Los pobres son solo pobres

Los pobres son solo pobres

ContrEconomia/7 – Deberíamos acordarnos de que Dios es sobre todo agape y amor, nunca «do ut des». 

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 16/04/2023

Ernesto de Martino, La terra del rimorso

Continúa el análisis de los efectos culturales y económicos de la Contrarreforma. Los serios efectos de la versión comercial de la gracia en la manera de concebir la religión y la vida civil.

Las religiones son el primer instrumento con el que los seres humanos han tratado de vencer la muerte. Son la gran oportunidad de hacer inmortal lo que por naturaleza no lo es. Son el resultado del gran deseo colectivo de metamorfosis de la muerte en valor. El sacrificio es el medium que debía operar esta admirable alquimia. De este modo, las plantas o los animales, destinados por su naturaleza a la muerte, en el momento de ser sacrificados, en el rito, salen del orden natural mortal y entran en el orden divino inmortal – este es el sentido etimológico de sacrificio: “hacer sagrado” –. Matando contra natura la vida en el altar, esta se vuelve inmortal. Esto explica también los arcaicos sacrificios humanos: ofrecidos a los dioses, las personas morían sagradamente contra natura y por tanto ya no morían en natura. Así, «el hombre se constituye en procurador de muerte en el sentido mismo del morir natural» (E. De Martino, Morte e pianto rituale nel mondo antico, p. 236). 

El hombre antiguo veía morir a la naturaleza de una muerte parcial y no definitiva, porque el ciclo de las estaciones hacía “resurgir” en primavera lo que moría en otoño, y eso sugería que en algún lado debía ocurrir algo parecido con los hombres: «Un viejo canto inca lamenta que mientras el sol sale, pasa y luego vuelve a salir, al igual que la luna, solo el hombre nace, pasa y ya no vuelve» (De Martino, ivi). Entregando cosas vivas a los dioses, estas salían del tiempo y entraban en la eternidad – la teología antigua de la vida consagrada no se entendería sin esta transformación y divinización del don de la vida, ni se entendería el sentido profundo del luto, que consiste en «procurar al difunto la segunda muerte cultural que venga el escándalo de la muerte natural» (De Martino, ivi).

Pero con el cristianismo irrumpió en la tierra algo inédito. Cristo dio un vuelco a la lógica de las religiones antiguas: ya no somos nosotros quienes ofrecemos a la divinidad nuestros dones-sacrificios mortales pidiendo que se vuelvan inmortales; en la eucaristía, síntesis viva de la pasión-muerte-resurrección de Cristo, es Jesús quien, entregándose a nosotros como pan, nos hace participar de la divinidad. Ya no son nuestros dones los que mueren para poder vivir para siempre, sino que es Dios quien muriendo-resucitando nos da algo verdadero de su inmortalidad. La eucaristía es, pues, el anti-sacrificio, la palabra final sobre la lógica del sacrificio, la buena charis, la bella gratitud. Es gratuidad absoluta, porque está libre del registro comercial. En esto radica el humanismo del cristianismo. Pero en la praxis de la tradición católica, sobre todo a partir de la Contrarreforma, esta dimensión absoluta de gratuidad no se consolidó en la cultura-culto del pueblo. Las personas seguían interpretando la religión con el registro del sacrificio, donde ninguna gracia es gratis: «“Si no aceptáis la gallina, la gracia no vale, y el niño nacerá ciego”. “La gracia es gratuita”, dijo don Paolo. “Las gracias gratuitas no existen”, respondió la mujer». (Ignazio Silone, Vino e pane). La reacción católica a la salvación por “sola gracia” de los protestantes reforzó y amplificó la idea de la religión de las “obras” con las que se debe “merecer” la salvación. La gracia no es advertida como gratuidad incondicional: es necesario lucrarla, ganársela.

