Capital sin hijos ni futuro

Capital sin hijos ni futuro

Raíces de futuro/2 - El consumismo traiciona también la civilización meridional de las propiedades.

Luigino Bruni.

Original italiano publicado en Avvenire el 10/09/2022.

La novela de Verga “La roba” nos aporta intuiciones sobre el sistema económico de nuestro tiempo y sobre su triste epílogo, si no somos capaces de invertir la marcha. La acumulación de cosas y bienes se realiza “a la vista de los demás” y hace crecer la envidia a los jóvenes en quienes la persiguen y en las sociedades donde se realiza.

«–¿Esto de quién es? Oía responder: –De Mazzarò. Y al pasar cerca de una granja tan grande como un pueblo: –¿Y esto? –De Mazzarò... Después venía un olivar como un bosque. Eran los olivos de Mazzarò. Todo era propiedad de Mazzarò».
La roba [las propiedades] es una de las novelas más bonitas de Giovanni Verga y de la literatura italiana. La escribió en 1880, mientras ultimaba su obra maestra, I Malavoglia. El capitalismo aún no existía, sobre todo en la campiña siciliana, aunque posiblemente se veían ya sus primeros y tenues albores. Pero Verga, desde la torre de su poesía, en algunas límpidas mañanas, fue capaz de entrever nuestro mediodía. 

Su crítica a aquel proto-capitalismo sigue viva, porque es antropológica. Es una reflexión radical sobre los efectos que la búsqueda de la riqueza produce en las personas encantadas y encadenadas por el totem de las propiedades. En esta fascinación irresistible y casi religiosa se da algo parecido al «fetichismo de la mercancía» del que hablaba pocos años antes Marx. Pero la mirada del escritor siciliano es poética, dramática, y está atravesada por una gran pietas por las víctimas de sus historias, por los vencidos que deja la riada del progreso. Y de este modo nos desvela dimensiones fundamentales y generales del espíritu meridional, mediterráneo y católico de algo nuevo que pronto recibirá el nombre de capitalismo. Este espíritu es distinto del de la Europa del Norte, pero también del de los primeros comerciantes medievales.

Verga intuye que los vientos de la modernidad están trayendo algo nuevo también al sur de los Alpes. En efecto, Mazzarò no es un aristócrata terrateniente («con su cabeza como un brillante había acumulado todas aquellas propiedades»), pero tampoco un moderno capitán de industria. Ni siquiera se siente atraído por el dinero como los avaros de todos los tiempos: «A él no le importaba el dinero; quería propiedades, y en cuanto conseguía ahorrar un poco, en seguida compraba un trozo de tierra». Mazzarò no acumula dinero, acumula propiedades. En la civilización católico-meridional de la vergüenza, distinta de las civilizaciones protestantes de la culpa, la riqueza solo vale si los demás la ven. El ojo del "viandante", que abre la novela y pregunta «¿esto de quién es?», es una presencia necesaria en todo el ciclo de los vencidos. Porque la riqueza no vale y no sirve si nadie la ve. Las propiedades son la riqueza vista por los demás. Esta visibilidad es orgullo y rescate social: «Todos se acordaban de los que le habían dado patadas en el trasero, los mismos que ahora lo trataban de excelencia». O mejor dicho: es ilusión de rescate.

Los milagros económicos y sociales del siglo XX meridional fueron sobre todo el resultado de la acción de muchos Mazzarò – de los que quedaron en la agricultura y de muchos que emigraron de la tierra a la pequeña y después gran industria familiar –. Una riqueza invertida en granjas y fábricas, entre otras cosas para que fuera vista por los demás, y por tanto objeto de admiración, elogios y envidias. Y una gran laboriosidad: «No había dejado pasar ni un minuto de su vida sin emplearlo en tener propiedades». Una ética del ahorro y casi una mística del no derroche: «¿Veis lo que como? Respondía él – ¡pan y cebolla! Y eso que tengo los almacenes llenos a rebosar y soy dueño de todas estas propiedades».

Los primeros empresarios meridionales no eran hedonistas, no buscaban placeres ni diversiones a través del dinero. No les gustaba el consumo que reducía las propiedades, sino la inversión que las aumentaba y atraía las miradas. Con las propiedades desarrollaban una relación casi matrimonial. No por casualidad las propiedades eran también la dote de las esposas: «No había tenido más mujeres a cargo que su madre». En realidad, más que matrimonial la relación de Mazzarò era incestuosa, como la de un padre que quiere que su hermosa hija sea admirada y envidiada, pero sin darla en matrimonio a nadie.

