El precio más injusto

El precio más injusto

Comentario – Los alimentos y una cultura que recuperar

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 14/08/2012

logo_avvenireEstá apareciendo por el horizonte una nueva crisis de los precios de las materias primas de los alimentos. El precio del pan siempre ha sido algo más que un juego entre demanda y oferta. El pan es ciertamente un bien, pero no es automáticamente una mercancía que pueda dejarse simplemente en manos de la dinámica del mercado. En eso el pan se parece al trabajo, con el que no por casualidad se le relaciona muchas veces. La comida, el acto de comer, no es privativo de los seres humanos, sino que es común a todas las especies vivientes. Pero los seres humanos le dan a la comida un significado simbólico y a su alrededor se articula la trama de las relaciones sociales más importantes, empezando por las comidas diarias en familia, donde se producen y reconstruyen los bienes relacionales primarios.

Por eso, entre otras cosas, en todas las civilizaciones, el consumo de alimentos y la comida son actos que se realizan en comunidad o por lo menos así ha sido durante milenios, hasta la invención de la “cultura” de la comida rápida. Por eso, detrás de esta inminente escalada del precio de los cereales y de otras materias primas no está solo la sequía y el calentamiento global, sino que se esconde una crisis de las relaciones sociales y por ello una pregunta de fondo sobre nuestro modelo de desarrollo.

Si observamos los datos a largo y a muy largo plazo, notaremos que en los últimos 20 años los precios de las materias primas han comenzado a crecer progresivamente hasta anular la disminución que estos mismos precios habían experimentado desde la revolución industrial hasta los años 90. Estos datos nos dicen, si queremos escucharlo, que estamos entrando en una nueva era (la «era de los bienes comunes») donde la gestión de las materias primas, incluido el alimento, se convertirá en un reto crucial para el desarrollo económico y para la paz entre los pueblos. El mensaje, tan fuerte como poco escuchado, es bastante claro: debemos frenar. Hace décadas que el planeta no puede seguir el paso del ansia de bienestar de una minoría de la humanidad. Hemos entrado en una dinámica parecida a la del famoso juego que los economistas llaman “Dilema del prisionero”: todos los países quieren crecer, pero el crecimiento de todos los países produce una insostenibilidad global, es decir para todos y cada uno. La teoría nos enseña que, en estos casos, la vía maestra para evitar la implosión social es un pacto social mundial donde cada sujeto se auto-limite y cree un sistema que le impida cambiar de opinión a lo largo del tiempo; a nivel individual hay que desarrollar una ‘ética del límite’ interiorizada por cada uno de los ciudadanos del planeta.

Dentro de este contexto es como hay que leer la crisis de los precios de los productos agrícolas, que no son sino una fotografía de una crisis más profunda de relaciones. Las grandes civilizaciones de la historia llegaron a comprender que los recursos más valioso para la vida individual y colectiva no hay que dejarlos en manos de los buscadores de ganancias y por ello se crearon sistemas sociales y jurídicos muy articulados, para gestionar, sobre todo en tiempos de crisis, el agua, los molinos y la tierra, que eran fuente de alimento, de energía y de materias primas.

En esta era nuestra, virtual y tecnológica, debemos hallar una nueva relación de reciprocidad y amistad con la tierra (y con el alimento, las materias primas y la energía), si queremos evitar convertirnos en rehenes de los especuladores, que utilizan en su provecho los grandes cambios medioambientales y sociales. Porque – ya lo vimos en los comienzos de la “primavera árabe” – cuando se alcanza un punto en el que no son sólo ya algunos especuladores aislados sino todo un sistema económico-financiero quien especula con los alimentos y con la tierra, sobre todo a costa de los más pobres, tenemos que pararnos todos y volver a empezar. Tenemos que dar descanso a la tierra, como bien sabía la tradición campesina basada en la cultura del barbecho. Si no cuidamos y conservamos la tierra, no habrá cuidado ni conservación de la convivencia humana: no en vano el Génesis utiliza el mismo verbo (shamar) para referirse a Adán como "guardián” de la tierra (2,15) y a Caín, que no fue “guardián” de su hermano (4,9).

Nuestro modelo económico necesita con urgencia una cultura donde se cuide del otro, porque donde no se cuida del otro, de la tierra, del pan, se esconde y se prepara el fratricidio.

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