Jonás y su vocación por defender la verdad de Dios

Jonás y su vocación por defender la verdad de Dios

En el vientre de la palabra/8 - La Biblia es guardiana absoluta, así es como mantuvo su capacidad performativa

Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 07/04/2024

Es curioso cómo los mortales se quejan tanto contra los dioses.
Homero, Odisea 1.32-33, citado por Nietzsche, Genealogía de la moral, p. 84.

“Y vio Dios sus obras, porque se convirtieron de su mal camino; y se arrepintió del mal que había dicho que les había de hacer, y no lo hizo” (Jonás 3:10). El Dios bíblico tiene muchos adjetivos calificativos (misericordioso, justo, bueno…). Entre estos está también “capaz de arrepentirse”. La Biblia nos muestra, de hecho, un Dios que cambia de idea, de mirada, porque forma parte del amor-ágape saber cambiar, más bien, es una nota esencial del mismo. Porque si el Dios bíblico es el garante de nuestros amores y nuestros perdones, entonces debe ser también capaz de arrepentirse y de cambiar de mirada, porque es en estos cambios de perspectiva y en estos arrepentimientos donde se encuentra el alma de las relaciones humanas.

El tercer capítulo de Jonás se concluye con esta metanoia de YHWH, un cierre que podría incluso ser una buena conclusión del libro. Y sin embargo, aquel antiguo autor nos ha querido dar un último hermoso capítulo, abierto por otra conjunción adversativa, por otro ‘pero’: “Pero esto desagradó a Jonás en extremo, y se enojó” (4:1). Otras traducciones escriben: “Jonás sintió una cólera enorme” (L. Alonso Schökel); “Y fue un mal para Jonás, un gran mal, y se encendió” (Erri de Luca); “Jonás se sintió profundamente disgustado y se enfureció" (Donatella Scialoia).

Entonces, “oró a YHWH, y dijo: ¡Ah YHWH! ¿No era esto lo que yo decía cuando aún estaba en mi tierra? Por eso me anticipé a huir a Tarsis, porque sabía yo que tú eres un Dios misericordioso y compasivo, lento para la ira y grande en amor, y que te arrepientes del mal con que amenazas.
Y ahora, oh Señor, te ruego que me quites la vida, porque mejor me es la muerte que la vida” (4:2-3). A su plegaria, que aquí se convierte en protesta, Dios responde: "¿Tienes acaso razón para enojarte así?” (4:4). Jonás no responde con otras palabras, habla con los pies. “Jonás salió y acampó al este de la ciudad. Allí hizo una choza y se sentó bajo su sombra” (4:5). Como nosotros, que cuando terminamos una discusión dando un portazo, el diálogo continúa no volviendo a cenar.

Aunque muchos han tratado de apaciguar la fuerza teológica de este fragmento, y de todo el libro, atribuyéndo al texto el género literario humorístico (olvidando, entre otras cosas, que el humorismo bíblico es también teológico), creo que estamos aquí frente a uno de los pasajes más importantes de toda la Biblia. Jonás discute con Dios, critica sus acciones, habla con Dios para protestar, para pelearse. Como Job. Pero Job no es un profeta, es ‘solo’ un hombre justo. El valor de estos versos del libro de Jonás está en la naturaleza-vocación de su protagonista: Jonás es un profeta, dialoga con Dios protestando, y esta discusión se llama oración – en la Biblia, la disputa es una forma de oración. Que el homo biblicus era un ser capaz de dialogar con Dios, lo sabíamos desde los primeros capítulos del Génesis; ahora con Jonás, aunque lo habíamos vislumbrado indirectamente con Jeremías (cap. 20), descubrimos que el nabí, el profeta, tiene también en su repertorio la polémica con Dios: no es un ejecutor pasivo de órdenes, dice lo suyo, protesta antes, durante y después de las palabras recibidas.

