Una oportunidad para reflexionar y actuar sobre las esclavitudes de hoy
de Luigino Bruni
En el humanismo bíblico, cada jubileo es un jubileo de la misericordia. Pero sobre todo se trata de una misericordia social, política y económica. En el jubileo hebreo, era fundamental liberar a los esclavos que habían caído en esa situación por las deudas. Si queremos que este jubileo no se quede en un asunto privado e íntimo de cada cristiano, debemos aprovechar esta gran oportunidad que nos proporciona el Papa Francisco para poner en marcha grandes iniciativas de perdón y misericordia económica, bancaria y cívica. Por ejemplo, preguntándonos acerca de las finanzas, las deudas y los esclavos de nuestro tiempo, que han sido reducidos a la esclavitud por un sistema equivocado.
Esta es la pregunta que me hago como economista de comunión al comienzo de este jubileo: "¿Podemos lograr que este gran acontecimiento se convierta también en un acontecimiento económico, cívico y político que cambie nuestras relaciones económico-financieras y que reforme unas finanzas que nos hacen esclavos?" ¡Feliz año santo!
Al comienzo de este año santo, reproducimos el artículo escrito por Luigino Bruni para Avvenire el 16 de noviembre de 2014, comentando la institución del jubileo en el Éxodo. Feliz año santo a todos, año también de misericordia económica y cívica.
El tesoro del séptimo día
publicado en Avvenire el 16/11/2014
En una pequeña iglesia baptista de Montgomery, Alabama, escuché el sermón más extraordinario de toda mi vida. El tema era el libro del Éxodo y la lucha política de los negros del Sur. Desde el púlpito, el predicador imitó con gestos la salida de Egipto y expuso las semejanzas con el presente; se dobló bajo el látigo, retó al Faraón, dudó tembloroso ante el mar, y aceptó la alianza y la ley al pie de la montaña.
M. Walzer, “Éxodo y revolución”
Los humanismos que han mostrado una mayor capacidad de futuro son los que han mantenido una relación no predatoria con el tiempo y con la tierra. El tiempo y la tierra no los producimos nosotros. Únicamente podemos recibirlos, guardarlos, cuidarlos y administrarlos como don y como promesa. Y cuando no lo hacemos así, porque usamos el tiempo y la tierra con ánimo de lucro, el horizonte futuro de todos se nubla y se empequeñece. El humanismo bíblico tradujo esta dimensión de radical gratuidad del tiempo y de la tierra en la gran ley del sábado y del jubileo, en la cultura del barbecho: “Seis años sembrarás tu tierra y recogerás su producto; al séptimo la dejarás descansar y en barbecho, para que coman los pobres de tu pueblo, y lo que quede lo comerán los animales del campo. … Seis días harás tus trabajos, y el séptimo descansarás, para que reposen tu buey y tu asno, y tengan un respiro el hijo de tu sierva y el forastero” (23,10-12).
Nosotros no somos los dueños del mundo. Lo habitamos, nos ama, nos alimenta y nos hace vivir, pero somos huéspedes, peregrinos, habitantes y poseedores de una tierra que es a la vez totalmente nuestra y totalmente extraña, donde nos sentimos en casa y caminantes. La tierra siempre es tierra prometida, meta no alcanzada que se presenta delante de nosotros. También la tierra sobre la que hemos construido nuestra casa, nuestro barrio y el campo que nos da trigo.
En la raíz de la cultura bíblica del barbecho no hay sólo una inteligente y sostenible técnica de cultivo de la tierra. En el Éxodo, el barbecho aparece unido al sábado y al jubileo. Por eso, es expresión de una ley más profunda y general, que tiene que ver con la naturaleza, el tiempo, los animales y las relaciones sociales. Es profecía radical de fraternidad humana y cósmica. Puedes usar la tierra seis días, pero no el séptimo. Puedes y debes trabajar, pero no siempre, porque cuando trabajabas siempre eras esclavo en Egipto. El animal doméstico trabaja seis días para ti, pero el séptimo no es para ti. El forastero no es forastero todos los días, el séptimo es uno más, es de casa. Hay una parte de tu tierra y de tus cosas que no es tuya, y debes dejársela al animal salvaje, al extranjero o al pobre. Todo lo que tienes no es sólo para ti. También pertenece al otro, que nunca es tan ‘otro’ como para salir del horizonte del ‘nosotros’. Los verdaderos bienes son bienes comunes.
Pero si las cosas y las relaciones humanas llevan impreso un estigma de gratuidad, entonces toda propiedad es imperfecta, todo dominio es secundario, ningún extranjero es solo y verdadero extranjero, ningún pobre es pobre para siempre. El cristianismo, proféticamente, puso en crisis la ‘letra’ de la ley del sábado, pero no para hacer que el séptimo día fuera como los otros seis. En el ‘reino de los cielos’, donde a los pobres se les llama felices y a los siervos amigos, los primeros seis días están llamados a convertirse a la profecía de gratuidad y de fraternidad universal que encierra el último.
La ley del séptimo día nos dice que los animales, la tierra y la naturaleza no tienen valor sólo en relación a nosotros, los seres humanos. Tienen valor por sí mismos. Hay que respetar la tierra y el lago, y dejarlos descansar libres de nuestro imperio y de nuestro instinto comprador, no sólo para que sus frutos sean mejores y más sanos para nosotros. Hay que respetarlos por su valor intrínseco y por su dignidad, que deberíamos reconocer y no ultrajar, incluso cuando una tierra no se cultiva o un lago no contiene peces para pescar. Porque los campos, los lagos y los bosques son creación; son un regalo, como los seres humanos, los animales y el mundo. La fraternidad de la tierra es la ley que inspira el barbecho, el sábado y el jubileo.
