Las parteras de Egipto/8 - El Dios bíblico invita a caminar por el desierto sin miedo
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 28/09/2014
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"Guardarse de la idolatría implica no eludir la pregunta de los hijos e hijas que quieren saber: ‘¿por qué este rito? ¿por qué este mandamiento ético? ¿por qué amar al único Dios? E implica no esquivar las respuestas”
(Jean-Pierre Sonnet, Engendrar es narrar).
Bastó una sola noche para que el faraón olvidara el gran dolor de las plagas y para que las únicas preocupaciones del imperio volvieran a ser los ladrillos y el ‘servicio’ de los israelitas: “Cuando anunciaron al rey de Egipto que había huido el pueblo, se mudó el corazón de Faraón y de sus servidores respeto del pueblo, y dijeron: «¿Qué es lo que hemos hecho dejando que Israel salga de nuestro servicio?». Faraón hizo enganchar su carro y llevó consigo tropas” (14,5-6). El alba del nuevo día puso de manifiesto que en aquella liberación no había gratuidad alguna.
La primera característica básica de todos los regímenes idolátricos es precisamente la falta de gratuidad, que, por el contrario, es la primera dimensión de la fe bíblica. La creación es don, la alianza es don, la promesa es don, la lucha contra la idolatría es don. Gratuidad es el otro nombre de YHWH. La cultura del ídolo odia el don. Es su mayor enemigo en la tierra, porque el ídolo ‘sabe’ que el contacto con el espíritu de gratuidad le mataría, extrayendo su poder encantador. Para crear reinos idolátricos, la primera operación de los faraones es intentar eliminar cualquier resto de don auténtico de su espacio ‘sagrado’, y llenarlo todo únicamente de objetos y mercancías. Para ello, en nuestro tiempo se intenta trivializar y ridiculizar la gratuidad, considerándola como una nostalgia infantil de adultos malcriados. Después se intenta dejarla reducida a los gadgets (artículos superfluos) del faraón, o a descuentos, tarjetas de fidelización y regalos inocuos permitidos únicamente en sus ‘fiestas’. Pero la forma más solapada de expulsar la gratuidad es confinándola dentro del ámbito ‘no lucrativo’ y dejando su monopolio en manos de las instituciones filantrópicas o de los patrocinadores que, como el chivo expiatorio, tienen el objetivo de hacerse cargo de todo el don-gratuidad de la aldea, sacarlo fuera y dejar que muera en el desierto.
Así la aldea queda en silencio. El ídolo no puede hablar. Así también sus adoradores acaban por perder el don de la palabra. Resulta siempre lacerante el ensordecedor silencio que reina en las salas de máquinas tragaperras que están ocupando nuestras ciudades, o en las mesas de los estancos, cafeterías, bares y oficinas de correos, donde hay hombres, muchas mujeres y demasiadas ancianas que ‘rascan’ en religioso silencio y en desesperada soledad, sometidos a trabajos forzados por nuevos faraones sin piedad: “Ellos [los ídolos], por muy dorados y plateados que estén, son falsos y no pueden hablar” (Baruc, 6,7). Por eso es infinito el valor de la palabra de YHWH, que no es ídolo precisamente porque habla, porque no es una imagen sino una voz que puede escuchar nuestra voz y nuestro grito.
El imperio idolátrico/separador alcanzará su plenitud el día en que toda la gratuidad esté en manos de sus profesionales, separada de la vida ordinaria de las ciudades y de las empresas. Cuando cada banco haya constituido su fundación, cuando las multinacionales de los juegos de azar y de las armas haya financiado la cura de sus víctimas, el veneno (regalo) inyectado como vacuna en el cuerpo capitalista habrá alcanzado su objetivo y finalmente la gratuidad nos salvará. El nuevo culto será total, durante todas las horas de todos los días. Pero no lo conseguirán, porque la gratuidad tiene una gran resiliencia, ya que anida en la parte más profunda y verdadera del corazón humano. La invencibilidad de nuestra vocación a la gratuidad es la que hace que, más tarde o más pronto, los imperios caigan. En ella radica nuestra esperanza de poderlo lograr también hoy.
La visión de los caballos y de los carros egipcios originó la primera prueba de los hebreos fuera de Egipto: “Temieron mucho los israelitas y clamaron a YHWH. Y dijeron a Moisés: «¿Acaso no había sepulturas en Egipto para que nos hayas traído a morir en el desierto? ¿Qué has hecho con nosotros sacándonos de Egipto? No te dijimos claramente en Egipto: «Déjanos en paz, queremos servir a los egipcios? Porque mejor nos es servir a los egipcios que morir en el desierto»" (14,10-13).
Así comienzan las ‘lamentaciones’ y las ‘murmuraciones’. El pueblo liberado de la esclavitud de Egipto necesitará mucho tiempo para liberarse del recuerdo de Egipto y de las ventajas de la esclavitud. De inmediato comprende que el peligro de morir aumenta (“¿no había sepulturas en Egipto?”) cuando se es libre. Con la libertad, la posibilidad de la muerte se hace más cercana. Fuera de los campos de trabajo se experimenta, paradójicamente, una mayor vulnerabilidad, puesto que en todas las esclavitudes se crea una forma de alianza entre opresor y oprimidos: al esclavo se le mantiene con vida porque debe producir ladrillos. Ningún patrón racional (los imperios lo son) mata al instrumento de sus beneficios, quiere mantenerlo con vida para explotarlo hasta el final. Por eso si tenemos miedo de arriesgar la vida, no podemos liberar a nadie, como bien saben los mártires de ayer y de hoy.
