Preguntas desnudas/11 – Mejor es una verdad amarga que un autoengaño dulce.
de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 17/01/2016
"A veces Dios
mata a los amantes
porque no quiere
ser superado
en amor”.
Alda Merini, A veces Dios
La verdad es una necesidad capital del corazón humano. Hemos elaborado nuestras teorías del comportamiento en base a una “pirámide de necesidades” en la que los bienes morales están situados en el tercer y cuarto “piso”, como los bienes de lujo, y sólo nos podemos permitir pensar en ellos después de haber comido y bebido. Es como si la belleza, el amor y la verdad no fueran bienes esenciales, como si el sueño fuera más necesario que la estima, o el sexo más que los afectos, o la seguridad más que los cuidados.
Así nos olvidamos de las historias de muchas personas acomodadas que se han dejado morir por no haber encontrado una buena respuesta a la pregunta “¿por qué tengo que levantarme cada mañana?”, y de otras muchas que han resistido largos años, en condiciones de hambre y sed extremas, sencillamente porque alguien las esperaba en casa. Esta necesidad de verdad sobre nosotros mismos, sobre el corazón y las acciones de los seres queridos, sobre la fe y los ideales que han edificado y alimentado nuestra existencia, puede adquirir muchas formas. Una de ellas, que se presenta de repente un día, es la urgencia vital de comprobar si no habremos entrado dentro de una gran auto-ilusión, de una “burbuja de vanitas” en la que cabemos nosotros, nuestros seres queridos, Dios y nuestras certezas. Ese día todo lo demás se relativiza, esta verdad se convierte en absoluta, y dedicamos nuestras mejores energías a saber si somos tan libres y verdaderos como creíamos o si, por el contrario, hemos caído sin darnos cuenta en una trampa.
Esta experiencia no es universal ni necesaria, pero sí es muy común en aquellos que en su juventud tomaron opciones radicales, creyeron en una promesa, siguieron una voz que les llamaba hacia una tierra nueva. Un día, por los motivos más variados, a estas personas, religiosas o laicas, se les puede presentar la duda de si las realidades de ayer no serán puro viento, un sueño. Ese momento no suele llegar cuando se le ha pedido poco a la vida. Pero cuando se le ha pedido mucho, sobre todo en los años más hermosos llenos de entusiasmo, casi siempre aparece. Algunas veces, poniendo a prueba la duda, descubrimos que este gran autoengaño sólo era aparente, que lo que nos parecía un fantasma era la sombra de una presencia verdadera. Otras veces, en cambio, nos damos cuenta de que nos hemos engañado de verdad, durante mucho tiempo y en cosas muy importantes.
El libro de Qohélet nos decía y nos sigue repitiendo que esta segunda conclusión de la búsqueda es muy buena, no es un fracaso. Mejor es una vida desilusionada pero verdadera que una vida ilusa. Mejor es una verdad amarga que un autoengaño dulce. Su sabiduría es esencialmente un regalo que nos ayuda a liberarnos de las ilusiones. Si la verdad tiene valor en sí misma, las ilusiones desilusionadas son preferibles a las certezas ilusas. Qohélet nos dice que esos momentos de transformación de los “días vanos” en desilusión, esos auténticos despertares, son una verdadera “bendición”, una de las más grandes bajo el sol. Qohélet también sabe que aceptar la "vanitas" y admitir el autoengaño generado por la necesidad de ilusiones son operaciones difíciles y sobre todo largas.
Así, con su método cíclico, repite varias veces los mismos mensajes, pero incorporando cada vez matices nuevos: «¿En qué supera el sabio al necio? En mi vano vivir, de todo he visto: justos perecer en su justicia, e impíos envejecer en su iniquidad» (Qohélet 6,8; 7,15). La repetición creativa y poética forma parte de su estilo. Saber estar quietos durante la repetición de palabras grandes y teóforas exige mansedumbre y fortaleza de corazón y de mente, prácticas que nuestro tiempo ha olvidado y contras las que combate con fuerza en nombre de la eficiencia y la velocidad: «Más vale el paciente que el presuntuoso» (7,8).
Las “vanas” ilusiones están entrelazadas con las verdades más bellas de nuestra vida. Anidan dentro de nuestros talentos. Son la cizaña que crece rodeando al primer grano bueno. Maduran con nosotros, llevan máscaras que reproducen los rostros de las mejores personas de nuestra vida y se alimentan de nuestros carismas más hermosos. Por eso, para liberarnos de las ilusiones necesitamos tiempo y constancia, sobre todo si queremos llegar al final del proceso y no detenernos demasiado pronto. Para que no nos conformemos con los primeros y más sencillos golpes de tallado, que son insuficientes para soltar nuestro iluso pasado, pues estamos demasiado apegados a esos antiguos cachivaches: «No digas: "¿Cómo es que el tiempo pasado fue mejor que el presente?" Pues no es de sabios preguntar eso» (7,10).
