Y la libre pobreza franciscana dio verdadero valor al dinero

Y la libre pobreza franciscana dio verdadero valor al dinero

La feria y el templo/5 - Los hermanos, al no usar dinero, se convirtieron en maestros de otra economía, porque además de las monedas de Judas están las del Buen Samaritano.

Luigino Bruni

Original publicado en Avvenire el 06/12/2020

El rechazo de los primeros seguidores del santo de Asís a cualquier riqueza produjo innovaciones económicas fundamentales y ha mantenido viva una profecía que aún es capaz de futuro.

La altísima pobreza de Francisco fue algo único en la historia: un amor loco, absoluto, totalmente imprudente, contrario al sentido común. Sin embargo, su rechazo radical del dinero y de la riqueza generó la comprensión más profunda sobre la naturaleza de la economía. El dinero está presente en el comienzo de la vocación de Francisco. Cuando realiza su última venta «aparejado el caballo, monta sobre él y, cargados los paños de escarlata para la venta, camina ligero hacia la ciudad de Foligno. Vende allí, como siempre, todo el género que lleva y, afortunado comerciante, deja el caballo que había montado a cambio de su valor. De vuelta, liberado de todo peso, delibera religiosamente qué hacer con el dinero» (Celano, “Vida Primera, Cap IV). Libre de todo peso: Francisco vive la venta de todos sus bienes como una liberación de todo peso. Felix mercator: Francisco se libera de poco porque lo quiere todo. Nunca se ha visto un tipo de interés más alto. Cuando el sacerdote de San Damián rechaza su dinero, Francisco, «auténtico despreciador del vil metal, lo arroja a una ventana». 

En la Regla de 1221, Francisco aclara en qué sentido es un «auténtico despreciador del vil metal». En ella – como explica Paolo Evangelisti (a quien doy las gracias) en su obra fundamental “El dinero franciscano entre norma e interpretación” – ocupa un lugar central la relación de los frailes con el dinero: «Ninguno de los hermanos en modo alguno tome ni reciba ni haga que se reciba pecunia o dinero … porque no debemos estimar y reputar de mayor utilidad la pecunia y el dinero que los guijarros» (Regla no bulada, Cap. VIII). Pecunia o dinero, es decir monedas o cualquier bien con valor de intercambio.

Los frailes pronto comenzaron a ser conocidos como hombres «ajenos al dinero». Los franciscanos no solo tenían prohibido recibir monedas. Ni siquiera podían tocarlas con las manos, ni con un trozo de madera, ni llevarlas en la alforja o en la capucha. Era como si la moneda fuese impura. El rechazo era radical, total, absoluto. Los primeros comentaristas franciscanos de la regla de Francisco (Hugo de Digne, Buenaventura, Olivi...) insistían mucho en la prohibición de recibir y manejar dinero, porque la consideraban un elemento fundamental de la identidad franciscana, un atributo esencial de la naturaleza de su carisma. En las primeras generaciones de franciscanos, la ajenidad con respecto al dinero y a la pecunia fue total, radical, incondicional: del mismo modo que Francisco interpretó el evangelio sine glossa (a la letra), aquellos franciscanos intentaron interpretar a Francisco sine glossa. Y de este modo lo salvaron.

Y así, mientras el dinero invadía las ciudades europeas, los laicos franciscanos manejaban monedas todos los días, los monasterios seguían aumentando sus propiedades y las iglesias y las catedrales resplandecía por su magnificencia, los franciscanos siguieron aferrados con todas sus fuerzas a la altísima pobreza e hicieron de ella su primer prestigio. La credibilidad pauperista, entendida como separación del dinero, se convirtió en el gran objetivo del movimiento franciscano. Había que sacrificarlo todo para conservarla, porque estaba claro que la profecía franciscana se desvanecería si se desvanecía la altísima pobreza traducida como vida no monetaria. Empezando por el hábito, al que Francisco dedicó en la Regla una atención concreta (de «precio y color viles»). El hábito no hace al monje, pero el hábito sí hace al fraile: «Todos los hermanos vístanse de ropas viles y puedan reforzarlas de sayal y otros retazos» (cap. II). Los conventos no debían poseer nada. En sus iglesias, sobrias en arquitectura, decoración y campanarios sin torre, no debía haber ningún objeto donde recoger monedas. Podría decirse que había una obsesión con el dinero, que incluía el trabajo de los frailes.

