Papa Francisco - Encíclica Laudato si’. Cuidar la tierra con profecía pero sin demonizaciones
Luigino Bruni
Publicado en pdf Il Regno (35 KB) n.7/2015
Estos comienzos del siglo XXI serán recordados, entre otras cosas, por el final del capitalismo, que caracterizó a buena parte del siglo XX. El capitalismo se ha convertido en el ambiente donde vivimos y nos movemos. Estamos tan inmersos en él que hemos perdido la capacidad cultural de verlo desde fuera para analizarlo, criticarlo y dirigirle las preguntas fundamentales sobre la equidad, la justicia y la verdad.
Las distintas formas de empresa responsable e incluso la economía del sector no lucrativo se conciben también dentro del mismo sistema capitalista. Son esenciales para él y están a su servicio. En Italia, por ejemplo, casi la mitad de las grandes organizaciones sin ánimo de lucro, comprendidos importantes movimientos católicos, son financiadas directa o indirectamente por las multinacionales del juego de azar.
A partir de esta indigencia de pensamiento crítico, se comprende mejor el valor y el alcance histórico de la encíclica Laudato si’, que es también una lúcida y profética crítica al capitalismo financiero y tecnológico. Una crítica a varios niveles, todos ellos esenciales.
Para empezar, la Laudato si’ de Francisco es un bien común. No un discurso «sobre» el bien común como categoría (de los que ya hay muchos, incluso demasiados, en el ámbito católico), sino un ejercicio de bien común. En lenguaje antiguo diríamos que en esta encíclica el bien común no es el objeto material sino el objeto formal. El bien común es el punto de vista desde el que se ve el mundo y el criterio ético de juicio global.
Hoy, sobre todo en Occidente, no logramos ver la cuestión ética del mundo, precisamente porque nos falta la categoría del bien común y, con ella, la de los bienes comunes, que está estrechamente relacionada. El bien común es el gran ausente de nuestra civilización del consumo y las finanzas.
Sin embargo, nuestra época ha conocido en su propia carne los males comunes: guerras mundiales, peligro nuclear, epidemias, terrorismo global. Aprendimos lo que significa ser un cuerpo cuando caían las bombas en las casas de los ricos y de los pobres, cuando la locura suicida-homicida mataba a directivos y trabajadores. Pero no hemos aprendido de la experiencia del mal común la sabiduría del bien común.
No hemos aprendido colectivamente que el bien primario de una sociedad (en el sentido de que, cuando falta, también los bienes secundarios se ven amenazados) es el bien común, el de todos y el de cada uno. Así, día tras día, ley tras ley, desregulación tras desregulación, estamos creando la «civilización del interés privado», que, con ideologías cada vez más sofisticadas, trata de convencernos a todos de que los «excluidos» son un precio que hay que pagar por el bienestar de las élites. Que es normal e inevitable que el 10% de los habitantes del planeta utilice energía para el aire acondicionado del apartamento y el SUV (vehículo utilitario deportivo), mientras el 90% restante, que no tiene aire acondicionado ni SUV, está condenado a sufrir las consecuencias de la creciente contaminación del planeta por los de arriba.
Una vez más, la historia humana confirma y amplifica la verdad del Evangelio. Lázaro sigue estando debajo de la mesa del rico epulón, recogiendo las migajas de su opulencia. Pero además, ahora, desde esa mesa, cada vez más llena de productos de las explotadas tierras de los pobres del planeta, gotea sobre la cabeza de Lázaro la basura, la escoria y la suciedad que hacen incomibles esas pocas migajas de pan.
Un humanismo integral
El papa Francisco es capaz de ver todo eso y decírnoslo a todos, aunque no sea más que para que estemos un poco menos tranquilos en nuestros banquetes opulentos. Y lo hace con la libertad de aquel cuyo único interés es servir a la verdad, que no depende de la financiación de las multinacionales ni de las grandes finanzas. Para dar voz a los que no la tienen, denunciando, con una fuerza y un valor inéditos, la economía de los nuevos epulones generadores de migajas contaminadas e inicuas. El mejor lugar para ver el bien común, tal vez el único adecuado, es debajo de la mesa, al lado de Lázaro, mirando hacia arriba.
