Comentario – Jóvenes, formación, puesto fijo
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 03/02/2012
En el debate que se ha reabierto en torno al mundo del trabajo, hay algo equivocado o, al menos, desenfocado. No les falta sabiduría a las tesis del primer ministro Mario Monti, expuestas tanto en sus declaraciones oficiales como en sus apariciones televisivas. Un signo de sabiduría será también hacer que esas tesis fueran ampliamente compartidas. Por ejemplo: la que pone de relieve la grave asimetría que existe hoy en Italia entre quienes están dentro del mundo laboral y quienes están fuera y no consiguen entrar. Un signo de sabiduría es poner el acento en la urgencia de conseguir que el “mercado de trabajo” (no olvidemos nunca las comillas cuando ponemos la palabra mercado al lado del trabajo humano y de los trabajadores) sea más eficiente y ágil, con menos rentas de posición, más moderno y capaz de responder a los nuevos retos que plantea la globalización. Por el contrario, el tema del empleo juvenil y del «puesto fijo» requeriría menos prisas y más meditación social: una valoración más profundad y meditada.
El trabajo que realiza una persona es mucho más que un medio para procurarse el sustento: el trabajo también nos dice a nosotros mismos y a los demás quiénes somos y no sólo qué hacemos. En una cultura en la que los lugares tradicionales de identidad están en crisis (comunidad, familia), el trabajo sigue siendo uno de los pocos lenguajes sociales para encontrar y expresar nuestro lugar en el mundo. Esto vale para todas las circunstancias, incluso para la jubilación; pero vale, sobre todo y de forma muy especial, para los jóvenes. Cuando se observa el mundo de los jóvenes, se descubre que hay un gran sufrimiento también en este campo de la identidad, debido a que la escuela y la universidad cada vez son menos capaces de formar trabajadores y debido a las políticas miopes que multiplican los contratos de trabajo precario y fragmentario característicos de esta fase del capitalismo. Es muy triste ver la dificultad que experimentan muchos diplomados y licenciados a la hora de contarles a sus amigos y familiares e incluso a sí mismos, diez años después de obtener su grado, cuál es su trabajo, cuáles son sus competencias, cuál es su oficio.
La sociedad tradicional fue capaz de crear una fuerte ética del trabajo basada en los oficios, que ha regido durante siglos nuestra civilización: herreros, panaderos, maestros, obreros y doctores han dado seriedad y orden no sólo a la economía sino también al humanismo occidental. El del oficio es el gran tema que hay que poner en el centro del debate sobre el trabajo, sin mirar atrás con nostalgia, sino con la conciencia de que sin oficios, antiguos, nuevos o novísimos, no hay desarrollo. Pero ¿qué oficio tiene hoy un licenciado en economía que se ha pasado dos años de prácticas, un año en la administración de una empresa, dos años en una consultora y tres en una aseguradora? ¿Cuál es el oficio de un perito (es decir un experto diplomado) que no encuentra ni siquiera un puesto de aprendiz? ¿Qué sabe hacer y en qué es competente? Si cuando un joven se asoma al mundo laboral no tiene ante sí algunos años en los que aprender un oficio, ya sea carpintero o profesor universitario, el peligro es que llegue a la edad madura sin tener ningún oficio, sin ser competente en nada. Gracias a los estudios sobre el bienestar en el trabajo sabemos que sentirnos competentes es lo que más peso tiene en la felicidad de una persona, por encima del salario. El hecho de no adquirir un oficio de jóvenes tiene efectos enormes sobre la identidad de las personas y sobre la calidad de la vida.
Por eso, en esta fase crítica de nuestro tiempo, es fundamental que los jóvenes sepan que una empresa o una institución invierte en ellos y ellos en ella, dándoles tiempo para que puedan aprender un oficio y ser de este modo verdaderamente útiles para la empresa y para la sociedad civil. La precariedad y la falta de competencia de jóvenes se agrava en la edad adulta, cuando perder el trabajo se convierte en un drama, debido, entre otras cosas, a que el valor del propio capital humano es muy bajo. Hay que recordar que nuestro valor en cuanto trabajadores, lo que la economía llama el “capital humano” (que no es más que un subconjunto del valor global de una persona), se adquiere un poco en la escuela y la mayor parte trabajando.
Un universitario que, cinco años después de terminar la carrera, siga siendo precario, por muy excelente que haya sido en sus estudios, se encuentra con un capital humano deteriorado, inferior al que tenía el día de su graduación. Este es un grave fracaso para la persona, pero sobre todo para un sistema-país que cuando no aprecia (también en el sentido de aumentar su valor) a sus jóvenes, está dilapidando su riqueza más grande. Los jóvenes hoy necesitan confianza, sobre todo en estos tiempos de crisis, una crisis que ellos no han causado pero cuyas consecuencias sufren gravemente. El primer acto de confianza hacia un joven es darle la posibilidad de cultivar su vocación laboral, de la que depende la felicidad (eu-daimonia) individual y pública.
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