La cadena y el velo

La cadena y el velo

Comentario – Ay de nosotros si triunfa de nuevo la renta (hay riqueza y riqueza)

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 17/07/2012

logo_avvenire Si queremos comprender y tal vez incluso gobernar este capitalismo en crisis, es urgente que volvamos a reflexionar sobre el significado de la riqueza, el mercado y las rentas. El juicio cívico y ético sobre la riqueza ha pasado por distintas fases a lo largo de la historia. En el mundo antiguo, la búsqueda individual de la riqueza se consideraba tanto un vicio privado (avaricia) como un vicio público del cuerpo social. En un mundo estático, sin movilidad social y sin mercados, la riqueza es esencialmente cuestión de rentas, de ventajas derivadas de estatus o posiciones de privilegio adquiridas, que no conducen ni directa ni indirectamente hacia el progreso económico y cívico.

Desde este punto de vista, en todas las culturas tradicionales es unánime el juicio de condena sobre el amor al dinero, un juicio que sólo dejaba de ser tal cuando el rico era el Estado o la ciudad (no es casual que el primer tipo de interés legítimo fuera el de los títulos de deuda pública de las ciudades italianas).

La actitud hacia la riqueza comienza a cambiar cuando hacen su aparición las primeras proto-formas de economía de mercado en la Europa del segundo Medievo. Entonces comienza a ganar terreno la idea de que la búsqueda de la riqueza, aunque en general siga siendo un vicio individual, en determinadas circunstancias puede ser una especie de virtud pública.

Una alquimia debida sobre todo al mercado, que crea una nueva forma de riqueza no basada ya en las rentas de posición sino en los ingresos del comercio y, después, de la empresa. En efecto, cuando la riqueza nace de flujos (ingresos) y deja de estar vinculada únicamente a stocks (rentas), la búsqueda de la riqueza produce, indirectamente y sin que esté necesariamente en las intenciones de cada persona, efectos sociales positivos, puesto que hace que el dinero circule y crea trabajo y oportunidades para muchos, una característica de los mercados que los franciscanos intuyeron siglos antes de Adam Smith. En un mundo estático y feudal, por ejemplo, cuando un príncipe llevaba una vida lujosa (vicio individual), al consumir bienes no creaba ninguna economía inducida alrededor del palacio, porque tenía esclavos y siervos que le proporcionaban los bienes y servicios que necesitaba, personas que seguirían siendo esclavos y siervos para siempre. Por el contrario, cuando ese príncipe comenzaba a contratar, pagándoles, artistas, artesanos, cocineros, camareros…, ese mismo consumo de lujo empezaba a ser productivo y cívico, al menos en parte, porque la existencia de los mercados permite que la riqueza se extienda y se redistribuya mediante el trabajo.

La nueva ética del mercado legitimó entonces el intercambio económico por sus frutos económicos y cívicos de movilidad social y de extensión de las personas incluidas en el juego social, ya que quienes poseen riqueza para poderla consumir deben necesariamente compartir una parte con sus conciudadanos, no solo por los impuestos sino por la interdependencia social.

Los ricos siempre han necesitado pobres, pero en un mundo donde existe la división del trabajo, los ricos se sirven de los “pobres” a través del mercado y esto cambia profundamente el vínculo social y con ello puede dar comienzo verdaderamente la democracia. Cuando nuestros abuelos campesinos y semi-siervos del señor entraron por primera vez en una fábrica y comenzaron a percibir un sueldo, aquel día dieron un paso fundamental para sus vidas y para la democracia. Las motivaciones y las intenciones de aquellos empresarios y de aquellos comerciantes podían ser éticamente discutibles, pero lo importante, incluso moralmente, eran las consecuencias sociales de sus actos, una de las cuales era la posibilidad de que las hijas e hijos de aquellos trabajadores pudieran convertirse en ingenieros y políticos.

El capitalismo se ha mantenido en pie hasta hace pocos años precisamente gracias a este equilibrio dinámico entre ricos y pobres; se sabía que, dentro de un orden, el papel de rico y de pobre podían alternarse con el paso del tiempo, como entendió con claridad meridiana Antonio Genovesi en 1765 a propósito de los efectos del “juego” del mercado en la sociedad moderna: “Este juego, donde se protegen las artes y el tráfico es libre, genera tres efectos: I. Da la vuelta a la esclavitud feudal. II. Eleva la parte del género humano que sufre por la presión de la otra parte que está encima de ella. III. Arruina a las grandes y viejas familias y eleva a otras nuevas. No es posible burlar durante mucho tiempo a la naturaleza. El lujo viene para que los ricos devuelvan a los pobres lo que se habían llevado de más del patrimonio común”.

Pero casi un siglo después estamos volviendo a una situación demasiado parecida a la feudal, ya que en el centro del sistema vuelven a estar de nuevo las rentas. Y cuando el eje social se desplaza desde el trabajo y la empresa a las rentas, el enriquecimiento de algunos deja de producir ventajas sociales para muchos, porque es muy poco o nada lo que repercute de esa “riqueza” en el territorio y en la economía circundantes. En un mundo basado en las rentas, enriquecerse vuelve a ser un vicio privado y un vicio público. Hoy los nuevos ricos no necesitan a los “pobres” de su ciudad, porque viven en ciudades separadas, compran bienes en todo el mundo y pagan impuestos cuando quieren y donde quieren.

Se ha levantado un velo impermeable dentro de las nuevas ciudades del capitalismo financiero, que impide el paso de la riqueza y la movilidad social. Se está rompiendo la cadena de la interdependencia social, en la que se ha basado la economía de mercado de los últimos siglos, con consecuencias para la democracia que todavía no conseguimos ni intuir, pero que sin duda tendrán un enorme alcance.

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