Regreso a casa soñando con la comunión, también para más de medio mundo que nunca pondrá los pies en un avión.
de Luigino Bruni
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Regreso de una escuela de verano sobre Economía de Comunión en París y mientras sobrevuelo los cielos de Europa, pienso en nuestro capitalismo. Quizás porque en Francia hace nada que han cambiado al ministro de economía, quizás porque acabo de despedirme de cincuenta jóvenes atraídos por una economía más fraterna y participativa, o bien porque el corazón piensa en otros funestos aviones que vuelan sobre tantas tierras martirizadas por las guerras, de todos modos no puedo dejar de pensar en nuestra economía de mercado, en nuestras crisis, y en los muchos africanos y marroquíes que he visto por las calles parisinas y por sus periferias existenciales, económicas y culturales.
Empiezo reflexionando un poco sobre lo que está sucediendo en este avión conmigo (con los otros pasajeros) y con la compañía aérea que me conduce a casa. He comprado un billete, y al hacerlo me he puesto totalmente dentro de la lógica de nuestro capitalismo. He realizado un contrato con una gran compañía aérea, uno de los principales actores de la economía global (que adquiere, como las otras compañías aéreas, muchos títulos financieros muy especulativos [hedge funds] para asegurarse el control de las oscilaciones de los precios del petróleo). He usado una tarjeta de crédito emitida por uno de los principales circuitos financieros del mundo. Al igual que yo, también han efectuado este contrato el alto ejecutivo que viaja en clase business, la familia italiana (padres y tres chicos) que han pasado algunos días de vacaciones en París, y el joven activista de una ONG que regresa de un congreso donde han criticado nuestro sistema económico. La azafata me sonríe y me trata con gran amabilidad, sin que nos conozcamos, porque su contrato lo contempla así. Mientras escribo cómodamente con mi pc, producto de una gran multinacional.
Y desde este avión mi pensamiento va a un predecesor mío de la universidad de Roma que para llegar a París hace doscientos años, empleaba quizás una semana, tenía que cruzar puertos, arriesgándose a sufrir alguna emboscada en las montañas, gastaba un patrimonio y llegaba físicamente destruido. Y pienso que las personas que tenían los medios para ir a París u a otras ciudades europeas eran muy pocas,
Si el razonamiento terminara aquí, no me sentiría
demasiado a disgusto en este vuelo mientras evoco con un poco de nostalgia a los jóvenes de distintos países del mundo que acabo de dejar.
Pero en realidad, mi billete esconde mucho más, un ‘mucho’ que nos cuesta esfuerzo ver, entre otras cosas porque hemos dejado de hacernos preguntas profundas sobre el tipo de mundo que hemos construido. Por otra parte es conveniente recordar que estoy viajando en una máquina que es una de las principales causas de contaminación de nuestro planeta. Es verdad que entre los programas que se ofrecen a bordo existe la posibilidad de hacer una donación para plantar árboles que neutralicen exactamente la misma cantidad de Co2 que estamos emitiendo, pero pidiéndonos a los ciudadanos particulares que nos hagamos cargo de un coste social que esta empresa genera y no cubre (más que en una pequeña parte). Pero luego pienso en todos los ciudadanos con los que me he cruzado hace un rato en el metro, que no subirán nunca o casi nunca a estos aviones, que viajan hoy menos que ayer porque, aunque los billetes sean hoy relativamente más baratos que hace diez años, las desigualdades han aumentado y hoy las condiciones de vida del 10% más pobre de Europa han empeorado y continúan empeorando. Por no mencionar a millones de habitantes de África, Asia y de muchas regiones de América del Sur, que ven agravarse las condiciones de su medio ambiente a causa de los vuelos del 20% más rico del planeta. Sin embargo también ellos, especialmente ellos, necesitarían volar y conocer mundo. Necesitarían más que nosotros, más que yo, volar y soñar. Pero hay un aspecto del que no se habla: si tan solo el 50% de los que hoy están excluidos y atrapados en las periferias existenciales del mundo comenzasen a volar por los cielos, el planeta no lograría sostenerse y todos tendríamos que bajar a tierra. El mensaje triste que se oculta bajo este vuelo aéreo es muy sencillo y no tendría que dejarnos viajar en paz: la exclusión de este bienestar de la mitad de habitantes del planeta es la condición para que nosotros podamos volar. Por eso el verdadero riesgo de sistema de nuestra época es que todos los que hoy están obligados a quedase en tierra un día dejen de mirar pacíficamente al cielo donde solamente vuelan los otros.
Y así, mientras ya casi estamos aterrizando, vuelvo con el corazón y la mente a la Economía de Comunión, a esos jóvenes llenos de esperanzas, y me vuelvo a convencer de que existe un sistema económico-social post capitalista donde todos puedan soñar y volar. Este nuevo sistema tendrá que ver con la palabra comunión. Pero no lo realizaremos nunca si hoy, mientras volamos y no volamos, dejamos de buscarla, pensarla, amarla y creer en ella.