Hay un velo que desvela la falsedad

Las parteras de Egipto/19 - El verdadero profeta siempre está al servicio de una palabra que no es la suya.

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 14/12/2014

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Logo Levatrici d EgittoEntre un mandamiento y otro, en las tablas fueron grabados todos los preceptos de la Torah, hasta sus mínimos detalles. Aunque eran de granito, las tablas se podían enrollar como una hoja. Cuando el Eterno las tomó para entregárselas a Moisés, cubrió con las manos su tercio superior, mientras él cubría el tercio inferior; del tercio que quedó libre salieron los destellos divinos que irradiaron el rostro de Moisés” (L. Ginzberg, Las leyendas de los judíos).

El perdón no hace retroceder el tiempo ni puede borrar los hechos o las palabras. Pero tiene la fuerza de hacernos renacer, de resucitarnos a una vida nueva, de recoger y acoger el cuerpo herido para hacer de él un cuerpo nuevo y distinto, convirtiendo los estigmas en un rostro radiante de luz.

La tierra vive gracias a que cada mañana hay personas que perdonan y, aceptando el perdón, son capaces de estipular nuevas alianzas tras las grandes traiciones; capaces de escribir nuevas promesas en nuevas tablas, tras la rotura de las primeras por nuestra maldad. La capacidad de perdonar y de volver a empezar de verdad es una de las cosas que hace inmenso al ser humano, ‘poco inferior a los Elohim’ (Salmo 8). Si hay un momento en que las mujeres y los hombres son verdaderamente dignos de su imagen divina es cuando perdonan. El perdón es el acto espiritual más cercano al acto creador divino, porque re-crea nuestras relaciones a partir de la nada en la que las hemos confinado y genera nuevas alianzas.

“Dijo YHWH a Moisés: ‘Labra dos tablas de piedra como las primeras, sube donde mí, al monte, y yo escribiré en las tablas las palabras que había en las primeras tablas que rompiste’” Éxodo 34,1). Las primeras tablas, las que YHWH había preparado y esculpido, ya no existen. Están rotas. El delito colectivo del becerro de oro las ha destruido para siempre. Estas nuevas tablas deberán ser ‘talladas’ por Moisés, con sus manos y con su trabajo.

El verbo ‘tallar’ (psl) tiene la misma raíz que el sustantivo ‘imagen’ (pesel). Así pues, hay un vínculo fuerte entre las tablas talladas y la prohibición absoluta de hacer imágenes de YHWH. La palabra es la única imagen posible de ese Dios distinto, una palabra que ahora se convierte también en palabra escrita, en escritura.

Para entender qué es la Escritura y qué lugar ocupa en el humanismo bíblico, debemos adquirir conciencia de que, cuando leemos la Biblia, repetimos la experiencia de la voz que se convierte en escritura. Volvemos al campamento y, turbados y heridos por la traición del becerro de oro, vemos, asombrados y emocionados, a Moisés descender radiante llevando en sus manos la palabra oída en el monte y escrita sobre dos tablas de piedra.

Ante la buena imagen de la palabra escrita y guardada, todos los poetas, escritores, compositores y periodistas deberían exultar de alegría y reconocimiento. El Éxodo, con el don de la voz invisible, plantea una clara oposición entre el becerro de oro (imagen equivocada) y la palabra escrita, enseñándonos que, para curar la tendencia idolátrica que existe en cada uno de nosotros, hay que escuchar la palabra dicha pero también leer la palabra escrita. Nos dice que toda lectura de la palabra escrita es escucha y diálogo, ejercicio primero del oído y después de la vista. Podemos salvarnos de los fetiches poniéndonos a la escucha, pero también podemos salvarnos de muchos tótems que ocupan nuestro tiempo volviendo tal vez a leer y a escribir las palabras.

Este capítulo del Éxodo nos regala también una intuición acerca de la razón por la cual los hombres y las mujeres se encuentran de algún modo con la verdadera salvación cuando ‘escuchan’ grandes novelas o cuando se ‘encuentran’ con la poesía. Cuando la palabra de la voz decidió convertirse en palabra escrita, elevó el estatuto ético y espiritual de toda palabra escrita. De forma análoga, la palabra (verbo) hecha hombre ha elevado el valor de todos y cada uno de los hombres. Y ha aumentado la responsabilidad de las palabras que decimos y escribimos, la responsabilidad de todas las palabras.

Al mismo tiempo, el Éxodo nos dice que ésta y todas las palabras escritas son segundas palabras, porque la primera palabra escrita, esculpida directamente por YHWH, fue rota por la rebelión del pueblo. La primera palabra escrita ya no existe, y nuestras palabras escritas después del becerro dorado en el campamento de la historia llevan impresa una profunda nostalgia de una primera palabra perdida para siempre. Aquí radica, tal vez, el dolor de parto que genera la verdadera escritura y la poesía que perdura. El Éxodo nos recuerda que también las segundas palabras son verdaderas y dictadas por YHWH, pero nosotros debemos hacer el trabajo de tallar las tablas de la palabra primero dictada y después escrita.

Los que escriben o componen versos saben que toda palabra verdadera que viene a su pensamiento es antes palabra dictada. El descubrimiento de que las palabras se reciben es la primera experiencia de todo escritor y poeta, un descubrimiento que le deja siempre boquiabierto. No es extraño que el trabajo de ‘tallar las tablas’ nos haga percibir el fuego y los olores de la teofanía del Sinaí.

