Comentario - A propósito del uso y la acumulación de recursos, del mérito y la cultura
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 10/01/2012
Riqueza y mérito son palabras que cada vez tienen más presencia en el debate público. Son palabras grandes y por lo tanto ambivalentes. Por eso, afirmar su centralidad e importancia no debería ser más que el punto de partida del discurso y no el final, como ocurre con frecuencia. La riqueza en sí misma no es ni buena ni mala, ya que el juicio civil que puede realizarse acerca de ella depende de cómo nace y de cómo se usa. Estudios recientes sobre la “paradoja de la felicidad”, por ejemplo, muestran claramente que, cuando la riqueza consiste principalmente en poseer bienes de confort, produce aburrimiento y frustración en las personas. Si además la riqueza no nace sólo de la renta sino también de la evasión y de la explotación del medio ambiente, de las personas o del futuro o bien de la especulación sobre el precio de los productos y divisas, esa riqueza no es buena y no tiene nada que ver con el mérito.
La pregunta más importante que podemos hacer a quienes hablan legítimamente de mérito es: ¿mérito en qué? Las empresas y las instituciones financieras han pagado, sobre todo en las últimas décadas, sueldos altísimos a profesionales con muchos méritos desde el punto de vista técnico o de las competencias. Pero esos mismos profesionales, a causa de sus malas prácticas en la gestión del riesgo, de la ética y de las relaciones, son los que han causado los desastres que todos conocemos. Cuando una empresa tiene que contratar a un nuevo trabajador sin duda mira los méritos de su curriculum vitae y su experiencia en el manejo de diversos instrumentos, pero también mira – más aún en tiempos de crisis – el mérito y la capacidad de saber trabajar en grupo y de resolver o apaciguar conflictos, así como la generosidad en la gestión de las relaciones, cosas todas ellas que las buenas empresas saben muy bien. Se trata de dimensiones difícilmente medibles y objetivables, pero por ello esenciales.
La democracia, incluso la democracia económica y organizativa, se juega en nuestra capacidad para dar vida a distintos registros de mérito. El arte de un directivo o de un educador está sobre todo en saber sacar la dimensión de mérito encerrada en cada persona, sus talentos o su daimon (como diría Sócrates), porque si el mérito se hace monodimensional, la meritocracia inevitablemente se convierte en oligarquía y entra en conflicto con la democracia y con la libertad. Así pues, la riqueza y el mérito están vinculados a los talentos de cada persona.
La relación entre talentos y frutos (la riqueza es uno de ellos) depende sobre todo de la calidad de la familia, de las comunidades y de las sociedades en las que crecemos, de las oportunidades de educación y aprendizaje, del amor y de la atención que recibimos sobre todo durante los primeros años de vida. ¡A saber cuántos Mozart o Steve Jobs no habrán despuntado porque han nacido en el lugar equivocado! Todas estas dimensiones no dependen de nuestro mérito subjetivo, sino que las hemos recibido gratuitamente (los talentos se reciben, como nos dice la parábola del evangelio) y hacen que nuestro potencial se desarrolle y madure.
Ahí está la raíz humanística profunda del principio de solidaridad en el uso de la riqueza, que no hay que adscribir al registro del altruísmo y el sacrificio, sino al de la justicia: hay que compartir la riqueza porque antes ha sido recibida. El modelo social y económico italiano – comunitario y católico – ha desarrollado a lo largo de los siglos una manera propia de compartir la riqueza que, a diferencia del calvinista de tipo americano, no pone en el centro la categoría de la restitución de una parte de la riqueza a la sociedad y a los excluidos. Mientras que el capitalismo norteamericano distingue netamente lo económico de lo social (business is business) con la filantropía-restitutiva haciendo de puente entre los dos, la palabra clave de nuestro humanismo es economía civil, es decir una economía que nace de la comunidad y una comunidad que hace empresa (pensemos en el made in Italy, en las empresas familiares o en las cooperativas sociales que son un tesoro en la Italia de hoy). El modelo económico italiano ha sido y sigue siendo una mezcla de familia, empresa, estado y comunidad.
Este modelo produjo frutos extraordinarios en el pasado, pero enfermó en la modernidad dando vida a las distintas mafias y a determinado “familismo” amoral, que es una especie de neurosis de nuestro cuerpo social. Pero en muchas neurosis la enfermedad surge por una patología de una parte sana de la persona, a veces la mejor (por ejemplo: la genialidad que se convierte en narcisismo); y si la terapia mata esta parte buena, la cura “se come” a la persona. Así pues, podremos salir de esta crisis si miramos a la cara a nuestras enfermedades y si comprendemos y apreciamos nuestro genius loci, aceptando y transformando nuestras neurosis colectivas y no imitando otros modelos de capitalismo. Si no damos vida a un nuevo Humanismo civil, junto a toda Europa y al Mediterráneo, la prima de riesgo aumentará, pero no sólo la de los títulos de deuda sino también la que existe entre civilizaciones.
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