De este modo, también la confesión y la consiguiente eucaristía fueron leídas dentro de una relación de intercambio hombre-divinidad. Si vamos, por ejemplo, al “Catecismo de Pío X” (de 1905), en seguida nos daremos cuenta de que la narrativa de la confesión conduce a interpretar la penitencia como el precio a pagar para obtener la gracia del perdón y por tanto la comunión-eucaristía. La naturaleza condicional de la absolución la coloca naturalmente en un contexto jurídico-económico-comercial de do ut des: uno de los «frutos que produce en nosotros una buena confesión es la gracia de Dios», que nos «hace capaces del tesoro de las indulgencias», indulgencias interpretables con demasiada facilidad como el precio a pagar por «la remisión de la pena temporal» (Catecismo, § 9). Así pues, la eucaristía no es percibida como un don gratuito, sino que llega como respuesta a nuestras buenas obras – la gracia no opera si nosotros no estamos en gracia.

Esta percepción y narración contractual de la gracia como respuesta de Dios a nuestras obras meritorias, ha producido efectos mucho más amplios que la sola interpretación de la confesión o de la vida sacramental, que ya son de por sí muy importantes, si pensamos en cuán radicado está en el pueblo católico un acercamiento a los sacramentos del tipo: “pago y compro”. Claramente los teólogos decían muchas otras cosas que complicaban o en parte confutaban estas narrativas, pero estas “cosas” no llegaban generalmente a la gente.

La gratuidad-gracia es, por tanto, el verdadero tema central. Porque es precisamente la gratuidad la que impide vivir las religiones como magia o superstición. La magia es expresión del eterno deseo del hombre de apoderarse de lo sagrado, manipularlo y usarlo en su propio provecho mediante palabras, gestos y pensamientos. Durante milenios, la experiencia de lo sagrado fue la reacción humana ante el tremendum (Mircea Eliade), ante la necesidad de entender y tratar de gestionar las fuerzas que los seres humanos percibían como sobrenaturales e incontrolables. La esencia de la magia es algo sagrado sin gratuidad, vivido totalmente dentro del registro del intercambio – lo económico nació del mundo mágico, no viceversa –. Por eso, la Biblia (sobre todo con los profetas) fue despiadada con el mundo de la magia y de las divinizaciones, a las que interpretaba como graves formas de falsa profecía e idolatría.

Desde sus inicios, la Iglesia tuvo que vérselas con la magia y la superstición. Papas, padres, concilios y teólogos hicieron y escribieron mucho para proteger la novedad del cristianismo de las formas arcaicas de lo sagrado, en particular de la magia. El Renacimiento conoció un fuerte retorno de prácticas mágicas y esotéricas a todos los niveles. Antes de la Reforma, hubo intervenciones autorizadas de teólogo y filósofos de primer nivel (desde Erasmo de Rotterdam hasta Boccella, Querini, Giustiniani, Fregoso) denunciando el uso de imágenes de Cristo, de la Virgen y de los santos en varias formas de ritos mágicos relacionados con la lluvia, los rayos, las calamidades o la fertilidad. Las tendencias mágicas e idolátricas que ya estaban bien presentes en la Edad Media, crecían en el siglo XVI y amenazaban con convertirse en una auténtica epidemia – «San Pablo mío de las tarantas».

También en este ámbito, la Reforma protestante fue un acontecimiento traumático y decisivo. El proceso interno de crítica a la magia y a la superstición sufrió si no una detención (la condena de la astrología continuó, por ejemplo, con Sixto V), sí un redimensionamiento y una reducción. La crítica de Lutero y de los reformadores se centraba también en la idolatría y el paganismo de los países católicos, acusados de cultivar en el “pueblo sencillo” la adoración de fetiches (estatuas) e imágenes, en una piedad popular vista como superstición. Este ataque protestante, grande y global, al culto católico produjo dos efectos principales en el mundo católico: (a) una defensa, por reacción, de la legitimidad de gran parte de la piedad y la religiosidad popular mestiza, limitándose solo a la condena de excesos graves; (b) las críticas contra la piedad popular se convirtieron en señal de herejía para quienes las emitían. A todo esto se añadió después un tercer elemento, también decisivo.