La única posibilidad de vencer a la "vanitas" en esta tierra es morir y resucitar mientras estamos todavía vivos. Al menos una vez. Esta muerte-resurrección puede llegar de muchas maneras, algunas luminosas y otras oscuras. Algunas veces adquiere la forma de la superación de una grave enfermedad. Toda gran curación es un combate en un vado nocturno, del que salimos heridos, bendecidos y con un nombre nuevo, con un nuevo cuerpo resucitado con los estigmas de la pasión. Otras veces, sobre todo para los que ya han tenido una primera experiencia de muerte-resurrección (y tal vez porque al haber ‘resucitado’ creen que ya no tienen que volver a “morir”), adquiere la forma de una "gran desilusión". La muerte, en este caso, no empieza con un mal físico o moral contra el que hay que luchar, sino con todo aquello que en la vida pasada representaba lo bello, lo bueno y lo verdadero.
Es el hijo de la promesa que se pone en camino con nosotros, de buena mañana, hacia el monte Moria.
Es raro que estos combates con la gran desilusión tengan un buen final. No es fácil ganar en estas luchas, porque el enemigo no está fuera: luchamos contra la parte mejor de nosotros mismos. Es relativamente fácil llegar al umbral de la desilusión. Atravesarla es mucho más difícil y raro. Intuimos la dureza, la incertidumbre y el extravío de la vida posterior a la ilusión, no afrontamos el miedo a lo desconocido y el dolor de la desilusión, y así fácilmente retrocedemos a la adolescencia. Para evitar la muerte del pasado renunciamos a un nuevo futuro (y a un buen presente).
De esta manera se crea un conflicto entre la necesidad de la verdad y el coste del proceso de liberación de las ilusiones. En un primer tiempo, podemos permanecer dentro de la grieta ilusión-desilusión. Pero este estado de tensión dura poco. Antes o después, debemos decidir si saltamos e intentamos alcanzar la roca al otro lado de la grieta (con el peligro de caer y precipitarnos) o si nos damos la vuelta y emprendemos el camino del retorno a las viejas ilusiones. Si regresamos hacia casa, durante algún tiempo seguiremos sintiendo el malestar y el dolor por la falta de verdad, pero después lo más probable es que empecemos a atribuir a las viejas y nuevas ilusiones el estatus de verdad.
La necesidad de verdad actúa y es más fuerte, prevalece, pero aquí lo hace de forma perversa. “Las ilusiones se transforman en verdad”. Nos adaptamos a la ilusión y para sobrevivir empezamos, casi siempre de forma inconsciente, a llamar felicidad a la infelicidad, y verdad a la ilusión. La trampa se hace perfecta. Otras veces no aceptamos la desilusión y nos hacemos cínicos, nos enfadamos con la vida, con el pasado y con los compañeros-cómplices de los “días vanos”. Otra trampa no menos honda y fuerte.
Raras veces, sin embargo, la operación funciona y un día nos despertamos resucitados. Si la humanidad ha logrado intuir algo de aquella resurrección única de Jesús de Nazaret es porque muchos hombres y mujeres han resucitado miles de veces y lo siguen haciendo. Al comienzo de esta auténtica nueva vida se experimenta una gran soledad. La edad de la ilusión era una experiencia colectiva, social, comunitaria. En cambio, después de atravesar la gran desilusión, nos encontramos solos, y cada uno tiene la sensación de que es el único que vive despierto en un mundo de durmientes.
Si se logra resistir en este tipo especial de sufrimiento moral (no está garantizado), comienza otra fase. Uno descubre que en realidad no está solo, y empieza a conocer, una a una, a otras personas que viven la misma experiencia bajo el mismo cielo. Así surge una nueva socialidad, completamente distinta de la primera. Estos nuevos compañeros se encuentran en los lugares más inesperados e improbables, a veces en los lugares de siempre. Se les descubre en los libros, en el arte, en la poesía, casi siempre entre los pobres.
Finalmente, si el camino continúa, nace el deseo de encontrarse con todos los que todavía siguen dentro de la burbuja de la ilusión, para “despertarles”, liberarles y sacarles de su caverna de sombras, para que se encuentren con la verdadera realidad. En esta misión se trabaja mucho. Y un día se comprende que en esta acción misionera acecha una nueva idolatría, y el ídolo no es otro que nosotros mismos.
Nos encontramos de nuevo al borde de la grieta entre las rocas y debemos decidir si nos quedamos dentro de esta ilusión-idolatría o intentamos un nuevo salto, arriesgándonos a una nueva muerte, esperando una nueva resurrección. Cuando empezamos a resucitar, no debemos dejarlo. Y tal vez, al final, nos daremos cuenta, llorando otras lágrimas distintas, de que aquella verdad resucitada ya estaba presente en la primera “vanitas” contra la que tanto luchamos hasta darle muerte. Y así la mariposa dará las gracias a la larva, la perla a su ostra, el resucitado al abandonado. Pero al principio y durante el proceso, no podremos saberlo: «Más vale el final de una cosa que su comienzo» (7,8).
Qohélet habrá conocido y experimentado algo parecido. Si sabemos buscar entre sus palabras, lograremos ver con claridad el tramo de camino que va de la ilusión a la desilusión y podremos entrever también algún resplandor de la resurrección. Si Qohélet no hubiera resucitado tras la "vanitas", no habría podido regalarnos sus palabras. Su libro no habría entrado en la Biblia. No nos habría alcanzado en nuestras desilusiones ni nos habría dado la mano para acompañarnos en nuestras resurrecciones.
Descarga pdf artículo en pdf (43 KB)