Más allá del otro nombre del mal

Más allá del otro nombre del mal

El misterio revelado/6 - La verdad sin amor mata. La compañía fiel es un rocío que salva. 

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 08/05/2022

«–Si vuestro Dios no quiere la idolatría, ¿por qué no la elimina? Los sabios respondieron: –Si la única idolatría fuera la relativa a lo que el mundo no necesita, ciertamente Él la eliminaría. Pero los hombres consideran que son divinidades también el sol, la luna, las estrellas y los planetas. ¿Acaso debería Él destruir todo el mundo porque haya locos?»

Talmud Babilonese, Avodah Zarah

El horno ardiente donde Nabucodonosor arroja a los compañeros de Daniel y su salvación suponen una gran enseñanza sobre la naturaleza del poder y sobre el martirio.

A los poderosos nos les basta con erigir su propia estatua. Quieren que sea adorada. Quieren que sea objeto de peregrinaciones y liturgias. Una estatua sin culto es insuficiente, porque solo es divina si los fieles la adoran. Por consiguiente, hacen falta súbditos, que lo son en cuanto adoradores de la estatua del rey. Esta es la esencia del poder, que puede renunciar a todo menos a la adoración. Por eso en la Biblia todo poder tiende a ser idolátrico, y toda estatua, ya sea de dioses o de soberanos, es un ídolo. Nosotros hemos dejado de creer en dioses, pero no hemos dejado de adorar estatuas. A las grandes empresas de hoy no les bastan los beneficios. Quieren la adoración de la estatua, la devoción a la marca, la genuflexión ante la mercancía, la fidelidad del consumidor. Pero la Biblia ya nos lo había dicho y hoy lo vemos con claridad: quitar a Dios del horizonte de la historia no significa eliminar la imagen de Dios del mundo, sino simplemente multiplicar las estatuas, los ídolos y los adoradores de fetiches. Porque si el capitalismo fuera solo un asunto de dinero no habría ocupado desde hace tiempo el templo del alma. 

El sensacional éxito de Daniel como intérprete de sueños le conquista fama y honor en la corte del rey Nabucodonosor: «A instancias de Daniel, el rey puso a Sidrac, Misac y Abdénago al frente de la provincia de Babilonia, mientras que Daniel quedó en la corte» (Daniel 2,49). Esta separación entre Daniel y sus tres amigos introduce el famoso relato del milagro del horno, una de las narraciones bíblicas más queridas. Seguimos en un ambiente dominado por una estatua. No se trata de la estatua tremenda soñada por Nabucodonosor, sino de la que él manda construir: «El rey Nabucodonosor hizo una estatua de oro, treinta metros de alto por tres de ancho» (3,1). Una estatua colosal. A los emperadores siempre les ha gustado ser representados con estatuas gigantescas, y no solo en la antigüedad. En este caso, no sabemos si la estatua representa al rey o al dios jefe del panteón babilónico: Marduc. En todo caso está claro que nos encontramos ante un fenómeno idolátrico: «Se reunieron los prefectos … y gobernadores de provincia para la inauguración de la estatua. Mientras estaban en pie frente a ella, el heraldo proclamó con voz potente: –Os postraréis para adorar la estatua que ha erigido el rey Nabucodonosor. El que no se postre en adoración será al punto arrojado dentro de un horno encendido abrasador» (3,3-6).

 Tras el éxito de Daniel, ahora se presenta una crisis: «Unos caldeos fueron al rey a denunciar a los judíos: –Hay unos judíos, Sidrac, Misac y Andénago – a quienes has encomendado el gobierno de la provincia de Babilonia – que no obedecen la orden real, ni veneran a tus dioses, ni adoran la estatua de oro que has erigido» (3,8-12). Los caldeos, tal vez un grupo de escribas, no están calumniando a los tres amigos. Dicen la verdad, como veremos. No hace falta una mentira para hacer daño a alguien. A menudo se construye una maldad con noticias verdaderas pero usadas como armas de matar. Hay maldades generadas por mentiras, pero otras están construidas con verdades que, sin embargo, al perder contacto con la benevolencia, se desnaturalizan y se vuelven malignas. Muchas denuncias desvelan cosas verdaderas – los hebreos lo han sabido siempre – pero si nacen de una intención de muerte son mortíferas. La verdad sin amor es otro nombre del mal.

Quizá los caldeos quisieran eliminar a los tres judíos para ocupar su puesto en el gobierno de la provincia, o quizá ni siquiera pensaran obtener provecho alguno de su denuncia, salvo el placer de hacer daño a alguien. No es fácil decir cuál de las dos acciones es peor. Cuando alguien nos hace daño persiguiendo un interés particular, sus acciones son previsibles y podemos defendernos. En cambio, cuando el que actúa está movido por pasiones irracionales es muy difícil preverlas. Es casi imposible poner fin a las guerras, porque las personas se alimentan del conflicto mismo (el nacionalismo siempre ha sido una de estas pasiones). En el siglo XVIII filósofos y economistas como Montesquieu, Smith o Genovesi pensaban que el desarrollo del mercado acabaría con las guerras, porque, según creían, el mercado necesitaba intereses y no pasiones destructivas – ¿quién sabe qué dirían hoy de los países que pretenden combatir guerras usando sanciones comerciales? –.
El desarrollo del relato nos dice que los espías tenían razón: «Nabucodonosor, en un acceso de ira, ordenó que le trajeran a Sidrac, Misac y Abdénago, y cuando los tuvo delante, les dijo: –¿Es cierto que no respetáis a mis dioses ni adoráis la estatua que he erigido? (…) Seréis arrojados al punto dentro del horno encendido abrasador, y ¿qué Dios os librará de mis manos? Sidrac, Misac y Abdénago contestaron: –Majestad, a eso no tenemos por qué responder. Si es así, el Dios a quien veneramos puede librarnos del horno encendido y nos librará de tus manos» (3,13-17).

