El otro nombre de la fraternidad

El otro nombre de la fraternidad

El signo y la carne/14 - Cuando la Biblia habla de conflictos entre hermanos siempre se remite a la custodia. 

Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 06/03/2022

«La idea que tiene el sabio de las cosas que se consideran buenas o malas es muy distinta de la de la gente común». 

Lucio A. Seneca, De constantia sapientis

La crítica de Oseas al comercio nos desvela nuevas dimensiones tanto del comercio como de la religión centrada en los sacrificios. Y la manera adecuada para ambos.

Los profetas bíblicos son muy distintos de nosotros. No tanto por la distancia cronológica en la línea del tiempo, sino por nuestra falta de categorías para poder entenderlos. Por otro lado, se vuelven totalmente incomprensibles cuando los leemos usando las ideas de religión, laicidad, política y economía. La religión, por ejemplo, entendida como el conjunto de cultos, normas, sacrificios y liturgias que un pueblo edifica para para comunicarse con su divinidad y celebrarla, no es el ambiente del profeta. Al contrario, el profeta la ve con ojos muy críticos y la considera un obstáculo para lo único que le importa verdaderamente: que el pueblo escuche la voz de Dios y se convierta incluso de su propia religión. El profeta no es un hombre religioso; es un hombre o una mujer del espíritu, y sabe por vocación que el medio más normal que los hombres y las mujeres religiosas usan para no obedecer la voz de Dios es precisamente la religión, que con demasiada frecuencia se convierte en el lugar donde esconderse de YHWH para no tener que responder a su tremenda pregunta: “Hombre, ¿dónde estás?”. 

Por eso, la primera crítica de los profetas va dirigida precisamente a las prácticas religiosas, a los sacrificios, al culto, de ayer y de hoy: «En Guilgal sacrificaban al Toro y sus altares eran como majanos en los surcos del campo» (Oseas 12,12). El altar de Guilgal no era idólatra. Sobre aquellas piedras se ofrecían novillos al Dios de Israel – lo había erigido Josué (Ju 5,9) –. Así pues, los profetas no estigmatizan los sacrificios porque sean ofrecidos a los dioses equivocados, a los ídolos (a veces también), sino porque, aunque el pueblo los utilice para adorar al verdadero Dios, lo convierte en un ídolo como los demás. La gran palabra de Oseas – «Hesed quiero, no sacrificio» (6,6) – es el alma de todo su rollo, de todos los libros de los profetas, un alma esencial de toda la Biblia, Antiguo y Nuevo Testamento, que completa y corrige también las páginas bíblicas sobre los sacrificios. La Biblia, desde el Génesis hasta el Apocalipsis, ha intentado por encima de todo contarnos a otro Dios que superase la materialidad de las víctimas y la sangre, que estaban en el centro de las religiones antiguas y naturales, sin lograrlo del todo. Tampoco el Nuevo Testamento ha sido siempre capaz de desarrollar el alma profética anti-sacrificial, y en alguno de sus textos ha interpretado la muerte del Cristo como un “sacrificio”, ciertamente distinto de los antiguos, pero sin abandonar la lógica sacrificial de la víctima y de la sangre, a pesar de que los evangelios nos hablen de un Jesús que hizo todo lo posible para evitar la cruz, hasta el final, revelándonos a un Dios Padre amor-agape-hesed totalmente ajeno al registro sacrificial. Pero el problema mayor es que los sacrificios nos gustan, satisfacen nuestras necesidades religiosas, nos dan la ilusión de que controlamos algo de la divinidad, de que podemos orientar sus gracias hacia nuestros deseos; y de este modo acabamos creando la idea de un Dios que ama los sacrificios, construyendo una teología a imagen y semejanza de nuestras necesidades religiosas.