Gran parte de la dignidad antropológica bíblica se encuentra en estos diálogos, en estas disputas de tierra y cielo, que nos revelan a un Adán creado tan libre que puede hablar (casi) de igual a igual con Dios - “sin embargo, los hiciste un poco menor que Dios” (Salmo 8). El homo biblicus estaba equipado con una dignidad tan alta que llegó a ser infinita: no es un ser sometido a un soberano, no es un súbdito, no es un siervo: es un hijo, y como todos los hijos libres, cada tanta discute con sus padres, porque discutir con el padre y la madre es parte esencial del buen oficio de los hijos (y de los padres): los esclavos no discuten con los amos, los hijos y las hijas sí, y discutiendo le dicen al padre que no es su amo – la fraternidad entre hijos y padres empieza discutiendo.

En esta protesta de Jonás hay entonces una raíz del proceso que durante siglos ha llevado a hombres y mujeres a liberarse de un Dios-amo y por lo tanto a discutir con Dios por el dolor inocente en el mundo, por las injusticias, por las maldades, por los genocidios. Jonás está también tras las páginas de El Gran Inquisidor de Dostoyevski, bajo el loco de Nietzche que anuncia en el mercado el asesinato de Dios, detrás de todos los que siguen discutiendo con Dios porque no se contentan con las respuestas demasiado simples – ¿y si detrás de eso que hoy parece ateísmo o una gran indiferencia hubiese una larga y profunda pelea con Dios?

¿Por qué Jonás se enoja con Dios? Las respuestas siempre han sido muchas, del nacionalismo de Jonás (la conversión de una ciudad pagana era una condena de la no conversión de Israel) a la mezquindad de Jonás que se enoja solo porque Dios lo hizo quedar mal con los habitantes de Nínive, haciéndolo pasar por falso profeta o charlatán. Creo, sin embargo, que a la luz de toda la Biblia (y de la historia de la humanidad) se pueden buscar otras explicaciones más generadoras. Entretanto, lo cierto es que para Jonás "esa conversión de Dios" fue algo muy serio y vital, al punto de que le pide a Dios que lo deje morir – quítame la vida. Aquí regresa Elías, otro gran compañero de viaje de Jonás, que lo acoge bajo la retama de su depresión espiritual (1 Reyes 19:4).

Entendemos una primera dimensión del enojo de Jonás si miramos algunas historias de personas que han tratado de seguir, con libertad y sinceridad, una voz. Después de una primera protesta y un primer ‘no’ que nos condujeron en la dirección equivocada (Tarsis), un día llega un shock, un hecho inesperado y providencial que nos convierte, nos vuelve a poner en el camino que no queríamos seguir al principio. Volvemos mansos a casa, el padre mata al ternero gordo y tal vez en esa ocasión el hermano mayor también participa del banquete. Retomamos nuestro ‘oficio’, hacemos finalmente el trabajo. Llegamos a Nínive, llevamos el mensaje que debemos llevar, y ahí nos espera otra sorpresa: esta vez no cambiamos nosotros, es Dios quien se convierte y nos descoloca una vez más. La primera reacción en este segundo viraje es a menudo la misma reacción de Jonás: ‘como sabía que eres misericordioso y piadoso y que cambias de idea, huí a Tarsis porque no creía que fueras a cumplir tu palabra’. Finalmente tenemos la explicación del propio Jonás del porqué de su desobediencia: Jonás no creía que aquella amenaza de destrucción fuese creíble. Nos convencemos de que hemos hecho bien en desobedecer la primera vez, y que por lo tanto hemos hecho mal en convertirnos después - ‘sabía que aquella vez no debía cambiar de opinión, qué estúpido fui, ¡he estropeado mi vida!’. Experiencias tremendas porque, a diferencia de la historia de Jonás, en nuestra vida, entre el primer no y la última pelea, pasan años, décadas, la inversión de los mejores años de nuestra vida está ahí. Encontrarnos sólos bajo la choza va casi siempre acompañado de escombros, melancolía, depresión, pérdida de salud y de una lectura desesperada, despiadada e inconsolable de nuestro pasado. Es la edad del remordimiento, del arrepentimiento, que a veces produce una rabia más violenta que la de Jonás. En los peores casos, estas personas envenenadas gastan el resto de su vida alimentándose de su misma rabia, hasta morir intoxicados, como en una enfermedad autoinmune. Se puede (no es fácil) superar bien la etapa de Jonás bajo la choza si un día se desata aquel nudo del alma y se entiende finalmente que lo que vale es la vida de hoy, y que mañana puede comenzar una vida nueva y mejor – se puede resucitar incluso a los 70 ó 90 años –; y se hace claro que eso que habíamos aprendido sobre la vida, sobre nosotros mismos y sobre Dios es una herencia de infinito valor que cubre todos los altísimos costos soportados, es la buena fianza del presente y del futuro. Y empieza una fase maravillosa de la vida, la rabia florece en dulzura y compasión, y uno se siente en el centro de un amor gratuito infinito nunca antes conocido.