Otro tema que inspira toda la encíclica es la relación hombre-tierra, entendida como relación de reciprocidad con igual dignidad, porque el hombre y la tierra son «creación» (c. II). Reciprocidad entre los seres humanos y reciprocidad entre la tierra y nosotros. Uno solo es el cuidado: cuidado del otro hombre («¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?»: Gen 4,9), y cuidado de la tierra (el Adam debe cultivar y guardar el jardín; cf. Gen 2,15). La palabra hebrea que el autor del Génesis usa para ambos tipos de cuidado (que después serán negados) es la misma: shamar. Una palabra que nos recuerda que si no cuidamos del otro, de todo hombre y mujer, tampoco seremos capaces de cuidar de la tierra ni de nosotros mismos (si no cuido al otro, pronto me hago incapaz de cuidarme a mí mismo y lo único que queda es el hedonismo nihilista).
Donde no hay cuidado, el fratricidio sustituye a la fraternidad y la tierra se mancha de sangre. Pero Dios y sus amigos de verdad, no los rufianes, todavía pueden sentir el olor de la sangre de las víctimas («La voz de la sangre de tu hermano grita a mí desde la tierra»: Gen 4,10). Este es el motivo por el que la «ecología integral» (c. IV) de la que habla la Laudato si’ sólo puede surgir a partir de un «humanismo integral» (c. III)..
El antropocentrismo «desviado», como define el papa a esta visión, alimentada por algunas teologías cristianas parciales que ven todo el universo en función del bienestar de los seres humanos, es el primer error que hay que rectificar para construir una relación correcta con la tierra y con la naturaleza. Una relación que para Francisco es de una franciscana fraternidad: «Cuando el corazón está verdaderamente abierto a una comunión universal, nada ni nadie está excluido de esa fraternidad» (n. 92).
Al mismo tiempo, el hombre es realmente el centro del proceso de deterioro que está sufriendo la vida del planeta, un deterioro que no pone en discusión la supervivencia de la tierra (que a lo largo de su historia ha superado «crisis» mucho más devastadoras que la que nosotros estamos causando), sino la supervivencia del homo sapiens. Además – y esto lo subraya el papa en muchos pasajes de su carta – el comportamiento irresponsable del hombre depreda la tierra en lugar de «cuidarla», y está causando una fuerte pérdida de biodiversidad en el planeta, así como la muerte de muchas otras especies vivientes.
Algunos comentaristas, sedicentes amantes del libre mercado, sin explicar lo que entienden por «mercado» ni por «libre», han escrito, en Italia y en otros lugares, que el papa Francisco está en contra del mercado y de la libertad económica, viendo en ello una expresión de escasa modernidad e incluso de marxismo. En realidad, si leemos el texto sin gafas ideológicas, encontraremos cosas muy importantes acerca del mercado y la economía. Francisco nos recuerda que el mercado y la empresa son valiosos aliados del bien común mientras no lo abarquen todo. El mercado es una dimensión de la vida social buena, esencial hoy para cualquier bien común. Pero las palabras de las economías no son las únicas, ni siquiera las primeras.
La regla del mutuo provecho
En primer lugar, el papa denuncia la desnaturalización del mercado. La regla de oro del mercado es el «mutuo provecho», tal y como nos recuerdan Adam Smith, Antonio Genovesi y la mejor tradición del pensamiento económico, y no el provecho de una parte a costa de la otra. Si eso es cierto, cuando las empresas depredan la tierra y a las personas (y lo hacen con frecuencia), están negando la naturaleza misma del mercado. El papa no hace otra cosa que recordarle a la economía y al mercado su vocación más auténtica: el mutuo provecho, o, dicho con palabras de Genovesi, «la mutua asistencia» (en Lecciones de economía civil, escritas entre 1765 y 1767).
