La economía italiana en el contexto de la incertidumbre internacional. Instrucciones para evitar el "ahogo".
por Luigino Bruni
publicado el 08/10/2009 en www.cittanuova.it
La economía es una ciencia social que usa con profusión metáforas e imágenes. La primera y una de las más famosa es la de la “mano invisible”, una metáfora con la que el economista Adam Smith explicaba el mercado en el siglo XVIII como un mecanismo que transforma los intereses privados en bien común. Hoy la economía sigue tomando prestadas imágenes del deporte (la competencia como competición deportiva), de la música (el ejecutivo como director de orquesta) y de muchos otros ámbitos. Estas imágenes permiten a los economistas explicar dimensiones de la realidad que no son accesibles al lenguaje de las fórmulas matemáticas y de los balances. Sin embargo, lo cierto es que las metáforas no siempre ayudan, sobre todo cuando la imagen tomada se usa con fines ideológicos y con una excesiva simplificación.
Últimamente aparece, cada vez con mayor frecuencia, la comparación entre el mercado y el tráfico. Una persona sale de casa y se mete en el tráfico porque tiene motivos e intereses personales que le impulsan a hacerlo (trabajo, amigos, ocio…), no por amor a su ciudad o a los demás automovilistas. Pero si el tráfico está bien regulado por instrumentos (semáforos, rotondas y velocímetros), instituciones (policía), infraestructuras y buenas normas, todos consiguen alcanzar su objetivo. Pero para que la viabilidad funcione bien no es suficiente con tener instituciones, instrumentos, controles y normas. Hace falta también una cierta ética del automovilista y un mantenimiento de las carreteras. Cuando este mecanismo se para (como ocurre, por ejemplo, en un atasco), no es conveniente intervenir en los automovilistas para que sean más “buenos”, sino que hay que mejorar las carreteras o sustituir los semáforos por rotondas. Lo mismo ocurre con el mercado: si hay buenos instrumentos e instituciones, reglas y “policías”, “carreteras” amplias y cómodas y respeto de las leyes, todos consiguen alcanzar sus objetivos, dando lugar a un “orden espontáneo” que no necesita ningún plan regulador que fije los precios desde arriba o que regule la oferta y la demanda.
Pero la cosa no acaba aquí. En el tráfico no es oportuno, es incluso desaconsejable, mirar a los ojos a los demás conductores al adelantarles o cuando nos paramos en un semáforo. Para conducir no se exige altruismo, que a veces incluso resulta peligroso (por imprevisible), como ocurre cuando una automovilista “altruista” se queda clavada al ver a una persona anciana cruzar la calle en una zona sin paso de cebra, y es embestida por el coche que viene detrás. Las únicas ocasiones para el altruismo y para mirar a los ojos que el tráfico parece permitir son las que surgen en los momentos de crisis (una maniobra equivocada, un imprevisto) o cuando se hace un favor a quien desea incorporarse al tráfico urbano desde una calle secundaria. En el mercado sucede lo mismo: el anonimato y la impersonalidad funcionan mejor que las relaciones amistosas o familiares. En los negocios no se mira a nadie a la cara: respetar las normas, con el añadido de alguna donación, es lo máximo que se puede pedir a la ética económica en tiempos normales. Solo en tiempos de crisis es necesario hacer algo más.
Pero ¿es eso de lo que se trata en realidad? Me parece que no. La analogía entre mercado y tráfico es oportuna para algunos aspectos pero puede dejar fuera otros muy importantes. Antes que nada, en el tráfico la ética se concreta en otros aspectos mucho más relevantes, que van desde el tipo de coche que compramos (si es o no ecológico) hasta un estilo de conducción responsable y prudente (que no reduce la velocidad solo cuando ve el radar), pasando por la templanza con la que reaccionamos ante una maniobra equivocada de los demás. Y el papel de las instituciones no se agota con el mantenimiento de los semáforos y de los radares, sino que debe promover sistemas de transporte más ecológicos (como el tren), medios públicos o la nueva modalidad de alquiler del vehículo llamada car-sharing en lugar del coche en propiedad.
De igual manera en el mercado, la ética no está principalmente en sonreír al cliente o al compañero, sino en actualizarse profesionalmente, en prepararse antes de mantener una reunión, en no vender la dignidad por la carrera, en la seguridad en el trabajo, en indignarse ante las injusticias.
«Yo quiero a mis pacientes estudiando su ficha clínica antes de la visita », me decía un anciano médico de atención primaria de Milán. Hoy el desafío para aquellos a quienes les importa la ética y los valores consiste en rescatarlos del papel marginal al que están quedando reducidos, como la sonrisa desde la ventanilla del coche, el sms solidario o el 5 por mil en la declaración de la renta. Todas estas cosas son positivas, pero la calidad ética de la vida pública se juega en el uso del 99,5% de la renta, en la solidaridad con el territorio de Abruzzo seis meses después de los sms de emergencia o en la justicia en las relaciones laborales.
Estas crisis que estamos viviendo y las muchas que nos esperan nos muestran que la dimensión ética de las empresas y de los bancos no se mide por el importe que destinan a donaciones filantrópicas, sino por la cultura de su actividad completa. No nos resignemos a una cultura que está transformando los valores en el licor que se toma al final de una opípara cena, que es agradable pero no esencial para la vida.
La ética no es el licor, pero tampoco es el primer plato. Consiste más bien en la forma de preparar y servir la comida. Consiste en la calidad de las relaciones durante la comida, en la atención que se presta a quienes no comen con nosotros, o simplemente no comen porque están excluidos de nuestros opulentos banquetes. Si olvidamos todo esto, pronto los valores se convertirán en simples mercancías, que cada uno podrá comprar a buen precio y consumir según sus preferencias, en una especie de “ética por puntos”, con sus correspondientes academias donde recuperarlos.