Verga sabe que las propiedades no son capaces de mantener sus promesas. Conoce también las teorías económicas liberales de su tiempo que, después de Galiani y Smith, confiaban en la «mano invisible» de los efectos indirectos positivos del engaño-ilusión de la búsqueda individual de la riqueza. Las conoce, pero no cree en ellas, porque él se fija en los descartados, en los vencidos. Se interesa por «los débiles que se quedan por el camino, por los flojos que dejan que la ola les sobrepase» (Prólogo de I Malavoglia). La primera carcoma de la civilización de las propiedades es intrínseca a las propiedades mismas. Si el capitalismo se convierte en el reino de la cantidad y la extensión, solo res extensa, no puede conocer límite ni freno alguno. Pronto se vuelve ilimitado y desenfrenado: «Mazzarò quería llegar a tener tanta tierra como el rey». Si la bendición no se encuentra, como pensaban los calvinistas, en el trabajo entendido como vocación (>beruf) sino en las propiedades, en particular en las que los demás pueden ver y envidiar, entonces la carrera para superar a otros en cantidad y extensión no tiene fin: «Los vencidos levantan los brazos con desesperación, y doblan la cabeza bajo el pie brutal de los que llegan, los vencedores de hoy, los que se apresuran y están ávidos de la meta, y serán adelantados mañana» (Prólogo). Primera sorpresa: el “espíritu” del capitalismo “vencedor” (¿o vencido?) en el siglo XXI no es el calvinista del trabajo/beruf; es inesperadamente el meridional de las propiedades. Pero solo para el consumo, no para la inversión y la acumulación. El consumo, y no el trabajo, es el protagonista de la economía global de hoy que, no por casualidad, está creciendo y crecerá sobre todo en las culturas comunitarias de la vergüenza (Asia, África), más cercanas al espíritu de Mazzarò.

Pero el golpe más genial de la novela de Verga se encuentra en su espléndida y “desesperada” conclusión, donde se encuentra su clave de lectura. La derrota de Mazzarò es introducida por algunos detalles de la última parte de la novela: «Él no tenía hijos, ni sobrinos, ni parientes; no tenía otra cosa que sus propiedades». La suya es una economía de las propiedades sin hijos ni futuro. El capitalismo meridional de las propiedades funcionó (en parte) y generó también valores y virtudes civiles, mientras no dejó de ser un capitalismo de la familia, donde la fábrica era sobre todo la cuerda que unía a las generaciones y a las clases: las propiedades se acumulaban sobre todo para los hijos. Por eso, la economía de Mazzarò supone también la traición de ese mismo espíritu meridional de las propiedades, que había nacido profundamente familiar, comunitario e intergeneracional.

La gran ilusión-desilusión de esta (des)economía solo se revela con claridad al final. La encontramos en la torsión narrativa final y decisiva de la novela: «Solo le dolía una cosa, empezar a envejecer y tener que dejar la tierra allí donde estaba. ¡Esto es una injusticia de Dios, que después de haber consumido la vida adquiriendo propiedades, cuando llegas a tenerlas y todavía quieres tener más, tienes que dejarlas!» En este epílogo hay un segundo detalle, tremendo y magnífico: «Y si un muchacho semidesnudo pasaba por delante de él, curvado por el peso como un burro cansado, le lanzaba el bastón entre las piernas, por envidia». Esta economía de las propiedades sin hijos envidia a los jóvenes y a los niños. En una cultura de la vida, los jóvenes son el paraíso; en una cultura de la muerte, son el infierno. Esta es la nota más tremenda de la civilización de Mazzarò. Tremenda y profética, porque lo que Verga, gracias a su genio artístico, entreveía, ahora es cada vez más evidente. Los protagonistas de nuestro sistema de desarrollo, que cada vez se parece más a la economía de Mazzarò, no teorizan y mucho menos admiten la envidia a los jóvenes. Pero hay un lugar donde la envidia de Mazzarò es ya demasiado evidente como para ser negada: la gestión de la tierra. Solo una economía de la muerte que envidia a los jóvenes, es decir que los ve con mirada torcida, puede dejarles un planeta devastado, una tierra herida por la búsqueda neurótica, ilimitada y desenfrenada de propiedades.

Esta envidia rabiosa explota en toda su desesperada belleza en las últimas líneas de la novela, que son su obra maestra: «Así que cuando le dijeron que era el momento de dejar sus propiedades para pensar en su alma, salió al patio como un loco, tambaleándose y matando a golpes de bastón a los patos y los pavos, mientras gritaba: ¡Sois míos y vendréis conmigo!». Un capitalismo de las propiedades sin hijos y sin paraíso mata la última gallina en su último día de vida, consume el último metro cúbico de gas para su último respirador. La crisis demográfica nos dice que ya nos hemos convertido en el capitalismo sin futuro de Mazzarò. El capitalismo de Mazzarò se lleva consigo a la tumba sus bosques, sus mares, sus ríos, sus glaciares, porque no ve nada de valor que dejar en herencia a los jóvenes a los que envidia y no ama. Las propiedades se han convertido en la tierra apaleada y golpeada hasta la muerte.

Años después, Mazzarò se convertirá en Don Gesualdo: «Entonces, desesperado porque tenía que morir, [Don Gesualdo] se puso a golpear a los patos y a los pavos, y a arrancar yemas y simientes. Le habría gustado destruir de un golpe toda la abundancia que había acumulado poco a poco. Quería que sus propiedades se fueran con él, desesperadas como él». Llevamos ya varios años apaleando patos y pavos, seguimos arrancando simientes que deberían alimentar a los hijos que no tenemos y no queremos. Verga sabía que esta economía era una economía desesperada – nosotros todavía no nos hemos dado cuenta. Solo nos salvará una economía que cría patos y pavos, y cuida de las plantas y simientes mientras Mazzarò sigue dando golpes – ¿Estamos aún a tiempo?


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