La apuesta de los nuevos empresarios

por Luigino Bruni

publicado en Repubblica, sección Florencia el 18/09/2010

Ocurre algo extraño con los debates que siguen la crisis de estos dos últimos años: se pone en discusión todo, pero  hoy ya nadie habla seriamenteLuigino_Bruni de poner en discusión la única cosa verdaderamente importante, que es el sistema económico capitalista. Después de Pasolini o Don Milani, se diría que a nuestros intelectuales les falta estatura moral para hablar de superar el capitalismo sin usar las palabras gastadas de las ideologías, sean de derecha o de izquierda, laicas o católicas. Así nos limitamos todos a hablar inocuamente de la necesidad de una economía más ética (¿alguien nos explicará alguna vez el verdadero significado de esta frase? ¿es la ética del lobo o la del cordero? ¿la ética de los titulares de las Letras del Tesoro o la de los ‘rom’?), de la responsabilidad de la empresa, de la economía social y de la filantropía, fenómenos todos ellos que, bien mirado, no solo no ponen en discusión nuestro sistema económico, sino que son necesarios y funcionales para su supervivencia. Hay que ser más atrevidos. Los intelectuales, los economistas y los científicos sociales tienen que volver a hacer su trabajo de críticos de la sociedad, también de nuestra sociedad.

Empecemos respondiendo a una pregunta: ¿estamos convencidos de que el objetivo de la actividad de cualquier empresa tenga que ser la maximización del beneficio?

Antes que nada tenemos que recordar qué es el beneficio. Limitándonos al ámbito más positivo de la economía de mercado, podemos afirmar que el beneficio es la parte del valor añadido generado por la actividad de la empresa que se atribuye a los propietarios, a los antes llamados capitalistas. Así pues, el beneficio no es todo el valor añadido, sino solamente una parte. Pongamos un ejemplo: La empresa A fabrica automóviles transformando acero, plástico, goma, componentes electrónicos, etc. en un producto terminado que se llama “automóvil”. Supongamos que la suma del coste de todas las materias primas que se utilizan para producir un automóvil sea igual a 10. Si la empresa A vende el automóvil a un precio de 30, el beneficio evidentemente no es igual a 20 (30-10). Todavía faltan importantes elementos de coste, entre los que destaca el coste del trabajo. Supongamos que el coste del trabajo sea 8 (para cada vehículo) y que los restantes costes (gastos financieros, amortizaciones…) sumen 3. El beneficio bruto (antes de impuestos) sería 9. Si después la empresa paga impuestos por valor de 4, el beneficio neto quedaría en 5. Hoy sabemos que en el valor añadido hay muchas cosas. Entre ellas se encuentran la creatividad del emprendedor, el trabajo humano, las instituciones de la sociedad civil, la cultura implícita de un pueblo e incluso la calidad de las relaciones familiares en las que crecen los niños en sus 6 primeros años de vida (como nos enseña el Premio Nobel James Heckman). Ese “5” de valor añadido no incluye solo el papel creativo de los propietarios de los medios de producción de la empresa, sino mucho más que tiene que ver con la vida de toda la colectividad. La constitución italiana es consciente de ello cuando proclama en su artículo 41 la “función social” de la empresa, función que es también de naturaleza social. De todos modos, una cosa es cierta: si la empresa A vende el automóvil a 30 con un beneficio de 5, en un imaginario mundo “sin ánimo de lucro” (con beneficio igual a 0) los automóviles costarían 25 en lugar de 30. En otras palabras, los beneficios de las empresas son también una forma de impuesto sobre los bienes que pagamos los ciudadanos y que reduce el bienestar colectivo de la población. Por eso muchas veces se ha soñado con una “economía sin lucro” y en algunos momentos históricos incluso se ha llegado a realizar a pequeña o gran escala, aunque a veces creando daños mayores que los problemas que se querían resolver, como en el caso de los experimentos colectivistas del siglo XX. Estos experimentos colectivistas no funcionaron por muchas y profundas razones. Una de ellas es que cuando se quita ese “5”, socializándolo, quienes ponen en marcha las empresas (ya sea el estado o los particulares) dejan de comprometerse en la innovación y el trabajo. La riqueza no sólo económica de la nación disminuye, todos se hacen más pobres y el valor (5) que se quería socializar termina por desaparecer. Al mismo tiempo, la gran crisis que estamos viviendo nos enseña que una economía basada en el beneficio y la especulación es igualmente insostenible. Entonces ¿qué podemos hacer?

Hay otra lectura de este movimiento de economía civil: concebir, por ahora a pequeña escala, un sistema económico donde el valor añadido, económico y social, sea repartido entre muchos (no sólo entre los accionistas), pero sin que los empresarios ni los trabajadores dejen de comprometerse por falta de incentivo, evitando caer en los mismos problemas de las economías colectivistas y socialistas. La verdadera apuesta de la nueva economía de mercado que nos espera consistirá en mostrar una nueva generación de empresarios (ya sean individuos o comunidades) motivados por razones más grandes que el beneficio.

La última fase del capitalismo (que podríamos llamar financiero-individualista) nace de un pesimismo antropológico que se remonta por lo menos a Hobbes: los seres humanos serían demasiado oportunistas y auto-interesados como para pensar que puedan comprometerse con motivaciones altas (como la del bien común). No podemos dejar que esta “derrota antropológica” tenga la última palabra sobre la vida en común. Tenemos el deber ético de dejar a quienes vienen detrás de nosotros una visión más positiva del mundo y del hombre. Pero para que todo esto no quede únicamente en el papel sino que se convierta en vida, hace falta un nuevo humanismo, una nueva educación donde nos eduquemos todos, niños, jóvenes y adultos a una economía de la sobriedad, donde aprendamos que la felicidad humana no está en consumir más mercancías sino en disfrutar todos juntos de más bienes colectivos, sociales, medioambientales y relacionales.

Los ilustrados italianos del siglo XVIII entendieron que la felicidad es pública, porque o es de todos o no es de nadie. Por eso la pusieron en el lugar más alto de la reforma de Italia. Hoy nos estamos dando cuenta, pagando un alto precio por ello, de cuán verdadera era aquella profecía dieciochesca, cuando los desafíos del medio ambiente, el terrorismo, la energía y la emigración nos dicen que con más motivo en la era de la globalización no es posible ser felices en solitario, en contra de los otros. En este desafío la gran tradición cooperativa tiene todavía mucho que decir. Nos jugamos la calidad de vida, dentro y fuera de los mercados, para las próximas décadas.


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