por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 23/09/2010
Vuelve a hablarse, por fin, de gratuidad (véase la página de «Avvenire» del martes 21), en los debates públicos sobre economía e incluso en la ciencia económica.
No debería asombrar que la economía recupere el interés por la gratuidad. Pensemos que la palabra latina 'charitas', elegida por los cristianos para traducir la palabra griega 'agape', el amor gratuito, tenía un origen y un uso económicos. Significaba lo caro, lo que cuesta en el mercado. Este renovado interés está acompañado por un uso no siempre atento y fiel a la gran reflexión filosófica, espiritual y sobre todo humana (solo el ser humano la conoce) sobre la gratuidad. En mi opinión hay dos errores que se cometen con frecuencia cuando se habla de gratuidad. Antes que nada se la identifica con lo que se da 'gratis', a precio cero: «Paco trabaja gratuitamente», trabaja gratis, por lo que su salario es igual a cero. Sin embargo, por la gran tradición franciscana sabemos que la gratuidad tiene, en cierto sentido, un valor infinito.
Cuando Francisco enviaba a los frailes a dar el evangelio, les decía que no aceptaran dinero a cambio de la predicación. ¿Por qué? «Si tuvieran que pagaros haría falta todo el oro del mundo», cuenta la tradición. Y así aceptar una cantidad de dinero inferior a «todo el oro del mundo» hubiera significado «malvender» la gratuidad, hacer dumping relacional y espiritual.
De ahí viene la tradición franciscana de aceptar dones como respuesta de reciprocidad. Cuando hoy identificamos la gratuidad con lo gratis corremos el riesgo de borrar esta verdad fundamental y le hacemos un flaco favor tanto a la gratuidad (malvendida y despreciada) como al mercado. ¿Por qué también al mercado?
Vamos con el segundo error.
Identificar la gratuidad con lo gratis (precio cero) ha comportado y comporta cada vez más, asociar el mercado, los contratos y los intercambios mercantiles con la no gratuidad. Si la gratuidad fuera lo gratis, cualquier realidad en la que existan precios y dinero dejaría de tener relación con la gratuidad. La gratuidad puede estar presente en el mercado bajo la forma de un descuento o un artículo promocional, (aunque en realidad son la ‘vacuna’ con la que nos inmunizamos de la auténtica gratuidad); o también puede aparecer 'después del mercado’, cuando el empresario, como cualquier ciudadano particular, hace una donación o constituye una fundación para vivir finalmente esa gratuidad ajena a la acción propiamente económica y empresarial. Podrían decirse muchas cosas sobre el surgimiento del modelo filantrópico americano que, como reacción al excesivo lazo entre gratuidad (charis) y mercado (las indulgencias), ha construido todo un sistema económico dicotómico, donde 'los negocios son los negocios' y los dones son algo totalmente privado y distinto de los negocios (hay que señalar que en los EE.UU. ni siquiera existe una palabra para nombrar la gratuidad; 'gratuity' no es más que la propia que se da a los camareros). En realidad el auténtico gran reto cultural de la gratuidad es concebirla, en línea con lo que dice la 'Caritas in veritate', como una dimensión fundante de cualquier experiencia humana, desde la familia hasta la empresa y desde la política hasta los contratos. Muchas experiencias de microcrédito, desde los franciscanos de la Edad Media hasta Yunus, han vivido extraordinarias experiencias de gratuidad liberando de la miseria y la exclusión a millones de personas, sin ningún regalo o prestación ‘gratuita’ (gratis), sino con contratos, con normas bien condicionadas, con una gratuidad acompañada por el deber. La gratuidad que hoy se le pide al sistema bancario no es la de los patrocinadores o la de las fundaciones bancarias, sino la que informa, o no informa, la normalidad del hacer banca, desde la responsabilidad hasta la transparencia. La gratuidad que importa verdaderamente no es la de ese 2% de los beneficios sino la del 98% restante. En caso contrario, la gratuidad se reduce al licor al final de la comida, o a un tapagujeros, a lo que sobra y que, al no ser debido, se convierte en no necesario y en superfluo.