Iglesia y economía - Al Papa Francisco no le basta dejar la pobreza en manos de los efectos "no intencionales" de las acciones individuales; pone en discusión todo el banquete y no sólo las migajas.
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 30/01/2014
”Exhortación apostólica” es la definición que mejor le cuadra a la Evangelii gaudium del Papa Francisco. Exhortación viene del verbo latino ex-hortari, que tiene un doble significado: “inducir, incitar a hacer algo” y también “consolar, levantar” (tiene la misma raíz que confortar). La Evangelii gaudium es efectivamente un documento que nos incita con fuerza a cambiar de dirección, y lo hace con la misma fuerza con la que los apóstoles se dirigían a sus Iglesias (pensemos en Pablo), usando un tono fuerte y duro cuando era necesario. Pero, emulando la actitud apostólica, esta exhortación a la vez que nos incita y nos impulsa a rectificar, nos conforta y nos ayuda en el acto de levantarnos.
El Papa Francisco nos ha regalado un texto al mismo tiempo fuerte y consolatorio. En él nos invita a cambiar con palabras fuertes, pero entre palabra y palabra se percibe el buen olor del pastor al que le importa, antes que cualquier otra cosa, el bien del rebaño. Sobre todo cuando teme que el rebaño se esté acercando peligrosamente a un barranco, aún más peligroso por estar precedido de verdes pastos que ocultan detrás de las hojas un escarpado y mortal despeñadero. Por eso, el primer y grave error que hay que evitar al leer la exhortación es reducir su magnitud mediante una lectura falsamente irenista y tranquilizadora que suavice las tesis más fuertes, normalizándolas y reduciendo la carga profética de incitación al cambio.
Decir, por poner un ejemplo ilustre e influyente, que la Evangelii gaudium hay que leerla «a través de la mirada del profesor-obispo-papa nacido y crecido en Argentina» (Michael Novak, “Corriere della sera”, 12 de diciembre de 2013), significa querer debilitar la carga cultural universal y general de la exhortación y calificarla en la práctica de irrelevante. Por el contario, estoy convencido de que el único modo de apreciar la exhortación y acogerla como don de bien común, pasa precisamente por no apagar su grave crítica (reconfortante para aquellos que la entienden) a la fase actual del sistema capitalista. ¿Qué capitalismo es el que critica el Papa? Sabemos que en el pasado ha habido distintos capitalismos, pero también sabemos que en la fase actual de desarrollo de la economía mundial, el capitalismo de matriz individualista que ha puesto al frente a las finanzas se está convirtiendo en el único capitalismo. Con ello se olvida toda la biodiversidad cultural y económica del siglo XX, cuando los capitalismos eran muchos y respondían a distintas antropologías y concepciones del mundo.
Así pues, la crítica que el Papa Bergoglio dirige a la versión actual del capitalismo individualista y financiero es de carácter general, y toca una idea clave de la ideología que está en la base de nuestro modelo de desarrollo, que se articula en dos puntos: la naturaleza excluyente de nuestro sistema económico (nº 53), y la idea que él llama del “derrame” (nº 54). La economía de mercado conquistó su estatuto ético y fue moralmente aceptada en la Edad Media por los franciscanos, por los dominicos (con alguna reserva) y por toda la comunidad cristiana (aunque con variaciones y acentos diversos al pasar del mundo católico al protestante), precisamente por su capacidad de incluir a los excluidos y no sólo de crear riqueza. Si comparamos el origen de la economía de mercado con el feudalismo, es decir con la única alternativa históricamente disponible, es innegable que el desarrollo histórico de la economía de mercado ha llevado consigo la inclusión productiva primero de millones de siervos de la gleba, después de los campesinos y desde hace unas décadas también de las mujeres, que tras milenios al margen de la vida civil, se han convertido en ciudadanas libres trabajando y consumiendo.
