Cuando falta el alimento, crece el peligro de cambiar la libertad por un puñado de arroz
por Luigino Bruni
publicado en Mondo e Missione, noviembre 2011
«Para un hombre con el estómago vacío, el alimento es dios», decía Gandhi, que, como gran maestro en humanidad, conocía los distintos significados de la pobreza y el hambre. Sabía bien, porque así lo había experimentado en su propia piel y en la de su pueblo, que cuando una persona tiene hambre, cuando no consigue el alimento para si y para sus hijos, sufre por el hambre pero también por otras formas de miseria y alienación.
Hay que luchar contra el hambre y la miseria, porque mientras haya una persona o una comunidad bajo su dominio, la falta de libertad para alimentarse y vivir esconde la no menos grave falta de libertad del yugo de quienes pueden dar o simplemente prometer esos alimentos.
La miseria y el hambre se presentan en el mundo como un racimo formado por muchas formas de indigencia: de recursos alimenticios, de derechos, de libertades, de oportunidades, que hacen que una persona vulnerable desde el punto de vista del derecho fundamental al alimento y a la vida, en realidad se revele vulnerable y vulnerado desde los demás puntos de vista de la existencia.
Cuando nos falta el alimento, estamos dispuestos, o por lo menos tentados, a negociar con todo lo que tenemos, ya sea alienable o inalienable. En la historia de la humanidad, hoy como ayer, hay abundantes relatos de personas que quedaron reducidas a la esclavitud por liberarse a sí mismos o a sus hijos de la necesidad de comer y beber. Quien está obligado a vender un riñón suyo o de un hijo para que sus cinco hijos no mueran de hambre, se encuentra ante una decisión trágica. Uno de las deberes más altos de la política nacional e internacional es no darse por vencido mientras en el mundo haya una sola familia que tenga que afrontar una decisión semejante (esclavitud en un lado; comida en el otro).
Por eso el derecho al alimento debe ser considerado como un derecho fundamental de la persona humana, porque si ese derecho no se satisface, todos los demás derechos quedan sustentados en bases demasiado frágiles y nunca llegan a ser efectivos ni eficaces. Un derecho al alimento que, junto a otros derechos sociales fundamentales (como el derecho al trabajo, a la educación y a la participación civil...), deben ser anunciados, gritados e incluidos en las constituciones de todos los pueblos de la tierra, incluso aunque no sea posible reivindicar aquí y ahora el correspondiente “deber perfecto” por parte de los ciudadanos y las instituciones.
La lista de los derechos anunciados y proclamados puede y debe seguir abierta y debe ser más amplia que la lista de los derechos exigibles con su correspondientes deberes, puesto que, como nos recuerda el economista indio y premio Nobel de economía Amartya Sen, anunciar y reconocer un nuevo derecho tiene un alto valor cultural y simbólico, que puede ser el primer paso hacia el reconocimiento futuro de su correspondiente deber. Si en las constituciones que surgieron en la aurora de la modernidad no hubiéramos proclamado que «todos los hombre son iguales ante la ley», solo porque gran parte del mundo real seguía sin ser libre ni igual, con toda probabilidad habríamos frenado la marcha de los pueblos hacia la libertad y la igualdad básicas.
Entonces, no nos cansemos nunca de gritar, anunciar y escribir en todas partes que morir de hambre es un escándalo y que el derecho de toda persona humana al alimento es un derecho fundamental de todo niño que nace y crece en el planeta tierra. Y no cejemos mientras ese sacrosanto derecho no se convierta en pan.