Leemos en la Regla: «Y los hermanos que saben trabajar, trabajen y ejerzan el mismo oficio que conocen … Y por el trabajo podrán recibir todas las cosas necesarias, excepto dinero» (VII). ¿Por qué? ¿Cuál es la razón de este distanciamiento absoluto de la moneda? No es fácil responder, porque en el corazón de los grandes carismas hay un velo que hace imperfecta la visión de su intimidad más secreta. Pero algo se puede intuir, sobre todo explorando la tradición de los primeros siglos del franciscanismo. Fray Bartolo de Sassoferrato, por ejemplo, proporciona algunos elementos. La afirmación de que el hermano que trabaja tiene derecho a una recompensa pero no en moneda, excluye también la posibilidad de estipular un contrato para establecer el importe de la recompensa: «Siempre que no estipulen un contrato o un acuerdo que tenga como objeto una paga» (citado en Evangelisti, p.258). Esta segunda prohibición puede parecernos extravagante, si la vemos con nuestros ojos. Pero podemos aventurar una hipótesis. Establecer una compensación por el trabajo antes de realizarlo podía llevar al hermano a hacer del dinero la razón de su trabajo. La recompensa podía convertirse en la motivación de la obra. Quizá fuera esta la primera raíz de la distinción entre incentivo y premio: la recompensa (no monetaria) solo podía aceptarse si era un premio, no un incentivo. El premio era la recompensa por un comportamiento virtuoso que, en todo caso, incluso sin premio, sería realizado. En cambio, el incentivo era la razón sin la cual no se realizaría determinada acción. Así pues, el premio era visto como un encuentro de reciprocidad y de libertad, que exigía en quien actuaba un componente esencial de gratuidad. Tan es así que la recompensa, para los franciscanos, no debía ser cierta, y al hermano que no recibía recompensa alguna por su trabajo se le recomendaba recurrir a la limosna.
Esto nos permite entender una dimensión esencial de nuestro trabajo, totalmente olvidada. Los antiguos franciscanos, al afirmar que la motivación del trabajo no debía ser la recompensa, nos dicen hoy que nuestro salario tampoco puede ser la única ni tal vez la primera motivación de nuestro trabajo. Y cuando lo es, el trabajo pierde libertad.

Otra clave para entrar en la paradoja monetaria franciscana nos la proporciona fray Ángel Clareno, otro gran maestro franciscano: «Yo llamo comunión a la vida perfectísima ajena cualquier posesión personal». Los bienes humanos, según este hermano, como las riquezas de los ángeles «no son un bien delimitado, no son un bien que haya que dividir y repartir entre muchos» (citado en Evangelisti, pp. 226-7). Aquí encontramos otra innovación teórica muy importante, tal vez la primera definición de los bienes que la teoría económica (Paul Samuelson) llama “bienes públicos” y que son una especie de bienes comunes. La primera característica de los bienes públicos es la indivisibilidad porque, como ocurre con la seguridad nacional o con la atmósfera (bienes públicos típicos), no es posible dividir el bien y asignárselo a los distintos consumidores, ya que todos “usan” el mismo bien público entero: «Por eso estos bienes, permaneciendo íntegros para cada individuo, enriquecen igualmente a todos, de manera que no dan motivos para la apropiación individual, sujeta a controversias o litigios» (Clareno).

