Entre Judas y la Magdalena nació la economía europea

Entre Judas y la Magdalena nació la economía europea

La feria y el templo/6 - La escasa valoración del trabajo y del mercado es fruto de la cultura arcaica y grecorromana y de ideas «teológicas» erróneas.

Luigino Bruni

Original publicado en Avvenire el 13/12/2020

El «ecónomo-traidor» se convirtió en el prototipo de aquellos que venden para ganar, del vil comercio, y María Magdalena. que aúna a tres mujeres distintas de los Evangelios, en símbolo del piadoso derroche para el culto y el bien común.

Para comprender la ética económica europea es necesario acudir a la figura de Judas, aunque esta asociación no resulte inmediata. Judas Iscariote, además de traidor y “cajero” de la comunidad de los doce, era un “pésimo comerciante”, debido a la ínfima cantidad de dinero, treinta denarios, que pidió a cambio de su traición. Tal cantidad resultaba irrisoria e infame, en comparación con otras cantidades de dinero pagadas en la Biblia (como, por ejemplo, por la tumba de Sara o por el campo de Jeremías en Anatot). En la Edad Media, Judas el ecónomo, Judas el traidor y Judas el mal comerciante se entremezclaron suscitando leyendas populares. En la “Navegación de san Brendan” (siglo X) se presentaba a Judas como un nuevo Edipo: el padre de Judas soñó que su hijo le mataría y lo abandonó en Jerusalén, donde entró en la corte de Herodes; allí se convirtió en ladrón, mató a su padre y se casó con su madre, antes de acabar en la comunidad de los apóstoles. 

Tal y como muestra el historiador Giacomo Todeschini en su obra esencial “Come Giuda” (2011), la figura de Judas se convirtió en icono del hebreo medieval de las ciudades europeas, cuando la ambivalencia semántica Judas/judío terminó aplicando el pecado de Judas a todos los hebreos por el simple hecho de serlo (el antisemitismo europeo se extendió a la esfera económica y financiera). En el segundo milenio, para la piedad popular, para el arte y para gran parte de la teología, Judas puso también cara a todos los operadores económicos que trabajaban con ánimo de lucro. No solo a los usureros, sino a cualquier persona que actuara para obtener una ganancia. De este modo, los comerciantes, los artesanos y los trabajadores por cuenta ajena quedaron asociados al ecónomo de los doce, puesto que, al igual que él, vendían algo para obtener dinero.

Detrás de la escasa valoración ética y espiritual del trabajo en la Edad Media hay muchos factores, algunos heredados del mundo grecorromano (el trabajo manual era una actividad típica de los esclavos) y de las culturas arcaicas (quien toca la materia es impuro). Pero también tuvo importancia la sombra amenazadora de Judas que se extendió sobre todo trabajo tendente a ganar dinero: «En esta época [’500] por la península se extendió la estúpida opinión de que el trabajo, incluido el mercaderil, hacía perder la nobleza» (Amintore Fanfani, “Storia del lavoro in Italia”). La desconfianza abarcaba a los ecónomos de las comunidades y a los cillereros de los monasterios. De este modo, Judas se convirtió en una especie de “santo protector” a la inversa para aquellos que vendían algo a cambio de dinero, actividad que no difería mucho de la de las meretrices (de merere: ganar). En este contexto religioso nació la expresión “trabajo mercenario”, usada para cualquier trabajo asalariado o con compensación monetaria.
Esta sospecha ética atravesará toda la Edad Media y la Modernidad. En el influyente “Manual para confesores” del abad Gaume (la edición que poseo es la cuarta, Nápoles, 1852) se lee: «Si un comerciante viene a confesarse, preguntadle si ha engañado en el peso o en la medida, o si ha vendido por encima del precio mayor… Si es un sastre, preguntadle si ha alterado el precio de las telas… Un comerciante no puede exigir nada por encima de lo que ha gastado». Es interesante esta última recomendación, basada en la idea de que pedir un precio mayor al coste es un pecado, un robo. Supone afirmar que cualquier incremento en el precio de los bienes por parte de quien comercia con ellos es indebida, ya que el comercio no crea valor añadido y por tanto no justifica beneficio alguno. Esta idea extravagante llevó durante siglos a considerar a los comerciantes como usurpadores de la riqueza de sus clientes. Se trata de una idea “teológica” y no de la simple consecuencia de una teoría primitiva del valor (vinculada a la cosa en sí) o de una estructura económica estática que considera el comercio como un “juego de suma cero” (si el que vende gana +1, el que compra pierde -1).

