La felicidad es hija nuestra

La felicidad es hija nuestra

Comentario – Un Día Internacional de la ONU que dice mucho de nosotros

por Luigino Bruni

publicado por Avvenire el 20/03/2014

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Cuando en 2012 la Asamblea de la ONU instituyó el «Día Internacional de la Felicidad» probablemente no fue consciente de que Italia era la patria de la felicidad que los gobiernos y los pueblos se planteaban como un objetivo. La idea de la felicidad como objetivo de la vida es tan antigua como la humanidad (o al menos como la filosofía griega). Pero el reto de hacer de la felicidad «el objeto de los buenos principios», como dice el subtítulo del libro de Ludovico Antonio Muratori "De la felicidad pública" (1749), es latino, italiano. El mismo «derecho a la felicidad» (1776), que la ONU pone en el centro de este Día Internacional, fue un brote americano de un movimiento europeo, sobre todo latino y más concretamente napolitano.

Thomas Paine, uno de los padres de la revolución americana, reconoce a Giacinto Dragonetti, discípulo de Antonio Genovesi y autor del importante aunque olvidado tratado "De las virtudes y de los premios" (1766), la paternidad de la idea fundamental sobre la relación entre felicidad y libertad. En su influyente libro "Common sense" (1776), Paine cita la siguiente frase de Dragonetti: «La ciencia de los políticos consiste en encontrar el verdadero punto a partir del cual los hombres puedan ser felices y libres».

Así pues, este Día Internacional debería ser una ocasión para reflexionar sobre la tradición civil y económica italiana y sobre nuestra vocación como país. Italia comenzó la reflexión moderna sobre la economía y sobre el progreso poniendo en el centro de la nueva sociedad moderna precisamente la felicidad, a la que inmediatamente le añadió el adjetivo «pública», un adjetivo calificativo importante, que unía a la Italia moderna con la tradición medieval del bien común. Pero la felicidad pública también puede ser interpretada como una declinación moderna del bien común, alrededor del cual se construyó toda la civilización medieval, humanismo incluido.

¿Qué pistas nos ofrece hoy esta antigua y moderna tradición? En primer lugar, la vía latina a la felicidad (pública) nos dice que los símbolos de la felicidad no son ni el “smile” ni la cometa, sino otros más profundos y relevantes que ya usaban los romanos en el reverso de las monedas, donde grababan la expresión felicitas publica: las mujeres, las fértiles campiñas, los instrumentos de trabajo y sobre todo los niños. Hoy debemos proteger a la felicidad, esa gran palabra, de una happiness demasiado vinculada al placer y a la diversión, cuando no a la frivolidad. Algunos filósofos de lengua inglesa han dejado de usar la palabra happiness y en su lugar usan human flourishing (florecimiento humano) para expresar lo que quería decir la antigua palabra latina felicitas o la griega eudaimonia.

Esta felicidad está en el corazón del pacto político y se refiere al florecimiento de las personas y de los pueblos, a su vida buena. Tiene poco que ver con los centros de wellness y los masajes y mucho que ver con los parlamentos, las escuelas, las familias y las virtudes civiles. No olvidemos que felicidad tiene la misma raíz que fértil, femenina y feto.

Otro mensaje es el relativo al trabajo. La felicidad sin trabajo muchas veces no es más que una ilusión, incluso opio del pueblo o un engaño, cuando es una promesa de ganancia fácil en los juegos de azar o en la especulación financiera. La patria de la nueva búsqueda de la felicidad pública fue al principio el Reino de Nápoles, una provincia periférica del gran y multinacional Reino de los Borbones. La nueva felicidad pública también tiene que pasar por el Sur y por las periferias del nuevo Reino-Imperio, aprendiendo a crear trabajo. Sólo nos salvaremos trabajando.

Para terminar, en estos momentos en los que el narcisismo se está convirtiendo en una auténtica pandemia en Occidente, la tradición de la felicidad pública nos recuerda que existe un nexo imprescindible entre la vida buena y las relaciones sociales: no es posible ser felices en solitario, porque la felicidad en su esencia más profunda es un bien relacional. Así se comprende que la felicidad se invoque sobre todo como instrumento de crítica al status quo y a la vena hedonista que desde la antigüedad ha atravesado nuestra civilización y se ha hecho dominante en los tiempos del declive y la decadencia. Debemos tomar conciencia de que no basta que la variación del PIB vuelva a ser positiva para que podamos decir de verdad que «la mala noche ha pasado».

Sólo cuando volvamos a crear buen trabajo, sobre todo para los jóvenes, la mala noche se encaminará hacia el alba. Todos los demás indicadores hay que tomárselos con un fuerte sentido crítico, porque muchas veces esconden manipulaciones. Incluidos los indicadores de la felicidad individual que están apareciendo aquí y allá, siempre que no vayan acompañados de indicadores de felicidad pública, que se mide con la calidad de las relaciones en nuestras ciudades, con el estado de salud de nuestros territorios, con la custodia de los bienes comunes, con la calidad de las escuelas y más aún con la cantidad y la calidad del trabajo (no todo trabajo es bueno).

Finalmente, pero no en último lugar, los niños. La felicidad pública necesita de los niños. Porque la primera señal de un pueblo deprimido y triste es renunciar a traer al mundo hijos e hijas por miedo a la falta de trabajo, al futuro. Pero el amor es más fuerte que la muerte. Feliz fiesta de la felicidad pública a todos.

 


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