfermedades de nuestra historia). Así se realizará el auténtico milagro de la reciprocidad en el tiempo y entre generaciones: volver a dar hoy a nuestros fundadores la fraternidad que ayer les robamos.

 

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