Capitales narrativos/9 – La infancia en el espíritu es el vértice de la vida adulta
Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (44 KB) el 07/01/2018
«Nos hizo falta mucho talento para envejecer sin hacernos adultos»
Jacques Brel La chanson des vieux amants
A todas las organizaciones y comunidades les gusta tener miembros que se identifiquen auténticamente con su misión institucional, que amen genuinamente sus narraciones, que crean de verdad en lo que dicen y en lo que hacen. Esta difícil operación de sincera identificación individual con la misión institucional da muy buenos resultados en el ámbito de las comunidades y Organizaciones con Motivación Ideal (OMI), sobre todo cuando los ideales son tan altos que agujerean el cielo y nos dejan entrever el paraíso. Entonces se crea una sinergia perfecta entre persona y comunidad. Cada individuo cree, espera, ama y desea las cosas de los demás, sin que esta “socialización del corazón” sea vivida como una alienación y una expropiación de cada corazón.
Cuando visitamos comunidades así, lo que más nos llama la atención es esta interioridad dilatada, que se puede respirar y tocar. Vemos ante nosotros un grupo humano, pero tenemos la impresión de ver a una única persona que subsiste en la multiplicidad de personas. Se ha creado un estilo comunitario inconfundible, una personalidad colectiva que informa el lenguaje, la decoración, los ritos colectivos, las expresiones artísticas e incluso los rasgos somáticos. Todos cuentan sinceramente la misma historia.
Hay una fase de la vida, por lo general la primera y la segunda juventud, donde cada persona vive este ensimismamiento yo-nosotros con un enorme entusiasmo y con una sensación de gran plenitud, sin problema alguno. No advierte ninguna falta de autenticidad cuando siente, piensa y habla con los pensamientos y con las palabras de la comunidad, porque sinceramente las siente suyas y las vive de forma muy íntima. Ningún camino ideal podría comenzar sin esa especie de transubstanciación espiritual y antropológica, que es una forma de “boda mística” entre el alma individual y el alma colectiva. El nosotros ideal se convierte natural y gozosamente en el yo ideal. Solo nos sentimos en casa cuando nuestros sentimientos se alinean con los de los demás, cuando la inhabitación recíproca de las emociones roza la perfección. Sufrimos y nos alegramos por las mismas cosas y del mismo modo, rezamos todos con las mismas palabras, leemos (casi) las mismas palabras de la Biblia, las mismas palabras de los fundadores. La presencia de esta fase de total adhesión libre, íntima, sincera y generosa del alma a la comunidad expresa la esencia de esa misteriosa realidad a la que llamamos “vocación”.
Cuando nace una comunidad o una organización, su mayor patrimonio es precisamente la presencia de muchas personas que, de forma sincera y auténtica, viven esta coincidencia entre el yo y el nosotros. Resultan convincentes y conquistan a muchos porque creen genuina y totalmente en el mensaje que anuncian. El crecimiento exponencial que conocen muchas comunidades ideales en los primeros tiempos depende en gran medida de la perfecta identificación de cada yo individual con el nosotros comunitario. Es una de las experiencias más emocionantes del repertorio humano.
Esta fase nunca es breve, puede durar muchos años. Pero no debe durar siempre. Si no termina en un momento dado, se transforma de “bendición” en “maldición”. La espléndida juventud de las vocaciones solo entrega su perla si es capaz de morir. Sin embargo, muchas veces, demasiadas, la experiencia de la juventud no termina, sino que dura toda la vida y genera una de las enfermedades colectivas más graves y frecuentes.
A todos nos resulta difícil hacernos adultos, pero cuando pasamos una maravillosa juventud vocacional con nuestro yo convertido, sinceramente, en nosotros, es aún más difícil (y estupendo). Muchas veces la enorme riqueza de la primera y hermosa etapa de la nueva vida nos abruma. Es otra expresión de la conocida “maldición de la abundancia”. Las personas que gestionan las comunidades se enamoran, pero luego suelen acostumbrarse a disponer de las infinitas energías morales de esta juventud y, más o menos inconscientemente, hacen todo lo posible para que dure el mayor tiempo posible. Las personas individuales, por su parte, carecen de “incentivos” para salir de esta forma de infancia, donde se encuentran muy a gusto. El equilibrio es perfecto y estable. Por eso, demasiadas personas siguen siendo adolescentes toda la vida, tal vez creyendo que han alcanzado la cima de la vida espiritual cuando en realidad lo que han alcanzado es la punta de plástico de la cucaña. La infancia en el espíritu no es la infancia antropológica y psicológica, sino el vértice de una vida adulta que se hace niña de otro modo, sin buscarlo. El principal problema de muchas comunidades es que tienen demasiadas personas tranquilas que ni siquiera alcanzan el estadio antropológico del conflicto entre el yo y el nosotros (y mucho menos lo superan). Sin embargo, el primer indicador de madurez y libertad de una comunidad ideal y el indicador de calidad de sus personas es la existencia de personas en crisis por este mismo motivo, luchando por una nueva madurez. También en este caso, la gravedad de la patología consiste en confundir la salud con la enfermedad.
A veces algunas personas llegan a la crisis y la armonía yo-nosotros comienza a vacilar. Son personas que han mantenido con vida algún deseo, que han sabido cultivar lecturas distintas a las de la mayoría, que no han perdido el contacto con las heridas verdaderas de los pobres verdaderos, que no han cortado con los amigos de ayer, que han seguido rezando con las viejas oraciones de las abuelas y no solo con las oraciones nuevas y especiales. Estas personas pueden recibir la gran bendición de hacerse adultas.