Además, en el gran capítulo doce de Oseas encontramos otro discurso muy fuerte sobre la riqueza: «Canaán maneja balanza falsa, le gusta estafar. Efraín dice: Ya soy rico, me he allegado una fortuna; pues sus ganancias no le llegarán por la culpa que cometió» (12,8-9). Continúa la crítica radical (es decir, partiendo de la raíz) de Oseas a los israelitas, la constante y tenaz acusación de corrupción atávica de su pueblo, que se remonta a los primeros tiempos de la alianza, cuando después del Éxodo y de los años de desierto, los hebreos llegaron a Canaán e inmediatamente adquirieron los vicios de las poblaciones indígenas. Nosotros generalmente pensamos que los pueblos cananeos eran primitivos y poco evolucionados desde el punto de vista económico y social, entre otras cosas porque la Biblia nos muestra estos pueblos desde el punto de vista del enemigo militar y religioso (adoradores de estúpidos ídolos). En realidad, hoy sabemos, gracias a la arqueología, que la región cananea (que con los romanos se convertirá en Palestina) desde la edad del bronce antiguo (2300-2400 a.c.) contaba con una floreciente civilización agrícola y con una vida cultural y religiosa avanzada. Los cananeos desarrollaron una intensa actividad comercial con Egipto y con el Líbano, hasta tal punto que en algunos libros bíblicos la palabra “cananeo” era sinónimo de comerciante. Israel no descubrió el mundo comercial en el exilio de Babilonia, sino que ya lo había asimilado siglos antes al llegar a la tierra prometida – no hay que excluir que algunas de las tribus hebreas fueran cananeas y que confluyeran después en el pueblo de Israel –.

La mirada de Oseas con relación al comercio es muy dura, y dice palabras en la línea de Amós o, más tarde, Isaías y Jeremías. Sin embargo, aquí la crítica a la riqueza no está unida a la polémica idolátrica (becerro de oro). No. Se trata de una crítica “civil”, ética, dirigida a la naturaleza intrínseca de la actividad económica y mercantil. Y junto con la crítica profética vuelve con fuerza y tenacidad la misma pregunta: ¿Por qué? ¿Por qué a los profetas, incluso a Jesús, no les gustan los comercios ni los comerciantes? Ciertamente está el dato empírico de la actividad comercial como lugar favorable para estafas y engaños debidos a la “asimetría informativa” entre los comerciantes y la gente común. Luego está la idea radicada en las culturas premodernas de que el intercambio comercial era un “juego a suma cero”, donde las ganancias de los comerciantes eran iguales y contrarias a las pérdidas de los clientes, una convicción no siempre errónea cuando el mundo es estático y la riqueza se parece a una tarta de una determinada dimensión donde el trozo más grande para mí exige un trozo más pequeño para ti. También está el dato ético de que el hombre rico encuentra en la riqueza una falsa seguridad que entra en competencia con la verdadera seguridad en Dios, una confirmación más de que los profetas no ven en la riqueza la bendición de Dios. Pero debe haber algo más, de carácter teológico.

En el comercio humanos, los profetas veían el reflejo de la religión comercial y sacrificial del culto a los ídolos, del que querían salvar a su pueblo. La difusión entre la gente de la lógica comercial llevaba consigo el crecimiento de la religión económica centrada en los sacrificios, y viceversa – es difícil decir si fue antes el homo oeconomicus de los negocios o el homo religiosus de los sacrificios, porque, de hecho, con casi lo mismo –. Oseas, entonces, equipara el engaño religioso de los israelitas con respecto a YHWH (12,1) con el de los comerciantes con respecto a sus clientes a través de las balanzas trucadas. La lógica comercial se convierte en un obstáculo para la comprensión del amor gratuito de Dios y, por tanto, de las cosas más importantes de la vida. Cuando el comercio crece demasiado en una sociedad, la religión inmediatamente se vuelve también comercial y en todos lados se olvida la gratuidad. Esta polémica ética y teológica con respecto al comercio y a los comerciantes siguió durante todo el Medievo y se extendió incluso a la modernidad, sobre todo en el mundo católico, donde, mucho más que en el protestante, el oficio de Judas fue sobre todo el de ecónomo. Esto ha traído una consecuencia muy importante: los comerciantes que no trucan las balanzas (que existen y son muchos) siguen rodeados de una desconfianza ética y una falta de estima civil profunda y pesada. Aquí surge otra pregunta: ¿cuándo empezarán los profetas de hoy, que siguen condenando justamente los mercados tramposos (y a aquellos que usan el comercio como instrumento de guerra) a elogiar a los comerciantes distintos que viven su oficio con el mismo hesed-agape de Dios?

