¿Beneficio o bien común?

¿Beneficio o bien común?

Superando el capitalismo - Ambos. Pero hay que cambiar el modelo económico y social

por Luigino Bruni

Publicado en: Città Nuova n.15-16/2010 del 10-25/08/2010

wall_streetEl debate público que se está produciendo en estos tiempos sobre trabajo, ocupación y crisis (con el correspondiente sufrimiento para las familias) puede ser una oportunidad para reflexionar, con mayor profundidad de cuanto se haya hecho en las últimas décadas, sobre la naturaleza de la empresa, del beneficio y, en consecuencia, del capitalismo.  No saldremos de verdad de las graves crisis que estamos viviendo – que abarcan aspectos tan dispares como el medio ambiente, las finanzas, el terrorismo y el empleo – mientras no pongamos seriamente en discusión el actual modelo económico y social. La forma que la economía de mercado ha asumido durante los dos últimos siglos, el capitalismo, debe evolucionar hacia algo distinto, sin perder su enorme carga de civilización y libertad, pero permitiendo que 8.000 millones de personas puedan crecer en humanidad.

Uno de los hechos más graves de estos dos últimos años de crisis financiera ha sido la vulgaridad (no encuentro una palabra mejor) de los sueldos e incentivos millonarios que los bancos y las compañías de seguros, salvadas en el otoño de 2008 con dinero público, han vuelto a pagar a sus directivos a partir de los primeros meses de 2009. A pesar de que estamos viviendo tiempos de recortes y luchas sindicales, nadie pone seriamente en cuestión los altos beneficios de las empresas ni los sueldos de las superestrellas. Falta valor para poner en discusión el sistema capitalista. Nos limitamos a hablar de economía ética, de empresas responsables, de ongs y de filantropía como fenómenos funcionales y necesarios para el sistema económico existente.

Pero ¿está tan claro como parece que el objetivo de la actividad de una empresa tenga que ser la maximización del beneficio? Limitándonos al ámbito más positivo de la economía de mercado (sin entrar en la discusión sobre la naturaleza de los beneficios obtenidos por la especulación), podemos afirmar que el beneficio es la parte del valor añadido generado por la actividad de la empresa que se atribuye a los propietarios, a los antes llamados capitalistas. Así pues, el beneficio no es todo el valor añadido, sino solamente una parte. Pongamos un ejemplo: La empresa A fabrica automóviles transformando materias primas, que tienen un coste de 10, en un producto terminado que se llama “automóvil”. Si sumamos el coste del trabajo (8), los gastos financieros y las amortizaciones (3), el beneficio bruto (antes de impuestos) de un automóvil vendido a 30 sería 9. Si después la empresa paga impuestos por valor de 4, el beneficio neto quedaría en 5.

Aquí surgen dos preguntas. La primera es ¿de dónde nace y de qué depende este beneficio? La historia del pensamiento económico es también la historia de las distintas teorías sobre la naturaleza del beneficio. Por ejemplo, Schumpeter, hace cien años, sostenía que el beneficio es el “premio a la innovación” del emprendedor, es decir la remuneración de la capacidad innovadora del empresario. Marx, medio siglo antes que él, había afirmado que el beneficio no es más que un robo que los capitalistas hacen a los trabajadores, ya que la única fuente verdadera de valor añadido es el trabajo humano, sobre todo el de los trabajadores. Hoy sabemos que en el valor añadido hay muchas cosas. Entre ellas se encuentran la creatividad del emprendedor, el trabajo humano, las instituciones de la sociedad civil, la cultura implícita de un pueblo e incluso la calidad de las relaciones familiares en las que crecen los niños en sus 6 primeros años de vida (como nos enseña el Premio Nobel James Heckman). Ese “5” de valor añadido no incluye solo el papel creativo de los propietarios de los medios de producción de la empresa, sino algo más que tiene que ver con la vida de toda la colectividad. La constitución italiana es consciente de ello cuando proclama en su artículo 41 la “función social” de la empresa, función que es también de naturaleza social.

De todos modos, una cosa es cierta: si la empresa A vende el automóvil a 30 con un beneficio de 5, en un imaginario mundo “sin ánimo de lucro” (con beneficio igual a 0) los automóviles costarían 25 en lugar de 30. En otras palabras, los beneficios de las empresas son también una forma de impuesto sobre los bienes que pagamos los ciudadanos y que reduce el bienestar colectivo de la población. Por eso muchas veces se ha soñado con una “economía sin lucro” y en algunos momentos históricos incluso se ha llegado a realizar a pequeña o gran escala, aunque a veces creando daños mayores que los problemas que se querían resolver, como en el caso de los experimentos colectivistas del siglo XX. Estos experimentos no han funcionado por muchas razones, pero una de ellas es que cuando se quita ese “5”, socializándolo, quienes ponen en marcha las empresas (ya sea el estado o los particulares) dejan de comprometerse en la innovación y el trabajo. La riqueza no sólo económica de la nación disminuye, todos se hacen más pobres y el valor (5) que se quería socializar termina por desaparecer. Al mismo tiempo, la gran crisis que estamos viviendo nos enseña que una economía basada en el beneficio y la especulación es igualmente insostenible. Entonces ¿qué podemos hacer?

A la luz de lo que hemos dicho, lo que está ocurriendo hoy en el ámbito de la llamada economía civil o social y en concreto en la Economía de Comunión, puede leerse de dos maneras distintas. Una primera lectura, minimalista y conservadora, interpretaría la economía civil y social como el “tapagujeros” del sistema capitalista: la empresa normal no consigue hacerse cargo de los “vencidos” que quedan a lo largo del camino (dicho en términos de G. Verga) y es necesario que otros realicen la función que las familias y las iglesias desarrollaban en el pasado. Esta es la lógica del 2% (sin lucro), que deja intacto el 98% restante (economía lucrativa).

Pero hay otra lectura de este movimiento de economía civil: concebir, por ahora a pequeña escala, un sistema económico donde el valor añadido, económico y social, sea repartido entre muchos (no sólo entre los accionistas), pero sin que los empresarios ni los trabajadores dejen de comprometerse por falta de incentivo, evitando caer en los mismos problemas de las economías colectivistas y socialistas.

La verdadera apuesta de la nueva economía de mercado que nos espera consistirá en mostrar empresarios (ya sean individuos o comunidades) motivados por “razones más grandes que el beneficio”.

La última fase del capitalismo (que podríamos llamar financiero-individualista) nace de un pesimismo antropológico que se remonta por lo menos a Hobbes: los seres humanos serían demasiado oportunistas y auto-interesados como para pensar que puedan comprometerse con motivaciones altas (como la del bien común). No podemos dejar que esta “derrota antropológica” tenga la última palabra sobre la vida en común. Tenemos el deber ético de dejar a quienes vienen detrás de nosotros una visión positiva del mundo y del hombre.

Pero para que todo esto no quede únicamente en el papel sino que se convierta en vida, hace falta un nuevo humanismo, una nueva educación, esos “hombres nuevos” que están también en el centro del proyecto Economía de Comunión, capaces de esforzarse y trabajar no solo por el beneficio, sino también para hacer de su actividad laboral una obra de arte. Si es así, la nueva economía de mercado en la que están entrando nuevos y grandes protagonistas (como Africa, por ejemplo), podrá ser un lugar hermoso en el que habitar, vivir, amar.


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