Moisés prepara las nuevas tablas (“labró dos tablas de piedra como las primeras”; 34,4), sube de nuevo al Sinaí y le pide a YHWH perdón para el pueblo: “Si en verdad he hallado gracia a tus ojos, oh Señor, dígnese mi Señor venir en medio de nosotros, aunque sea un pueblo de dura cerviz; perdona nuestra iniquidad y nuestro pecado” (34,9). Moisés usa la gracia que ha conquistado con su fidelidad para obtener el perdón del pueblo. Este es el primer ‘oficio’ de todo verdadero responsable de una comunidad. Y llegan el perdón, la nueva alianza y el don de las tablas: “Dijo YHWH a Moisés: ‘Consigna por escrito estas palabras, pues a tenor de ellas hago alianza contigo y con Israel’” (34,27).

Moisés baja del monte con las tablas ‘en sus manos’, pero “no sabía que la piel de su rostro se había vuelto radiante, por haber hablado con él” (34,29). Es misterioso y maravilloso este esplendor del rostro del profeta. Moisés no es consciente de que su rostro brilla con una luz nueva y distinta. El esplendor del propio rostro, todo esplendor, es experiencia relacional. Son los otros quienes, al vernos, nos lo revelan: “Aarón y todos los israelitas miraron a Moisés, y al ver que la piel de su rostro irradiaba, temían acercarse a él” (34,30).

Moisés no ve el rostro de YHWH, sólo escucha una voz. Sin embargo, su rostro humano lleva la huella de ese encuentro y de ese diálogo. La experiencia espiritual y mística es siempre experiencia encarnada. El rostro y la mirada luminosa son el primer signo (sacramento) de que no nos hemos encontrado con un ídolo. Los ídolos, además de someternos, nos hacen más feos, y los demás lo ven. El diálogo con la voz nos embellece y los otros deben ver esta belleza distinta. El rostro de Dios no podemos verlo, pero podemos ver su luz en nuestros rostros.

El profeta también necesita a la comunidad para descubrir que su rostro es luminoso. La fe de todos es siempre una experiencia relacional. Moisés no ve la cara de la voz que le transforma el rostro, la ve con los ojos del pueblo. Es el cruce de miradas el que nos hace ver a Dios. La vida en soledad, que atraviesa todo el Éxodo, es típica del profeta, pero éste necesita de los demás para ver las señales de su vocación, que sólo florece plenamente gracias a la mirada confiada de sus compañeros de viaje. La imposibilidad de ver el esplendor del propio rostro es un sufrimiento típico de quien recibe una verdadera vocación profética, que así se hace humilde y siempre mendigo de reciprocidad. “Cuando Moisés acabó de hablar con ellos, se puso un velo sobre el rostro. Siempre que Moisés se presentaba delante de YHWH para hablar con él, se quitaba el velo hasta que salía” (34,33-34). Este misterioso velo que Moisés se pone al terminar de narrar al pueblo la palabra escuchada nos sugiere una dimensión importante de la vocación profética. Después del Sinaí hay ‘dos tipos de palabras’ de Moisés: las que pronuncia sin velo, cuando transmite al pueblo la voz escuchada en la ‘tienda del encuentro’, y las que Moisés dice con el velo, cuando, concluido su encuentro profético, vive su vida corriente y habla palabras distintas.

Saber distinguir las palabras distintas de los profetas y ver su velo es una operación fundamental para todas las comunidades religiosas, sobre todo para los movimientos y las comunidades carismáticas nacidas de un fundador (todo carisma es profecía). Una grave patología, tal vez la más grave, de las comunidades nacidas alrededor de un ‘profeta’, comienza cuando el profeta o sus compañeros y compañeras empiezan a pensar que las palabras de la ‘tienda del encuentro’ son de la misma naturaleza que las pronunciadas en la ‘tienda de casa’. Los profetas entonces se convierten en falsos profetas (o revelan su verdadera naturaleza). El profeta habla de forma distinta porque primero escucha una voz que no es suya, es guardián de bienes que no son suyos. El profeta sirve a una palabra que no es la suya. Una primera e inequívoca señal que indica la naturaleza de falso profeta es la no existencia de ningún ‘velo’, la falta de distinción entre sus palabras y las de la voz, la convicción de que toda palabra que sale de su boca es palabra de la voz. Y el profeta se transforma en un ídolo. Todo profeta verdadero sabe que la salvación más difícil, pero crucial, que debe dar a su pueblo es la suya propia. Su voz no debe ocupar el lugar de la voz de YHWH. Esta es la gran tentación de todo profeta, el peligro fatal de toda profecía.

No todas las palabras de los profetas son palabras de YHWH. La Biblia no es una ‘transcripción’ de todas las palabras pronunciadas por los profetas, sino sólo de aquellas escuchadas y dichas en el monte o bajo la tienda del encuentro: “Los israelitas veían entonces que el rostro de Moisés irradiaba y Moisés cubría de nuevo su rostro hasta que entraba a hablar con YHWH” (34,35).

La tierra está llena de personas que, incluso de buena fe, se construyen itinerarios y prácticas ‘espirituales’ a su medida, que conducen a un diálogo con un ‘tú’ que no tiene nada de YHWH ni de Elohim. Los profetas, con su rostro radiante y con su ‘velo’, nos garantizan que al final de la búsqueda de nuestra vida no nos encontremos con un fetiche, que la voz que escuchamos no sea un simple eco de la nuestra. Y así nos siguen salvando.

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