Oseas, en la conclusión de su capítulo, nos sigue asombrando con tesis teológicas e históricas audaces y bellísimas: «Jacob huyó al campo de Siria, Israel se puso a trabajar por una mujer, por una mujer guardó ganado. Por medio de un profeta [Moisés], el Señor sacó a Israel de Egipto y por un profeta lo guardó» (12,13-14). Sabemos por el Génesis que Jacob se hizo guardián del rebaño de Labán para obtener a cambio, como “salario”, una esposa: Raquel. En cambio, Moisés practicó otra salvaguardia distinta, cuidando al pueblo a través del desierto desde Egipto. Jacob fue un centinela privado, para encontrar esposa – hay que señalar que la primera vez que encontramos en la Biblia la palabra “salario” es por Raquel, que fue el salario que obtuvo Jacob por su trabajo de guardián (Gn 29,15). Moisés fue guardián del pueblo y por tanto profeta. Es muy importante y muy hermoso que la palabra usada por Oseas para decir guardián sea shomer, la gran palabra bíblica con la que los profetas se autodefinen como “centinelas” (pensemos en el magnífico canto de Isaías 21,11: «Centinela, ¿cuánto queda de la noche?»).

En Oseas aparece también la tensión entre una tradición que veía el origen de Israel en la bajada de Abraham y los patriarcas desde Ur de los caldeos y otra que situaba el comienzo en Egipto, en el desierto y en la subida hacia Canaán. Luego, no podemos olvidar que cada vez que encontramos en la Biblia una referencia al conflicto entre dos hermanos, por algún lado, entre líneas, hay una alusión implícita a los dos primeros hermanos. Oseas nos presenta a Jacob-Israel en la línea de Caín y no en la de Abel. Caín no fue shomer de Abel (Gn 4,9) y por tanto se convirtió en fratricida. Con ello nos recuerda que el cuidado es el otro nombre de la fraternidad. Oseas es el primero en la Biblia en llamar “profeta” a Moisés. Es importante que Oseas considere a Moisés como el primero de los profetas bíblicos. Con ello nos dice que la profecía no acaba donde comienza la Ley, el gobierno y la institución (prerrogativas típicas de Moisés en la Biblia), puesto que la profecía también tiene una dimensión institucional, jurídica y de gobierno, si bien muy distinta de la de los reyes y sacerdotes.

Las comunidades comienzan su declive, a menudo irreversible, cuando empiezan a pensar, por impulso de los falsos profetas, que los profetas solo deben ocuparse de cosas “espirituales” y no interferir con su utopía en las decisiones políticas y de gobierno. Así, se les reservan pequeñas zonas religiosas inocuas, donde son elogiados e incluso exaltados con tal de que no salgan del recinto del santuario. Los límites invisibles, pero muy fuertes, del recinto se llaman idealismo, ingenuidad, utopía, falta de sentido práctico, y se recurre a ellos cada vez que se quiere acallar a los profetas que intentan superar el umbral del círculo mágico. Se hace coincidir la profecía con la utopía, olvidando que la profecía, a diferencia de la utopía, siempre es concreta e insiste en una tierra concreta y muy real. La profecía es un ya que, aquí y ahora, indica un todavía-no que hace verdadero y muy concreto su ya. El gobierno que confina a los profetas dentro del reino religioso de lo inocuo es miope, cínico y nunca está de parte de los pobres y de los débiles. Es incapaz de visión y está al servicio de los intereses de los comerciantes equivocados. A estas comunidades solo pueden salvarlas los profetas, si alguno de ellos consigue romper las cadenas y salir de la caverna.


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