Según este pasaje, todo parece preparar una estructura clásica de martirio de testigos extremos frente a un poderoso que impone por la fuerza un acto de culto que un fiel no puede realizar – «a eso no tenemos por qué responder» –. La lógica del martirio es siempre la misma y es siempre estupenda (bien entendida). El martirio no tiene necesidad de la certeza de la existencia del paraíso. La recompensa después de la muerte no es el salario de los mártires. En tiempos del libro de Daniel, en Israel no era para nada evidente que hubiera una vida después de la muerte, Muchos testigos de una verdad mueren mártires sin creer en un más allá (aunque en toda buena muerte hay siempre un más allá, aunque solo sea la memoria que se deja a un hijo).

Pero hay algo más. Los amigos de Daniel son hombres de fe: Pero para aceptar el martirio no necesitan tener la certeza de que Dios les salvará de las llamas: «Y aunque Dios no nos libre, conste, majestad, que no veneramos a tus dioses ni adoramos la estatua de oro que has levantado» (3,18). Y aunque Dios no nos libre... Este versículo es una innovación espiritual y ética inmensa. El mártir-testigo se encuentra ante una no elección. No es un héroe trágico que debe elegir entre dos alternativas: morir o traicionar. El mártir ya ha excluido la segunda posibilidad (traicionar), porque no es una alternativa practicable: lo es en teoría, pero no en la práctica. La Biblia nos regala un Dios que es sobre todo el Dios de la vida. Pero nos enseña que salvar la vida no es lo más importante de la vida: salvar la conciencia es más importante que salvar la piel. Nuestra dignidad y nuestro valor son más grandes que nuestra misma vida, hasta el punto de poder entregarla libremente, de muchas maneras, también en el martirio, cuando la existencia, acabando, florece plenamente en belleza en el mayor acto de libertad.
No podemos abjurar de la fe auténtica, del mismo modo que no podemos abjurar de nuestras vísceras ni de nuestra médula. La fe bíblica no nos da tregua, al igual que la fe verdadera, sencillamente porque si traicionamos nuestra fe, renegamos de la parte mejor de nosotros mismos, morimos antes de morir. Esta dimensión tremenda y estupenda de la fe la encontramos también en algunos momentos decisivos de la vida, cuando nos damos cuenta de que no tenemos elección, y el camino que debemos emprender es uno solo. Tal vez hemos encontrado una persona con la que comenzar una nueva vida, estamos hartos de mujeres, maridos, conventos y comunidad.es Decidimos cambiar de vida y el día en que deberíamos salir nos damos cuenta de que no tenemos elección, porque la fidelidad a una familia en crisis, a una comunidad apagada es sencillamente la parte más profunda de nosotros. Y nos quedamos, tal vez infelices, pero verdaderos. Entonces entendemos mejor qué es verdaderamente un martirio. El mártir aceptaría el martirio aunque esté seguro de que no hay paraíso ni intervención de Dios. Por eso, paradójicamente, el martirio del ateo nos desvela la naturaleza más radical de todo martirio.

En la historia de los tres compañeros llega la salvación: «El rey ordenó que atasen a Sidrac, Misac y Abdénago y los echasen en el horno encendido abrasador. (...) Iban ellos por entre las llamas alabando a Dios y bendiciendo al Señor» (3,20-24). El relato parece conducir al mismo resultado del relato paralelo del segundo libro de los Macabeos (cap. 7), donde una madre, anónima, y sus siete hijos mueren mártires. Pero he aquí el golpe de escena: «El ángel del Señor bajó al horno junto a Azarías y sus compañeros, empujó fuera del horno la llama de fuego, y les sopló, en medio del horno, como un frescor de brisa y de rocío, de suerte que el fuego no los tocó siquiera ni les causó dolor ni molestia» (3,48-50). Una salvación milagrosa: «Entonces el rey Nabucodonosor, estupefacto, se levantó a toda prisa y dijo a sus consejeros: (...) –Yo estoy viendo cuatro hombres que se pasean libremente por el fuego sin sufrir daño alguno, y el cuarto tiene el aspecto de un hijo de los dioses» (3,91-92). La misma Biblia, dos finales distintos; a la madre y a sus siete hijos no les salvó el ángel que, sin embargo, salvó a los tres compañeros. Esta es la salvación plural de la Biblia. El mundo está lleno, cada día, de hijos que mueren y de hijos salvados. Y todo final puede ser bueno si se vive como fidelidad y libertad.

Los intérpretes de todos los tiempos siempre se han sentido fascinados por el “cuarto hombre” que el rey ve salir del horno junto a los tres compañeros. Hombre y también “hijo de los dioses”. Alguien ha visto en él al mismo Daniel, otros a un ángel o al mesías; los autores cristianos una prefiguración de Cristo. No lo sabemos. Es un cuarto personaje que podía no estar presente en esta historia ya magnífica. Y sin embargo lo está. Cuando en la Biblia encontramos una palabra o un personaje que está pero podía no estar, siempre se trata de un regalo, de gratuidad total. Me gusta pensar que cuando unos amigos fieles entregan la vida juntos, en su caminar en compañía hacia el martirio siempre hay un “cuarto compañero”. Algunas veces lo vemos y otras veces no. Pero está ahí, entre nosotros, para hacer que la última ida y a veces la vuelta esté llena de “un frescor de brisa y de rocío”.


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