Comentario - Una gramática por redescubrir
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 13/05/2012
Hay un rasgo común a muchos de los fenómenos que expresan una sana desazón ante el fisco y la política: la intolerancia creciente y la aversión hacia la injusticia. Cuando los seres humanos tomamos decisiones, incluso las que son más típicamente económicas, no seguimos un frío cálculo monetario de coste-beneficio, sino que ponemos en juego muchos otros recursos emocionales, simbólicos y éticos, que nos llevan, por ejemplo, a ‘castigar’ los comportamientos que nos parecen injustos. Todo esto es muy evidente en el tema fiscal. Aunque toda la comunicación política (anuncios incluidos) intenta convencernos de que el objetivo esencial de la recaudación de impuestos es la producción de bienes públicos (sanidad, infraestructuras, seguridad…) y de bienes meritorios (educación, cultura, arte…) que después consumimos todos, la verdad es que sólo una parte de la recaudación fiscal se usa para la realización de estos bienes públicos y meritorios que por otra parte deberían gratificarnos.
Para entender correcta y sustancialmente la naturaleza de los impuestos hay que recurrir, además de al contrato, a la categoría y a la gramática del ‘don’, una palabra que hoy está por desgracia totalmente ausente del debate público, entre otras cosas porque la hemos maltratado durante estos últimos años.
En este caso, el don es importante por distintas razones y no sólo porque una parte de la recaudación fiscal vaya destinada a finalidades redistributivas (tomar de quien tiene más para dar a quien tiene menos). Basta pensar en el hecho, que aparece en las primeras páginas de todos los (buenos) manuales de ciencia financiera, que el tipo impositivo medio es siempre más alto que el que sería justo, ya que siempre hay una parte de los ciudadanos que defrauda o evade impuestos y una parte de la administración pública que despilfarra recursos. Con todo, hay que recordar que la decencia de una sociedad se mide por lo pequeña que sea esta cuota de evasión y despilfarro y por lo sostenible que sea el impuesto extra que por su culpa deben pagar los demás. Pero precisamente debido a la naturaleza de los impuestos, en la que también está el don, la relación de un ciudadano con otros ciudadanos y con las instituciones es muy compleja.
Quienes practican y conocen el don, o sea todos nosotros, saben que el verdadero don es un sólido entramado de interés y desinterés. Cuando una persona da algo, se sale de la lógica de la equivalencia y la garantía: es desinteresado. Al mismo tiempo, quien da espera un acto de reciprocidad hacia sí mismo o hacia otros, aunque no lo exija; puede tratarse de un simple ‘gracias’. Así pues, está interesado en la relación, puesto que no es indiferente a lo que su don produce. Cuando no se da esta relación de reciprocidad, el circuito del don se interrumpe. El verdadero don siempre tiene lugar dentro de una forma de pacto y por ello de reciprocidad.
Volviendo al fisco, cuando una persona que quiere de verdad pagar sus impuestos tiene la impresión o la certeza de que muchos conciudadanos suyos no los pagan (se habla mucho, incluso demasiado, de evasión) o el Estado no cumple con su parte del pacto, entonces o siente la tentación de dejar de pagar (evasión) o de hacer lo que sea para pagar lo menos posible (elusión) o, en el peor de los casos, tiene reacciones incluso fuertes de desprecio. Dado que la evasión es un asunto de don y reciprocidad traicionados, nos comportamos de una manera muy parecida a cuando nos sentimos engañados por un amigo importante. Resulta emblemático que antes, y tal vez ahora, cuando dos novios se dejaban, se devolvían los regalos. Hoy los italianos honrados, es decir la mayoría, advierten con fuerza esa falta de reciprocidad por parte del sector público (nacional o europeo). Esto es algo que debemos tomarnos mucho más en serio que hasta ahora.
Es grave que sigamos asistiendo inermes al espectáculo de unos parlamentarios que anuncian recortes de salarios, privilegios y poltronas que nunca llegan o que, cuando llegan, son tan irrisorios que se convierten en ofensivos. Como humillante y frustrante es seguir aumentando los impuestos indirectos a las familias o los impuestos sobre la primera vivienda, sin poner en marcha un debate sobre la imposición de los grandes patrimonios y las finanzas.
Igual de infeliz, aunque las intenciones fueran buenas, ha sido el debate suscitado en la Agencia Tributaria (que inmediatamente se ha hecho de dominio público) sobre la oportunidad de incentivar a quienes denuncien a sus conciudadanos. Las formas de corrección cívica que fortalecen el pacto social siempre cuestan y conllevan riesgo para quienes las practican, ya que ese coste expresa la voluntad de reconstruir una relación de amistad cívica estropeada. Cuando las denuncias no cuestan nada e incluso proporcionan algún dinerillo, no sirven más que para malear y envenenar las relaciones de ciudadanía; ya que no se premia la virtud, como habría que empezar a hacer con urgencia, sino que se incentiva a quienes denuncian los vicios. Dos operaciones que son, desde el punto de vista cívico, inversamente proporcionales.
Por eso, habría que celebrar la idea de algunos municipios de encargarse directamente de recaudar los impuestos, para que este momento de la vida cívica, en el que el ‘cómo’ es tan importante como el ‘qué’, sea más subsidiario y comunitario.
No se construirá una nueva relación con el fisco y en general con la cosa pública, únicamente poniendo en marcha sanciones e incentivos, sino colocando el don en el lugar que le corresponde, es decir en el centro del pacto social y de la esfera pública y liberándolo de los lugares privados demasiado estrechos en los que lo hemos confinado, ya que siempre es el don el que funda y refunda las comunidades. La communitas: ese don (munus) recíproco (cum) que está también en la raíz de la decisión cívica fundamental de pagar los impuestos.
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