por Luigino Bruni
publicado en Il Sole 24 ore del 8/11/2010
"Para criar a un niño hace falta la aldea entera", recita un conocido proverbio africano. Para que la familia pueda expresar todo su potencial cívico hace falta un nuevo pacto social, en un mundo sometido a rápidos y continuos cambios sociales y económicos. Pero este nuevo pacto social necesita una previa operación cultural: reivindicar para la familia el papel de sujeto económico global y no sólo el de agencia de consumo, ahorro y redistribución de la renta.
La visión del papel económico de la familia se ha quedado obsoleta y con ella también el sistema fiscal y retributivo. La visión actual surgió a partir de la sociedad llamada “fordista”, cuando las familias ofrecían “trabajo” a las empresas, a cambio de una renta con la que consumían y ahorraban.
La familia no producía nada que pudiera considerarse relevante en cuanto institución familiar, sino que consumía, ofrecía trabajadores (sobre todo varones) y ahorraba (favoreciendo también de este modo las inversiones de las empresas). El ámbito interno de la familia, todo lo que ocurría de puertas para adentro, no tenía relevancia económica (ni política). El interés económico y político hacia la familia se quedaba el dintel de la puerta de casa. El sistema fiscal gravaba el consumo (IVA), la renta o el patrimonio individual, puesto que la familia como institución no tenía relevancia económica.
En realidad, hace décadas que esta visión entró en crisis mortal, pero la cultura institucional y fiscal (sobre todo en Italia) ha seguido siendo sustancialmente la misma de la posguerra. La familia sigue siendo considerada como una agencia de consumo, ahorro y redistribución, como proveedora de trabajo (todavía demasiado “masculino”). Pero sigue sin verse a la familia como sujeto productivo.
Para crecer, la economía no necesita únicamente capital humano, financiero y físico, sino también capital social y bienes relacionales. Un país, con sus instituciones y empresas, en el que no esté generalizada la confianza, el respeto de las reglas y la cultura cívica, no puede crecer económicamente. Pero ¿quién puede “ofrecer” este tipo de capital intangible aunque valiosísimo para el desarrollo económico? En primer lugar, aunque no solo ella, la familia, donde se educa a las personas en la cooperación, la confianza y el sentido cívico.
Una familia en la que se formen personas con estas capacidades, está contribuyendo a la economía con una forma de capital no menos valiosa que la tecnología o el crédito.
Pero para poder afrontar adecuadamente estos retos, nuevos y complejos, es necesaria una nueva alianza entre todos los actores que participan en el juego cívico. Tomemos como ejemplo el gran tema de la conciliación del trabajo con la vida familiar, que no puede resolverse únicamente en base a los aspectos económicos. Cuando una persona (con demasiada frecuencia una mujer) deja del trabajo por paternidad, no tiene que hacer frente solo al problema de cómo mantener su puesto de trabajo o de cómo conseguir permisos más largos sin perder demasiado salario; tiene además el problema (cada vez más urgente) de reinsertarse en su puesto de trabajo salvando la inversión profesional que había realizado, sin tener que desempeñar funciones parciales o de inferior categoría, que producen frustración y muchas veces llevan al abandono del trabajo. Es necesario, por otra parte, reconocer la reciprocidad del problema. Cuando una persona deja el trabajo por paternidad, sobre todo si se trata de trabajos complejos y de perfil alto, todo el equipo de trabajo se resiente, no solo la persona en cuestión. Es cierto que esa familia está contribuyendo a crear buenos ciudadanos y trabajadores para el futuro, pero de esos trabajadores se beneficiarán otras empresas, no las que hoy tienen que asumir el coste. Por eso es urgente un nuevo pacto social, en el que, para ayudar a la familia, todas las partes involucradas entiendan que el mundo ha cambiado.
Este nuevo pacto social exige abandonar la mentalidad de “concesión”, para reconocer el papel económico que la familia ya de hecho está desempeñando: la familia no debe pedir favores al estado, sino únicamente el reconocimiento de lo que ya está realizando, aunque sin reconocimiento, en el ámbito cívico y económico.
Es una cuestión de justicia y de subsidiaridad, no de concesión más o menos generosa. La familia no es sólo un “bien meritorio”, es también un bien que produce formas de capital con alta productividad y rentabilidad en términos de PIB. La cuota del PIB destinada a las familias (demasiado baja) no es un “regalo”, sino una cuestión de justicia. Por eso cualquier discurso sobre la subsidiaridad económica y sobre el régimen fiscal de la familia debe partir de una visión de la familia como sujeto económico más allá del consumo o del ahorro.
Si a la familia se le reconociera el estatus de institución económica global, resultaría natural y con fundamento pagar los impuestos, no sobre la renta bruta (ingresos), sino sobre la renta neta descontado los gastos necesarios para producir bienes relacionales, capital social, transformación de bienes, etc. Estos bienes benefician en parte a la propia familia, pero el resto va en beneficio de un círculo social mucho más amplio.
Por todos estos motivos y otros más, es urgente una alianza entre la familia y los demás actores, porque ningún sujeto en solitario puede estar a la altura de la complejidad de los retos cívicos que nuestra “aldea global” está afrontando.