Pero, incluso en estos felices casos, es raro que la gestión de la crisis-bendición sea buena. Los obstáculos más altos se encuentran dentro de la persona. Cuando esta advierte las primeras grietas en el bloque inalterable de la interioridad e identidad primeras, las niega y las rechaza. No quiere verlas porque, paradójicamente, en lugar de interpretarlas como síntomas divergentes del comienzo de una nueva autenticidad, las vive como falta de autenticidad y de verdad. Se asusta mucho y se detiene. Además, a esta sensación subjetiva de inautenticidad y traición que frena a la persona, se le añade otro obstáculo, altísimo, representado por los responsables que, de buena fe, con frecuencia aconsejan la vuelta a la armonía y a la paz anterior. No alcanzan a reconocer la bendición en los primeros síntomas de este tipo de crisis y luchan contra ellas.
La inmensa mayoría de las posibles crisis se abortan antes de nacer. Son negadas y rechazadas como tentación o como traición. Es un infinito e inconmensurable desperdicio de valores humanos, un océano de dolor.
Una de las razones – este es un punto decisivo – es que a partir del día siguiente a la aparición de las primeras grietas, ya no se puede volver a la primera autenticidad pacificada y sincera. La primera crisis es un punto de no retorno. Únicamente se puede y se debe ir hacia delante. Todo retorno es, esta vez verdaderamente, inauténtico. Las personas no pueden reír, alegrarse ni rezar como en los primeros tiempos. Sus carcajadas y sus oraciones se parecen a las de ayer, pero ya no son las mismas. Y así, tratando de colmar la distancia que separa lo que se siente y lo que se dice verdaderamente de lo que se siente y se dice casi verdaderamente, se comienza a simular una parte de emociones y sentimientos. Ha empezado la etapa de la autenticidad fingida.
A veces, el aumento de esta distancia produce una nueva crisis, que por lo general termina como la primera, con una nueva marcha atrás cada vez menos convencida y más infeliz. Dentro de las comunidades conviven personas auténticamente convencidas del “nosotros” con otras personas que se comportan como si estuvieran verdaderamente convencidas aunque cada vez lo están menos. Pero cuando el porcentaje de los que actúan “como si” estuvieran convencidos supera al de los convencidos de verdad, el declive es rápido. Las energías espirituales y morales de la autenticidad parcial son mucho menores y la capacidad para atraer a nuevos miembros es aún más pequeña. La autenticidad simulada no dura mucho y consume el alma de las personas, hasta que las apaga. Muchas personas dejan las comunidades (aun cuando formalmente permanezcan en ellas) agotadas por estos ejercicios de simulación. Si la parte de autenticidad fingida no evoluciona elaborando una nueva síntesis del primer “nosotros”, acaba infectándose y contagiando a la parte de sincera fe en el mensaje original, hasta que deja de creer en él (muchas personas reniegan de ideales juveniles a los que no han dado la posibilidad de crecer y por eso se han convertido en banales). Muchas comunidades espirituales y OMIs no llegan a una segunda generación después de la fundación porque, colectivamente, no logran superar esta primera juventud sin fin, y el “nosotros” de la infancia – el genuino y el simulado – devora al posible y hermoso nosotros de la vida adulta.
En raras ocasiones una segunda (o enésima) crisis logra generar finalmente una nueva vida, una nueva alma individual y colectiva. Cuando eso ocurre comienzan los años más bonitos de la vida. Si es cierto que hay pocas cosas más tristes que una hermosa vocación juvenil marchitada por no haber conseguido madurar, no es menos cierto que hay muy pocas cosas más bellas que una persona que haya logrado generar un nuevo “nosotros” llevando consigo su “primer yo” y su “primer nosotros”. Pero hacen falta responsables que hayan vivido en su piel esta alquimia y por tanto sean capaces de crear las condiciones para que las personas puedan llegar al menos a la tensión entre el yo y el nosotros, es decir a la fase de las grietas en la pared. Responsables que ayuden a su gente a salir de la tierra segura de la primera autenticidad colectiva, aceptando y amando el riesgo, inevitable y concreto, de que esa salida conduzca a lugares lejanos y de que alguien no vuelva a casa. Responsables que intuyan que para tener personas adultas y por tanto capaces de continuar y enriquecer un día la historia colectiva, deben ponerlas en condiciones de dejar morir su “nosotros” de hoy para que, tal vez, resurja un “nosotros” nuevo mañana. Responsables que permitan a las personas desarrollar sus propios talentos, aspiraciones, deseos, relaciones y sueños distintos a los de los demás, dándoles la posibilidad de crecer de otra manera, de imaginar senderos de adultez distintos a los imaginados y soñados de jóvenes y por todos. Los nosotros de la vida adulta siempre son plurales y distintos, pero no menos verdaderos y fieles. La necesidad radical de las comunidades ideales de controlar la interioridad de las personas por el temor, más radical aún, de “perderlas” cuando se hagan adultas, eterniza la juventud y por consiguiente la desnaturaliza. Pero así no logran generar ni siquiera el “resto fiel”, el único capaz de salvar mañana a todo el pueblo. Para engendrar este resto hace falta la libertad, el aire libre y la biodiversidad de los terrenos fértiles. “Quien no quiera perder su vida, la perderá”.
Una comunidad entera puede ser salvada incluso por una sola persona que haya encontrado una nueva autenticidad adulta. Por alguien que haya creído en un sueño, haya encontrado un Niño asombroso y haya experimentado “una gran alegría”; una alegría nueva y distinta que no habría conocido nunca si hubiera dejado de caminar siguiendo una estrella.
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