Comentario – Es importante qué se hace. Pero más aún cómo se hace.
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 14/10/2012
En Europa hay 25 millones de desempleados. Una cifra que, con toda probabilidad, está destinada a aumentar en los próximos años, a menos que haya un vuelco que hoy por hoy está sólo en el reino de los deseos. Deberíamos pararnos a reflexionar sobre estas cifras, hechas de carne y sangre, que tienen mucho que decir y que pueden impulsarnos a la acción para cambiarlas, mejorándolas. Si viéramos en profundidad estos números, sin quedarnos en la superficie del fenómeno, inmediatamente nos daríamos cuenta de que el principal coste de las crisis económicas, sobre todo si son profundas y duraderas, como la actual, siempre es el coste humano. Pero el primer obstáculo es la falta de índices contables o monetarios capaces de medirlo, compensarlo e incluso simplemente verlo. Este coste no entra en el PIB y únicamente la observación de la vida real de las personas y del mundo del trabajo nos lo puede revelar, al menos en parte.
Este coste humano, invisible pero muy real, tiene dos componentes principales y ambos aumentan en tiempos de crisis: el desempleo en sentido estricto y el sufrimiento que comporta la necesidad de realizar el trabajo equivocado para vivir. Del primer componente, los costes del desempleo, sabemos muchas cosas pero no lo sabemos todo o, al menos, no lo decimos. Por ejemplo, se pone poco de relieve el daño que comporta la creciente cantidad de jóvenes que se quedan fuera del mundo del trabajo. Cuando los jóvenes no trabajan, ellos son los primeros que pierden mucho, muchísimo, por la falta de ingresos y por no poder invertir los mejores y más creativos años de la vida trabajando; pero también pierde muchísimo el mundo de la empresa que, si no tiene suficientes trabajadores jóvenes, no puede innovar de verdad y carece de entusiasmo, gratuidad, ganas de futuro y esperanza.
Un país como el nuestro y como muchos otros en Europa (aunque no en el resto del planeta), que deja a demasiados jóvenes fuera del mundo productivo, genera un doble y grave daño: a los jóvenes (y en consecuencia a todos) y a las empresas (y en consecuencia a todos). Pero hay más, y para entenderlo debemos considerar el segundo componente del coste humano del desempleo: el profundo sufrimiento de aquellas personas que se ven obligadas por falta de trabajo a aceptar trabajos que no se corresponden con su vocación ni sus talentos. ¿Por qué y en qué sentido? Un día me encontré con una compañera de estudios que, después de graduarse, trabajaba de cajera en un supermercado. Al verme se sonrojó, incómoda al saber, ella mejor que nadie, que el trabajo que estaba realizando no era el que había deseado, soñado y por el que había estudiado y se había esforzado durante años. Lo primero que me hubiera gustado decirle y hacerle llegar de algún modo era el valor ético del trabajo, incluso cuando se realiza “simplemente” para ganarse la vida, sin depender de los demás e incluso procurando bienestar a las personas que queremos y de las que a lo mejor somos responsables.
Hay millones de personas que van a trabajar cada día por este motivo y al trabajar para vivir y para proporcionar a otros la mejor vida posible, ennoblecen el trabajo, se ennoblecen a sí mismos y ennoblecen la sociedad. Todo esto puede ser ya mucho; pero el trabajo siempre es mucho más, porque ese ser simbólico al que llamamos “persona” siempre está en busca del sentido de lo que hace. Y si, además de permitirle vivir, no le da sentido (es decir, significado y dirección), el trabajo procurará un bien (salario, identidad social) pero también mucho sufrimiento al trabajador y a las relaciones con su entorno dentro y fuera de la empresa. Pero hay una posibilidad – me hubiera gustado añadir al diálogo silencioso entre dos antiguos compañeros de clase – para redimir y dar sentido a ese sufrimiento: intentar hacer bien lo que se hace. Es más, estoy convencido de que esta es una especie de regla de oro: «Cuanto más equivocado es el trabajo que realizamos, mejor debemos hacerlo, si no queremos morir».
Si tengo que trabajar en el lugar equivocado, haciendo cosas que están muy alejadas de la profesión que elegí para desarrollarme, la única manera de salvarme es trabajar bien. Porque si trabajo mal en un trabajo equivocado, me apago por dentro. Porque no queda ya nada auténtico a lo que agarrarme para seguir viviendo y creciendo. Una ayuda para hacer bien cualquier trabajo es considerarlo y vivirlo como un “servicio”, una palabra que ya no está de moda porque la vida no está de moda, pero que es necesaria para fundar cualquier civilización auténtica.
Pero todos, ciudadanos, empresas e instituciones, debemos hacer más para que cada vez haya más personas (sobre todo jóvenes) que trabajen y si es posible en el lugar adecuado. Esto era lo que me hubiera gustado decir a mi compañera de clase y esto es lo que habría que decir a tantos conciudadanos nuestros que hoy, para vivir o sobrevivir, siguen haciendo sagrado y digno su trabajo, cualquier trabajo. También puede ocurrir, no sería de extrañar, que a fuerza de hacer bien un trabajo que no gusta, un día se termine amándolo.