La libertad es un ‘bien’ muy delicado y complejo. La buscamos, la deseamos, la anhelamos durante la esclavitud, pero en cuanto somos liberados nos damos cuenta de que también la nueva condición tiene sus típicos costes, sufrimientos y dificultades. Así pues, casi siempre terminamos añorando la esclavitud y sus ‘bienes’ (que durante las pruebas de la libertad se amplifican e idealizan).
La principal dificultad que experimentan quienes viven o acompañan procesos de liberación es la de seguir siendo libres después de haber sido liberados, porque el tiempo de la esclavitud no prepara para la difícil gestión de la libertad real. Si es difícil liberarse de una relación patológica con un hombre violento, más difícil aún es resistir y no volver con él durante las solitarias noches pasadas entre lágrimas (“mejor nos es servir a los egipcios que morir en el desierto”). Si es difícil desligarse de los empresarios que garantizaban contratos y trabajos para la empresa heredada de la familia, más difícil aún es no volver a llamar a esas antiguas y seguras puertas hoy, cuando la crisis económica arrecia, no hay trabajo, y los egipcios están a punto de alcanzarnos (“¿No te dijimos claramente en Egipto: Déjanos en paz, queremos servir a los egipcios?”). Los procesos de verdadera liberación son muy largos, y la salida de la tierra de la esclavitud es tan solo el comienzo del camino. Sin un ‘Moisés’ (un amigo, una asociación, una institución pública, una madre, un hijo…) que sigan creyendo en la promesa y en el valor de la liberación, creyendo también por nosotros, muchas veces acabamos volviendo a la esclavitud.
El libro del Éxodo es un gran ejercicio espiritual y ético no sólo para quienes comienzan la liberación, sino para todos aquellos que deben resistir en la libertad, en el largo camino después de la salida de Egipto. También por esta razón, el Dios bíblico no es el dios del espacio (el espacio está ocupado por los ídolos), sino el Dios del tiempo, que nos llama a salir, a caminar a través del desierto hacia una promesa que siempre está más allá de los límites de nuestras certezas y nuestros miedos.
Esta primera prueba del pueblo y de Moisés cerca del mar, contiene otra enseñanza que va dirigida de manera muy especial a los fundadores (y a los continuadores) de comunidades, obras, movimientos, organizaciones con motivación ideal. Han respondido a la llamada, han iniciado un gran proceso de liberación para ellos mismos y para muchos, han salido y han emprendido el camino del mar. Pero al final de la noche de la liberación no se ve una vía de salvación sino un muro que parece infranqueable. El faraón viene por detrás, el mar cierra el paso, y el pueblo rescatado protesta como queriendo volver atrás, anulando el sentido y el dolor de esta historia de salvación. Estas soledades fieles son las pruebas típicas de los fundadores, de las que salen si son capaces de imitar a Moisés: “Contestó Moisés: «No temáis»” (14,10-13). También Moisés sentiría miedo, tal vez más que ningún otro, pero consigue animar y alentar: “No temáis”. Estas pruebas involucran a toda la comunidad (todos tienen miedo) pero el fundador/responsable vive una doble prueba: el miedo de todos ante una posible muerte inminente y el abandono por parte de la comunidad. Para cruzar el mar y no morir hace falta al menos un “Moisés” que siga creyendo, esperando, resistiendo, sintiendo y actuando en la dirección opuesta a la que tomaría la comunidad atemorizada.
Hay momentos decisivos en la vida de las comunidades y de las instituciones en los que la salvación sólo llega si en sus responsables tienen la capacidad-virtud de no ceder ni secundar los miedos colectivos, de remar contra corriente, resistiendo el desaliento del pueblo, y de seguir creyendo en la promesa que un miedo inminente y muy real está apagando. Aquellos que gobiernan buscando siempre el consenso de todos, o de la mayoría del pueblo, pueden ser buenos líderes en la vida ordinaria de los ‘campos de trabajo’, pero no salvan a nadie en los momentos de las grandes pruebas colectivas, cuando hace falta la sabiduría de resistir, con dificultad y en soledad, moviéndose en dirección distinta a la que desearía la comunidad atemorizada y murmurante. Esta capacidad-sabiduría de seguir moviéndose obstinadamente en dirección contraria es especialmente valiosa también para el arte de la política en tiempos de grandes crisis, un arte que es todo gratuidad y por eso es tan raro en el tiempo de la idolatría.
Pero aquellos que consigan resistir, aplastados entre los egipcios y el pueblo, tal vez asistan al milagro de la transformación del mar, de muro infranqueable en puerta abierta hacia la tierra de la promesa: “Los israelitas entraron en medio del mar a pie enjuto, mientras que las aguas formaban muralla a derecha e izquierda” (14,21-22).
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