Así llegamos al centro de nuestro planteamiento. La revolución franciscana consistía en tratar a los bienes como bienes públicos y comunes: todo bien es común, y por tanto bien indivisible y no susceptible de apropiación por el individuo. El bien es tan público que pertenece a todos y no solo a la comunidad franciscana. Resuena aquí la fraternidad cósmica del Cántico del hermano sol, expresada también en otros pasajes de la Regla y de las Constituciones: «Guárdense los hermanos, dondequiera que estén, en eremitorios o en otros lugares, de apropiarse ningún lugar ni de defenderlo contra nadie» (Regola, VII). La prohibición absoluta de manejar dinero y de ser propietarios de algo (sine proprio) era la vía maestra para conservar esta dimensión “pública” esencial de todos los bienes. Es la apoteosis de la gratuidad: renunciar a una capacidad y libertad humana (usar dinero), que forma parte del repertorio de todo ser humano adulto, para hacerse garantes y guardianes de un valor común. Francisco es el centinela de la vocación común y no apropiable de los bienes de la tierra: «Ansían no poseer nada, no tener nada propio, sino poseer, juntos, todo» (Clareno).
Es más. Los franciscanos de la primera y segunda hora, renunciando al precio descubrieron el valor de las cosas. Se hicieron expertos en valoraciones económicas, tasaciones y mercados. Fueron consejeros de los políticos en relación con la deuda pública, y teóricos de la moneda. Los franciscanos de los siglos XI y XII escribieron como pocos sobre economía e incluso sobre finanzas. Aquel “cercado” les hizo ver el infinito. Esta dimensión absoluta de la gratuidad – “la fuente no es para mí” – fue precisamente la que convirtió a los franciscanos en grandes expertos y conocedores de la moneda y de la economía teórica y práctica. Al no ser sus utilizadores, se convirtieron en maestros del dinero: he aquí la gran generatividad de la verdadera castidad. Y con el paso de los siglos, observando a los verdaderos comerciantes, comprendieron que el único dinero no es el de Judas, ya que en el Evangelio están también los dos denarios del buen samaritano, que manejaba dinero y por eso pudo ponerlo al servicio de la fraternidad. Al no usar dinero comprendieron el dinero, al renunciar radicalmente a la riqueza comprendieron la riqueza, al ser comerciantes por el reino de los cielos comprendieron a los comerciantes de los reinos de la tierra – y algunos de estos comerciantes entendieron y siguen entendiendo a Francisco.

Los cientos de Montes de Piedad que los franciscanos menores fundaron (sin ser sus propietarios) a partir de la segunda mitad del siglo XV no habrían nacido sin esa fidelidad total al no uso del dinero. Aquellos bancos distintos fueron el fruto maduro de una antigua castidad, de una enorme competencia florecida a partir de la prohibición no negociable de manejar la moneda: al no poder manejarla para ellos mismos la manejaron para los pobres, usaron su competencia solo para el Bien común. En el himno en verso compuesto con ocasión de la muerte del franciscano Marco de Montegallo leemos: «Gracias a ti brillan los Montes en las ilustres ciudades de Italia. Fundaste los Montes de Piedad para aliviar a los pobres» (Vicenza, 1496).

Si en 2020, ochocientos años después de la Regla no bulada, miles de jóvenes economistas se han reunido en Asís alrededor de Francisco y han podido repetir que “todos los bienes son bienes comunes”, es porque durante siglos los franciscanos han hecho lo posible y lo imposible para salvar su altísima pobreza, para no perder su tesoro más grande: la credibilidad pauperista. Han sufrido condenas eclesiásticas, han conocido herejías, mil fracasos y acusaciones de ingenuidad, pero sobre todo han mantenido fidelidad al dato más paradójico de su carisma. Y de este modo se han salvado a sí mismos y a muchos otros. Lo que hace que las profecías sigan vivas y sean duraderas es la resiliencia ante las sabias recomendaciones de la prudencia. Los carismas solo los salvan quienes los viven sine glossa, quienes conservan las preguntas evitando que sean absorbidas por las óptimas razones del sentido común.


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