Al mismo tiempo, se toleraba a los comerciantes y a los trabajadores “mercenarios” (con la grave excepción de los hebreos), aunque se les asimilara a Judas. Se les dejaba vivir y actuar en nombre de la misma tolerancia que tuvieron Jesús y los once con Judas, aun sabiendo que era un “ladrón”. Esta tolerancia inspiró también la “leyenda áurea” de Jacobo de Varazze, donde al Iscariote, que estaba en el infierno, con ocasión de algunas fiestas (Navidad, Todos los Santos…) se le condonaba y suspendía la pena. La interpretación teológica subyacente era la asociación entre la traición de Judas y el paradójico beneficio obtenido de su pecado: la salvación de la cruz. En el ciclo de Pietro Lorenzetti en la basílica inferior de San Francisco de Asís, Jesús es representado en el doble gesto de separarse de Judas y bendecir lo que está aconteciendo. El mismo beneficio paradójico de los trabajadores mercenarios. Esta lectura teológica se apoya también en el pasaje evangélico del administrador deshonesto elogiado por Jesús – que es también el único lugar donde aparece en los evangelios la palabra griega oikonomia (Lc 16,1-9). Jesús no elogia a Judas, pero es el único apóstol al que llama «amigo» en los evangelios: «Amigo, ¡a lo que estás aquí!» (Mt 26,50). También estas palabras únicas de la Biblia esconden algo importante.

La civilización medieval generó una idea negativa del trabajo remunerado y de la ganancia. Se despreciaban los servicios que algunos hombres prestaban a otros a cambio de dinero. No eran considerados como expresión de asistencia mutua ni de mutuo provecho, sino como una forma de servidumbre que, sin embargo, entonces no rebajaba al patrón sino al esclavo. ¿Cómo pudo este desprecio del trabajo producir el capitalismo en la modernidad? Un primer indicio lo encontramos en otra protagonista evangélica, aún más improbable, de la ética económica europea: María Magdalena. Su figura es muy amada por los evangelios, y central para los apócrifos gnósticos (Evangelio de María y Evangelio de Felipe). Pero la María Magdalena de la piedad popular y de las tradiciones cristianas medievales no es solo la María Magdalena de los evangelios. Es más bien una “construcción”, el resultado de una combinación de varias mujeres: la llamada propiamente María Magdalena, de la que Jesús «había expulsado siete demonios» (Mc 16,9), la María de Betania, hermana de Marta y de Lázaro, y la pecadora, presente en los cuatro evangelios, que entró en una casa de Betania donde estaba Jesús y le ungió la cabeza (o los pies) con perfume. En un momento determinado de la historia de la Iglesia, la Magdalena se convirtió en la fusión de estas tres mujeres – Gregorio Magno tuvo en esto un papel importante, Homilía 33, Roma, año 593.
Según la versión que da Juan del episodio de la pecadora, en la escena estaba presente Judas. Juan retoma el relato de los evangelios sinópticos (donde la pecadora de la casa de Betania es anónima: Mc 14,1-9), y transforma a esta mujer en María, la hermana de Lázaro: «María tomó trescientos gramos de perfume de nardo puro, muy costoso, ungió con ello los pies a Jesús … Judas Iscariote, uno de los discípulos, el que lo iba a entregar, dijo: ¿Por qué no han vendido ese perfume en trescientos denarios para repartirlos a los pobres?». Juan comenta: «Lo decía no porque le importaran los pobres, sino porque era ladrón; y, como llevaba la bolsa, sustraía de lo que ponían en ella» (Jn 12,3-6). Judas es traidor, ladrón y avaro. María es la buena mujer pródiga, que para honrar a Jesús derrocha una cantidad diez veces mayor a la que pedirá Judas.
Con el paso de los siglos, el contraste polar entre Judas y María, transformada en María Magdalena, será decisivo. Judas se convertirá en la imagen de aquellos que venden para ganar, en icono de todo comercio infame y del trabajo mercenario. La Magdalena, en cambio, será el símbolo del buen uso de la riqueza, del derroche piadoso, del dinero para el culto y por tanto para la iglesia y para el Bien común. El dinero ganado trabajando es el de Judas; el dinero invertido en el culto es piadoso y santo. La Magdalena se convertirá así en el anti Judas, también en la relación con el dinero. Como muestra Todeschini, con el paso de los siglos, la piedad popular y el gran arte representarán cada vez más a la Magdalena como una mujer rica, lujosa y noble, una pecadora santa porque decidió usar su anterior riqueza para un fin santo. El dinero de la antigua meretriz se convertirá en santo, y el dinero del trabajador en una forma de meretricio.