Pero en esta etapa de Jonás hay todavía algo más, puede haber algo más.

Los profetas son grandes amantes de la palabra, lo sabemos. Por esto son también sus custodios; lo que sabemos menos es que los profetas también son defensores de la palabra en relación con Dios. La primera, esencial y vital tarea del profeta, es proteger la palabra, incluso cuando el emisor de la palabra cambia de idea, hasta el punto de defender la palabra de Dios del propio Dios. Toda la Biblia es guardiana (shomer) de la palabra, una guardia absoluta que le ha permitido conservar intacta su capacidad performativa, es su gran regalo en nuestro tiempo poblado de charloteos infinitos. Si Isaac (Gn 27), descubierta la trampa de Jacob, hubiese retirado y anulado la palabra dicha, toda la palabra bíblica habría perdido potencia y valor; e incluso la absurda y espeluznante historia de la hija de Jefté expresa el infinito valor-costo de la palabra bíblica. Pero mientras varios personajes bíblicos defienden la verdad de la palabra de Dios, los profetas hacen algo de más y de inaudito: defienden la palabra de Dios frente a Dios. Es entonces poca cosa, y banal, pensar que Jonás se enoja con Dios porque, al cambiar de idea, le hace pasar el ridículo en Nínive. Es mucho más bíblico pensar que Jonás está defendiendo la verdad de la palabra de Dios frente a Dios, y por eso se enoja. Y demuestra así que es un verdadero profeta: porque lo que le interesa es no hacer quedar mal a Dios, a su palabra, y no a él mismo. Este cuidado especial de la palabra por parte del profeta es más importante que la capacidad de conversión de Dios – la Biblia está llena de contrastes entre valores buenos, por ejemplo verdad y amor-, porque si la palabra no es roca firme, se pierde la naturaleza de su vocación, y con ella la frontera robusta entre verdaderos y falsos profetas. Esta fidelidad total a la palabra está también en el prólogo del Evangelio de Juan: aquella palabra-logos vuelta carne le dio a la carne una dignidad infinita, porque toda la Biblia, con los profetas, había hecho infinita la dignidad de la palabra.

La paradoja de Jonás comienza al interior de la paradoja de la profecía, una paradoja de la obediencia del profeta a la palabra más radical de la obediencia a Dios, y por esto protege a Dios como lo haría un aliado suyo, no un esclavo.

Nosotros no somos profetas, y sin embargo podemos intuir algo de esta paradoja vital de la profecía: quien ha tenido en la vida una tarea y la ha cumplido con verdad y responsabilidad, sabe que los días cruciales fueron los de la protección de aquella palabra (misión u obra) frente a quienes la habían transmitido. Ha tenido que seguir creyendo cuando quien lo había ‘llamado’ no hablaba más o había cambiado de idea. Y dentro de una fidelidad paradójica floreció su verdadera vocación.


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