El desarrollo de la libertad de mercado fue la otra cara, inseparable, del desarrollo de la democracia, los derechos y las libertades. Esta es la historia. ¿Y hoy? No olvidemos que el Papa escribe en 2013, en un periodo histórico en el que esa economía de mercado (si queremos podemos llamarla también capitalismo, aunque no es necesario) está conociendo una enfermedad grave, con dos grandes síntomas: la deriva solitaria, infeliz y consumista de los individuos («El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada», nº 2); y la financiarización de la economía.
No podemos olvidar que cuando las finanzas especulativas se hacen con la propiedad y el control de los bancos y las empresas (y del trabajo y las familias junto con ellos), se producen al menos dos graves patologías civiles: las rentas domina sobre los beneficios de los empresarios y sobre los trabajadores, y las relaciones entre los agentes se parecen cada vez más a los llamados “juegos de suma cero”. Cada vez son más las transacciones financieras (no todas) que se configuran como una apuesta, donde las ganancias de una parte se corresponden exactamente con las pérdidas de la otra (como en toda apuesta). Cuando la economía asume este cariz de tragaperras (un cariz hoy muy visible y esperemos que reversible), el mercado traiciona su naturaleza inclusiva y deja de estar basado en la regla de oro del “provecho mutuo” (el de Smith o el de Genovesi). Por eso hay que criticarlo. El “derrame”, más allá de las exégesis y traducciones lingüísticas, es un pilar de la ideología capitalista, según la cual cuando sube la marea todos los barcos se elevan, también los más pequeños: la riqueza de los ricos beneficia también a los pobres, que recogen las migajas que involuntariamente caen de la mesa de los poderosos.
Esta es una versión del capitalismo que podríamos llamar del “rico Epulón”, que mientras come opíparamente deja caer, sin quererlo, las migajas a los perros que están debajo de la mesa. Al Papa Francisco no le basta que la justicia y la lucha contra la pobreza y la exclusión se deje en manos de los efectos “no intencionales” de unos comportamientos intencionalmente tendentes a intereses meramente individuales. Quiere poner en discusión el banquete entero y no sólo las migajas. Discutir quién y cómo come, quién se queda fuera de la mesa, qué relaciones sociales se esconden tras las personas. La suya es una legítima y necesaria crítica a una idea de solidaridad de mercado y de bien común que queda en manos principalmente de los efectos indirectos.
Las virtudes sociales (la justicia es siempre la reina de las virtudes sociales) nacen de las virtudes individuales, que son muy intencionales, de las virtudes de aquellos que ven hoy a los nuevos Lázaros y no les dejan bajo la mesa donde ya no tienen ni siquiera la compañía de los perros (que hoy reciben por fin un trato respetuoso y digno). La Evangelii gaudium es un documento que hay que leer dentro de la gran tradición clásica del bien común, humanista y cristiana (desde Aristóteles, Tomás y los franciscanos hasta Genovesi o Toniolo) que nunca ha concebido el bien común como un efecto positivo no intencionado de acciones encaminadas al propio interés, sino que lo ha relacionado con las virtudes privadas y públicas. Esta tradición considera el bien común como fruto de acciones públicas y civiles correctivas, tendentes a mitigar las pasiones sobre todo a través de instituciones justas, y no lo ve como un efecto indirecto de las acciones “naturales” y espontáneas de los individuos, como dirían Amintore Fanfani o Federico Caffé. No todas las formas de buscar el interés personal son buenas, justas y ecuánimes.
La idea de mercado que nace de esta tradición, de la que Francisco es intérprete y continuador creativo, es la de una gran operación de cooperación internacional, un ejercicio de las virtudes sociales, un asunto comunitario y personal: «Ya no podemos confiar en las fuerzas ciegas y en la mano invisible del mercado» (nº 204). Tomémoslo en serio, y demos vida a una nueva etapa de pensamiento económico a la altura de la exhortación de Francisco.
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