El fiel consumidor

El fiel consumidor

Sobre la naturaleza sacral del capitalismo.

di Luigino Bruni

Original italiano publicado en Città Nuova el 26/11/2019.

La economía nació de un espíritu, y renace cada vez que encuentra un espíritu (bueno o malo). El dinero por sí solo es demasiado poco para crear una empresa. Las razones, más profundas, que mueven a los empresarios de ayer, de hoy y de siempre pueden ser salvar una empresa familiar, sentirse orgulloso, adquirir estima social, seguir el instinto de crear y construir, dejar a los hijos algo que merezca la pena...

Cuando el dinero es lo único que mueve a las empresas, no deberíamos hablar de empresarios, sino dee especuladores, que hoy son muy abundantes.

También las economías antiguas estaban vinculadas a un espíritu, generalmente religioso, que remitía a lo divino y a lo invisible. Los bienes eran una bendición de Dios, y la pobreza una maldición. El capitalismo está profundamente unido al espíritu judeocristiano, tan unido que algunos autores (W. Benjamin) hablan de “parasitismo”, es decir ven el capitalismo como un “parásito” del cristianismo. Pero hay algunas novedades recientes.

En siglos pasados, el espíritu del capitalismo estaba asociado sobre todo al empresario, y al espíritu “calvinista”, a la idea de la salvación vinculada al éxito en los negocios. ¿Y hoy? ¿Cuál es el espíritu del capitalismo del siglo XXI? Si miramos el mundo y los mercados con atención, nos daremos cuenta de que hoy el “bendecido por Dios” ya no es el empresario sino el consumidor, que es elogiado y envidiado porque dispone de medios para consumir. Cuanto más consumo, más bendición. De este modo, la figura sagrada del empresario-constructor ha dado paso al consumidor. La soberanía del consumidor es la única que reconoce el mono-culto consumista, y esto está minando seriamente la ciudadanía política, porque la democracia no funciona cuando el único soberano es el consumidor.

Si seguimos fijándonos bien, comprenderemos también que el primer ídolo, el jefe del panteón de la religión-idolatría capitalista no es el empresario, ni tampoco las mercancías con su fetichismo (en expresión de K. Marx), sino que es precisamente el consumidor. Es él quien recibe adoración, alabanza y veneración.

Pensemos en un aspecto que puede parecer secundario: los descuentos, que son el centro a cuyo alrededor giran las liturgias colectivas como las rebajas de fin de temporada o, aún más claramente, el nuevo culto del Black friday. Aunque cada año se plantean dudas acerca de su “autenticidad”, en realidad asumimos que los descuentos son y deben ser “verdaderos” Lo son porque el descuento verdadero es un elemento esencial de este nuevo culto.

Los descuentos “deben” ser reales, porque no existe religión sin alguna forma de don, de gracia y de sacrificio. Pero hay una diferencia fundamental con respecto a las religiones tradicionales, que nos revela buena parte de la naturaleza sacral del capitalismo. En las religiones del pasado, era el fiel quien llevaba dones a su Dios, para mostrarle su devoción o para “lucrar” la salvación.

En cambio, en la idolatría capitalista es la empresa la que hace regalos a su ídolo, que es el consumidor. La dirección cambia porque el sentido del culto es el opuesto. En la religión del consumo, la divinidad es el consumidor, al que las empresas tratan de fidelizar (otra palabra religiosa) con su sacrificio-descuento. Los descuentos, los regalos e incluso la filantropía son formas de don sin gratuidad. Debido, entre otras cosas, a esta ausencia de gratuidad, la religión capitalista más que religión es simple idolatría.

Durante el siglo XX, el cristianismo luchó mucho contra el comunismo y el ateísmo, pero no se dio cuenta de que, mientras estaba ocupado en estas batallas, otro enemigo se estaba colando dentro de las murallas. No era reconocido como tal porque, en su condición de parásito, tenía mucho en común con el cristianismo, incluso su “espíritu”. De este modo, pudo ocupar tranquilamente la ciudad, imponiendo sus cultos paganos. Nosotros lo hemos acogido con aclamaciones y cantos. ¿Hasta cuándo?


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