La diversidad radical del séptimo día nos recuerda, además, que las leyes de los seis días restantes, las de las asimetrías y las desigualdades, no son ni las únicas ni las más verdaderas, porque el séptimo día es el juicio sobre la justicia y la humanidad de los otros seis. El grado de humanidad y de auténtica civilización de toda sociedad se mide por la desviación entre el sexto y el séptimo día. El último día se convierte en la perspectiva desde la que ver y juzgar la calidad ética, espiritual y humana de los otros seis. Cuando el séptimo día no es distinto, el trabajo se convierte en esclavitud para quien trabaja, en servidumbre y falta descanso para la tierra y para los animales; el forastero nunca se convierte en hermano, y el pobre no deja de ser excluido sin posibilidad de redimirse. Los imperios siempre han intentado eliminar la idea misma del séptimo día y la utopía concreta que en él se contiene, pensando que así eliminarían el juicio sobre las injusticias perpetradas por ellos en el sexto. Es bonito pensar que mientras los sacerdotes hebreos escribían el libro del Éxodo, o al menos algunos de sus pasajes, se encontraban esclavos en Babilonia, sin sábado. Por eso amaban el sábado y lo anhelaban como una gran esperanza, como una promesa de liberación de todos los ídolos y de todos los imperios, como un juicio sobre su tiempo. La profecía de un ‘día’ distinto renace siempre en los sufrimientos y en las esclavitudes y puede seguir renaciendo.
Mientras salvamos la profecía del séptimo día, mantengamos viva la esperanza de los humildes y oprimidos, y de todos aquellos que se conforman con las esclavitudes y las humillaciones de los seis días de la historia. Digamos que no queremos que esas injusticias duren para siempre.
La ley del séptimo día cuestiona todas las dimensiones de la vida. Como personas individuales, nos invita a no consumirnos y a no poseernos del todo, a dejar en nuestra alma un espacio no ocupado por nuestros proyectos, para que puedan florecer semillas que no sabemos que poseemos. Sin esta dimensión de gratuidad y de respeto al misterio que somos, a la vida le falta el espacio de libertad y de generosidad donde vive el humus espiritual que hace madurar el ‘ya’ en el ‘todavía no’. Es el lugar íntimo y precioso donde anida la capacidad más fecunda de generar. Allí, en la tierra libre, porque no la hemos ‘puesto a producir’, es donde nace la verdadera creatividad. Desde esa parte de tierra no cultivada y no explotada del jardín se puede ver la línea más alta del horizonte entre el cielo y la tierra, donde nuestros ojos, enfermos de infinito, se ensanchan y encuentran por fin descanso.
Pero la lógica del barbecho tiene cosas importantes que decir también a las comunidades y a las instituciones. Una comunidad sin barbecho no tiene tiempo para la fiesta, no es acogedora, se apodera de las personas y de los bienes, no conoce la fraternidad y por ello no siente el soplo del ‘aliento’ del espíritu. En cambio, donde hay barbecho, los indicadores son claros y fuertes: las jerarquías y el poder sólo duran seis días, la gratuidad de la fiesta y la eficiencia del trabajo tienen la misma dignidad, y los niños y los pobres se siente siempre como en casa, porque hay zonas de la casa que no se ocupan y se dejan libres para ellos.
La cultura del barbecho no es la cultura del capitalismo que experimentamos. Éste, por su naturaleza idolátrica, vive de un culto perenne y total que necesita consumidores-trabajadores siete días a la semana: “Guardad todo lo que os he dicho. No invocarás el nombre de otros dioses” (23,13). Tal vez la mayor indigencia de nuestra generación sea la muerte del séptimo día, que ha sido borrado de nuestro código simbólico colectivo. Porque el valor del séptimo día no es un séptimo del total: es la levadura y la sal de todos los demás, que, sin él, siempre se quedan ácimos y sosos. Sólo el no-yugo del séptimo día hace sostenible, e incluso ligero y suave, el yugo de los demás días.
Nos hemos dejado robar el séptimo día, lo hemos malvendido a cambio de la cultura del ‘fin de semana’ (donde los pobres son aún más pobres, los animales están aún más subyugados y los extranjeros son aún más extranjeros). Y la noche del séptimo día está inexorablemente oscureciendo las otras seis. La tierra ya no respira y a nosotros nos falta su aire. Tenemos el deber de devolverle y devolvernos el descanso. Y también de dárselo a nuestros hijos, que tienen derecho a vivir en un mundo con un día diferente, y a experimentar de nuevo el tiempo y la tierra como un regalo.
Pero aún hay esperanza. La profecía del séptimo día no ha muerto, la Biblia la ha conservado para nosotros. Junto con ella nos ha hecho llegar su juicio sobre nuestros seis días, que se han convertido en siete, todos idénticos. Y ha mantenido, también para nosotros, su promesa. La palabra está viva y es capaz de generar y regenerarnos siempre. Vuelve a darnos tiempo y tierra, a ampliar el horizonte y a hacer que sintamos y veamos cielos más puros: “Moisés subió con Aarón, Nadab y Abihú y setenta de los ancianos de Israel, y vieron al Dios de Israel. Bajo sus pies había como un pavimento de zafiro tan puro como el mismo cielo” (24,9-11).
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