Así llegamos al centro de esta historia. La riqueza mala se vuelve buena cuando es usada para el culto y para las obras eclesiásticas y públicas. Nace la economía de la magnificencia. El dinero ganado para vivir y para mantener a la familia es como el de Judas. En cambio, el dinero gastado para el culto público es como el de la Magdalena. Poco importa si ese dinero procede de la deuda: «Todas las felicidades concurren juntas a la felicidad de un hombre que, no teniendo nada propio, sabe vivir con lo ajeno» ("Il Debitor felice", Nuzio Petroni da Trevi, finales del siglo XVI). De forma parecida, Francesco Berni afirma: «Haced, pariente mío, préstamos, tomad a crédito, a interés, y dejad que otros se preocupen: porque uno urde la tela y otro la teje» ("In lode del debito", 1548). Estas historias teológicas también están detrás de las actuales tensiones entre los países del Norte y los del Sur de Europa acerca de la deuda. La riqueza privada y el beneficio pueden transformarse en riqueza buena y civil si se abandona la economía de Judas y se elige la economía de la Magdalena. Esta visión también está presente en la fundación de los Montes de Piedad. Decía Bernardino de Feltre: «Tú piensas que el Monte solo es útil para los pobres. Yo, en cambio, que los pobres lo necesitan para sus necesidades materiales tanto como los ricos para su alma» (Sermones II).

Un último paso. Los grandes comerciantes, los banqueros y, por tanto, los grandes actores de la economía y de las finanzas no incurrían en la condena de Judas, porque ganaban bastante riqueza como para donar una parte al culto, a la iglesia y al Bien común, en vida o al menos después de muertos. Judas se fue convirtiendo cada vez más en la imagen del pequeño comerciante, del artesano, del pequeño empresario. La pésima reputación con la que el concepto de “beneficio” ha llegado hasta nuestros días no se debe a los grandes operadores económicos. El lucro considerado infame fue el de la pequeña ganancia de nuestros conciudadanos. Muchos siglos después llegó el capitalismo con su nueva ética protestante del trabajo-vocación. Pero ¿estamos seguros de que el antiguo estigma de la ganancia “normal” ha desaparecido? Tal vez no sea casual que cuando Adam Smith quiso poner cara a aquellos que no actuaban en los negocios por “benevolencia” eligiera «al carnicero, al cervecero y al panadero» (1776) y no a los administradores de la Compañía de las Indias ni a los grandes banqueros ingleses y holandeses. En esta economía, “lo pequeño es feo”. Ayer igual que hoy, cuando el enemigo del bien común no es la gran multinacional sino el comerciante del barrio, y se confía la “salvación” a una “lotería de recibos” que transforme, a su pesar, los vicios privados en virtudes públicas. La imagen de Judas no fue la del gran capitalista sino la del trabajador-empresario de la puerta de al lado. ¿Hasta cuándo?


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