La Iglesia de la Contrarreforma no quería perder la relación-control con el “pueblo sencillo” dejado en manos de sus creencias. Con el Concilio de Trento realizó su opción “pastoral” y también en este caso fue muy distinta de la protestante. Mientras el catecismo de Lutero se dirigía a los padres de familia, la reforma pastoral de la iglesia post-tridentina se centró en los nuevos párrocos instruidos (Paolo Segneri) creados por los nuevos seminarios y en las nuevas órdenes religiosas. Los libros y los documentos se escribían para los párrocos y los religiosos que, bien formados, debían a su vez formar al pueblo sencillo. Formar a los formadores fue la elección “política” de Trento, una pastoral mediada de segundo o tercer nivel. Para los “sencillos” se producían imágenes, inocuas cantilenas y letanías fáciles de memorizar en vulgar o en dialecto (aún recuerdo las de mi abuela). Se formó a los pastores, no al rebaño compuesto por iletrados, pequeños, pobres, mujeres, ignorantes, rudos y paletos – la familia ni siquiera se menciona en los documentos del Concilio de Trento –.

Una importante consecuencia de esta elección fue un inevitable paternalismo a la hora de tratar a los “sencillos”. El paternalismo siempre tiene como consecuencia natural el infantilismo, es decir interpretar la relación del clero con los fieles como la del padre con los hijos – y cuando la estupenda realidad evangélica de ser “hijos de Dios” se convierte en ser “hijos de los párrocos”, se pierde fácilmente el sentido de la paternidad distinta de Dios y también el de la filial –. En este contexto, las prácticas devocionales mestizas o totalmente supersticiosas fueron tratadas como “cosas de muchachos”, y por tanto toleradas como los padres toleran los diálogos de los hijos con los muñecos. Niños entretenidos divirtiéndose dentro del recinto de una religión menor, considerada inofensiva para la “salvación” (lo único importante), teológicamente inocua. También se hicieron muchas cosas buenas “para” los pobres, como veremos en los próximos capítulos, pero rara vez “con” los pobres (porque para hacer cosas con los pobres antes hay que reconocerlos como sujetos adultos). Pero a diferencia de los niños que viven sobre todo de dones, la experiencia religiosa del pueblo católico estaba dominada por la idea de un Dios que si no intervenía para librarlo de enfermedades y pobrezas era a causa de su maldad. Una producción oceánica de sentido de culpa y miedo, cuya gestión aconsejaba ofrecer a Dios el dolor. Recordar, en esta oikonomía, que Dios era sobre todo agape y amor incondicional se hizo verdaderamente difícil – y en efecto, muchos lo olvidaron –.

De este modo, mientras los teólogos discutían sobre la gracia y sobre los casos de conciencia, el pueblo infante cultivaba su inocente piedad popular, desarrollaba una “religión” de consumo y seguía invocando a los antiguos espíritus a los que únicamente había cambiado el nombre, a veces ni siquiera el baldaquino para la procesión. Llegados a este punto, no debemos asombrarnos de que estos pueblos nuestros católicos, educados durante siglos en una fe de hijos de dioses menores, una vez que el mundo desencantado la religión perdió su capacidad de satisfacer los gustos de sus consumidores, pasaran sin demora alguna de los santuarios a los centros comerciales, del mal de ojo al rasca-y-gana, y de los viejos (y serios) santos de las iglesias a los nuevos “santos” del espectáculo y a las nuevas sectas emocionales.

Una última nota. El pueblo “sencillo” de vez en cuando accedía a experiencias espirituales auténticas, porque, gracias a Dios, la voz libre del Espíritu sopla donde quiere, y el Espíritu es “padre de los pobres” y los ama muchísimo. Pero la historia de los países católicos podía haber sido distinta, incluida su historia económica y política, si mientras se formaba a los formadores se hubiera intentado tratar como adultos a los pobres – porque los pobres no son niños, ni son tan “sencillos”: solo son pobres.


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