La comunión es el nuevo nombre de la paz

Comentario a la encíclica "Caritas in Veritate", en la que Benedicto XVI hace referencia a la economía civil y de comunión

Luigino Bruni

La publicación de la encíclica Caritas in Veritate es un acontecimiento importante para los cristianos y para toda la sociedad civil. Por una parte, la encíclica es una continuación del magisterio social de la Iglesia y de los Papas, que comenzó con la Rerum Novarum (aunque en realidad la Doctrina Social de la Iglesia –DSI– comenzó mucho antes, con los Evangelios, siguiendo con los Padres y los grandes carismas, hasta hoy). Por otra parte, representa una importante innovación en cuanto a la manera de acercarse al mercado, a la economía y a la vida civil en general. Quiero reflexionar sobre dos de los muchos temas importantes y relevantes de la encíclica.

En primer lugar, Benedicto XVI revaloriza y recupera para el debate el gran magisterio social de Pablo VI. Ya en la introducción dice que la única piedra miliar de la DSI no es sólo la Rerum Novarum, sino también la Populorum Progressio, que representa el segundo gran acontecimiento sobre el que se apoya la enseñanza social del post-concilio. Esta herencia y revalorización de la Populorum Progressio no se debe al hecho contingente de que la encíclica haya cumplido recientemente cuarenta años, sino sobre todo a la voluntad explícita de Benedicto XVI de relanzar en el seno de la DSI los grandes temas del capitalismo, la justicia mundial y el desarrollo de los pueblos.

“El desarrollo es el nuevo nombre de la paz”. Este fue el gran tema de la Populorum Progressio, que, junto al destino universal de los bienes y a la necesidad de conjugar solidaridad y crecimiento económico, representaron y siguen representando los pilares de la ética económico-política de la Iglesia. Poner de nuevo en el centro los temas del progreso en la era de la globalización, significa que también el gran tema de la crítica al capitalismo vuelve a ser central dentro de la DSI. Podríamos resumir este primer elemento de la encíclica de la siguiente manera: Si hoy queremos salvaguardar la contribución cívica de la tradición civil y de la ética del mercado (que son, también y sobre todo, fruto del humanismo cristiano), una crítica a la forma capitalista que la economía de mercado ha asumido en los dos últimos siglos cada vez es más urgente.

Dicho con otras palabras: quien, como la Iglesia, aprecia y valora la economía de mercado (sobre todo en comparación con otras formas como el colectivismo y el comunitarismo, o como la economía jerárquica-feudal), tiene que criticar con dureza el advenimiento de una sociedad de mercado, esto es, de una vida en común regulada únicamente por el mercado con sus mecanismos e instrumentos (competencia, contratos, incentivos, etc.). Sin mercado no hay vida buena, pero sólo con mercado la vida todavía se hace menos buena, puesto que se atrofian y marginan otros principios y mecanismos en los que se funda la vida en común y que no pueden reducirse al contrato, como son el don y la reciprocidad.

El segundo punto está estrechamente ligado al primero y se enuncia en las primeras líneas de la encíclica, cuando Benedicto XVI afirma que la Caritas, el amor (eros, philia y ágape) es el fundamento tanto de la vida espiritual, eclesial y comunitaria, como de la vida económica y política: “Ella da verdadera sustancia a la relación personal con Dios y con el prójimo; no es sólo el principio de las micro-relaciones, como en las amistades, la familia, el pequeño grupo, sino también de las macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y políticas” (nº2). Desde mi punto de vista, esta frase tiene un alcance revolucionario.

Una de las grandes constantes que se repite desde la época griega y romana, es una visión dicotómica de la vida: cuerpo-alma, espiritual-material, contemplación-praxis, eros-agape. Esta visión dicotómica o dualista sigue siendo hoy muy fuerte en el ámbito económico y cívico, al afirmarse en la teoría y en la práctica, la contraposición entre gratuidad y mercado, entre don y economía. El Papa, en continuidad con sus encíclicas anteriores, nos llama a esta nueva unidad: es el amor, el mismo amor, el que puede y debe inspirar el don y el contrato, la familia y la empresa, el mercado y la política. Todo el capítulo tercero de la encíclica habla de la necesidad de reunificar la vida, partiendo del corazón mismo del mensaje cristiano: la encarnación del Verbo ha superado para siempre la separación entre lo sagrado y lo profano, entre un ámbito plenamente humano y otro que supuestamente no lo es. Puede alcanzarse la vida buena, la santidad, ciertamente en la vida contemplativa y en la oración, pero también siendo empresario y trabajando o comprometiéndose en política por la propia gente. Se comprende así que si el amor es la fuente tanto del don como del contrato, entonces es posible amar también cuando se ejecuta la prestación de un contrato. Así pues, la gratuidad no se asocia al regalo (gratis), sino que es una dimensión que acompaña a todos los actos humanos y que por ello puede y debe estar presente en la vida ordinaria.

Este tema está unido a los del beneficio y la empresa, a los que se les da mucha importancia en el capítulo dedicado al mercado. Si la gratuidad es la dimensión en la que se funda lo humano, de ahí coherentemente se deriva que el beneficio no puede constituir el objetivo de la empresa, de ninguna empresa, no solo de aquellas que no tienen ánimo de lucro. Cuando esto ocurre (como en la reciente crisis financiera) todo en la actividad económica y empresarial se convierte en instrumental: las personas, la naturaleza, las relaciones, y nada tiene valor intrínseco. Así se supera la otra gran dicotomía de la economía actual, que distingue entre empresas sin ánimo de lucro y empresas con ánimo de lucro, o la idea del tercer sector, puesto que todas las empresas, en cuanto tales, tienen una vocación cívica y no solo las que operan en el tercer sector o en el ámbito no lucrativo. De ahí la referencia que hace el Papa a la economía civil y de comunión (nº 46), cuyo significado solo se percibe en el marco global de la encíclica.

En la introducción, el Papa se plantea actualizar las preguntas y los desafíos de la Populorum Progressio (nº 8). A la luz de la encíclica, la idea de que el desarrollo es condición necesaria para la paz sigue siendo actual, pero en estos cuarenta años hemos comprendido que no es suficiente el desarrollo económico para evitar las guerras (como ocurría en tiempos de Pablo VI). Es necesaria la comunión de los bienes y la solidaridad entre los pueblos, desde el momento en que las recientes guerras y el terrorismo muestran que el sistema capitalista, que produce cada vez más desigualdades, es insostenible. ‘La comunión es el nuevo nombre de la paz’. Con estas palabras podríamos conjugar uno de los mensajes centrales de la encíclica, que es también el desafío de la economía y de la paz para los próximos años y que debe interpelar también al G8 y a los grandes de la tierra. En estos días me vienen a la cabeza los nombres de algunos personajes que habrían disfrutado con esta encíclica: Luigi Sturzo, Luigi Einaudi, Adriano Olivetti, pero también Adam Smith y Antonio Genovesi, es decir todos aquellos que han amado al hombre y al mercado como expresión de humanidad y de vida buena.

 


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