Pero aun reconociendo el mutuo provecho como ley fundamental del mercado civil e incluso extendiéndolo a la relación con otras especies vivientes y con la tierra (muchas experiencias de la relación hombre-tierra se pueden interpretar también en este sentido), ésta no debe ser la única ley de la vida. En esto el papa está en sintonía con los grandes economistas contemporáneos, entre los que se encuentra el premio Nobel A.K. Sen.
Sen, en sus trabajos sobre la justicia, habla de las obligaciones del poder, y lo hace inspirándose en la tradición religiosa hindú. Las obligaciones del poder nos impulsan a ir más allá del mutuo provecho y del contrato, que es su principal instrumento. El mutuo provecho y el contrato no son suficientes para construir una sociedad justa. Existen otras obligaciones morales y cívicas que no pueden reconducirse al principio del mutuo provecho. En particular, las obligaciones del poder son fundamentales en el caso de los niños y otras especies vivientes no humanas.
Cuando nos vemos en circunstancias de tener que ejercer poder sobre otros seres vivos más débiles, que dependen en gran medida de nuestra potencia, debemos actuar en base al reconocimiento de la asimétrica posibilidad de hacer cosas que tienen consecuencias para la vida de los demás (cf. A. Sen, The Idea of Justice, Harvard University Press, Harvard 2009).
Debemos actuar responsablemente con la creación porque hoy la técnica nos ha puesto en las condiciones objetivas de producir unilateralmente consecuencias muy graves para otros seres vivos a los que estamos vinculados. En el universo todo está vivo, y todo nos llama a la responsabilidad.
Para terminar, otra cuestión muy importante es la de la «deuda ecológica» (n. 52), que representa uno de los pasajes más elevados y proféticos de la encíclica. La despiadada lógica de la deuda de los estados domina la tierra, pone de rodillas a pueblos enteros (como en el caso de Grecia) y a muchos otros los tiene sometidos a chantaje. En el mundo se ejerce mucho poder en nombre de la deuda y el crédito. Pero también existe una gran «deuda ecológica» del Norte del mundo con respecto al Sur. Un 10% de la humanidad ha construido su propio bienestar descargando los costes en la atmósfera de todos, y sigue produciendo “cambios climáticos" que producen efectos devastadores precisamente en muchos de los países más pobres.
La expresión «cambios» despista, porque es éticamente neutral. El Papa, en cambio, habla de «contaminación» y de deterioro de ese «bien común» llamado «clima» (n. 23). El deterioro del clima contribuye a la desertificación de regiones enteras, que influye decisivamente en la miseria y la muerte de niñas, niños, mujeres y hombres, así como en las migraciones (cf. n. 25).
Esta inmensa «deuda ecológica» y de justicia global no se tiene en cuenta en las mesas de los poderosos. Como mucho, se intenta dar un barniz ético al cierre de fronteras para los que vienen a nosotros porque les hemos quemado la casa. Esta deuda ecológica no tiene ningún peso en el orden político mundial. Ninguna Troika condena a un país porque haya contaminado o desertificado otro país, y así la deuda ecológica sigue creciendo ante la indiferencia de los grandes y poderosos.
Nuestra civilización global tiene una enorme y vital necesidad de profecía. La profecía siempre ha sido el primer alimento del bien común, dentro y fuera de las religiones. Pero hoy ¿dónde están los profetas? ¿Y quién escucha a los pocos que hay?
El papa Francisco es uno de los pocos profetas de nuestro tiempo, y, gracias a Dios, se le escucha. Ciertamente le escuchan y le aman los lázaros. Ojalá le escuche también algún rico epulón: «Si no escuchan a Moisés y a los profetas, tampoco se convencerán aunque un muerto resucite» (Lc 16,31).
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