La madre de todos los deseos

La madre de todos los deseos

El misterio revelado/ 5 – Ningún imperio dura, solo el cuidado de las víctimas inaugura el buen reino.di Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 01/05/2022

«El sí de Dios a la cruz es el juicio sobre el hombre de éxito».

Dietrich Bonhoeffer, Ética

El gran sueño de Nabucodonosor y la capacidad interpretativa de Daniel nos dicen una gran verdad sobre la necesidad de profecía, que no es utopía sino el espacio concreto del todavía-no. 

El sueño del rey babilónico Nabucodonosor es uno de los más famosos de la literatura antigua. Daniel tiene que interpretarlo, pero además debe conocerlo en visión sin que el rey se lo cuente. Ningún adivino es capaz de realizar este doble ejercicio: «Daniel respondió al rey: –El secreto de que habla su majestad no lo pueden explicar ni sabios, ni astrólogos, ni magos, ni adivinos» (Daniel 2,27). Daniel no es un mago más: «Hay un Dios en el cielo que revela los secretos y que ha anunciado al rey Nabucodonosor lo que sucederá al final de los tiempos» (2,28). Así pues, su milagrosa habilidad para leer sueños no es una técnica sino un don de Dios. 

Al desvelar el secreto de Daniel, el autor del libro nos está enseñando la diferencia que hay en la Biblia entre un mago y un profeta. Los astrólogos, los adivinos, los hechiceros y los videntes ejercen un oficio; su actividad es una técnica humana. Su talento, de una u otra forma y con una u otra intensidad, siempre ha estado presente en las comunidades, y no solo en el mundo antiguo, donde siempre ha habido personas capaces de descifrar las señales débiles de la vida e intuir las huellas profundas del alma colectiva y de las personas. Sin embargo, la profecía bíblica es gratuidad total. No es cuestión de inteligencia, de sabiduría o de méritos. El profeta no es más culto ni más sabio que los magos y los astrólogos. Tan solo ha recibido por vocación la capacidad de oír la voz de Dios y su espíritu en la tierra: «En cuanto a mí, no es que yo tenga una sabiduría superior a la de todos los vivientes» (2,30). Los profetas son bien conscientes de que no poseen mérito alguno para la función que desempeñan; su único “mérito” consiste en no transformarse en falsos profetas.

Por fin conocemos el grande, maravilloso y tremendo sueño del rey, revelado en visión nocturna a Daniel: «Tú, rey, viste una visión: una estatua majestuosa, una estatua gigantesca y de un brillo extraordinario; su aspecto era impresionante. Tenía la cabeza de oro fino, el pecho y los brazos de plata, el vientre y los muslos de bronce, las piernas de hierro y los pies de hierro mezclado con barro. En tu visión una piedra se desprendió sin intervención humana, chocó con los pies de hierro y barro de la estatua y la hizo pedazos … La piedra que deshizo la estatua creció hasta convertirse en una montaña enorme que ocupaba toda la tierra» (2,31-35). Esta estatua gigante, quizá parecida a la que los hebreos habían visto en Babilonia, se encuentra también en buena parte de la literatura antigua medio-oriental. Se trata de una estatua compuesta por cinco materiales de calidad degradante descendiendo desde la cabeza de oro hasta los pies de barro – la teoría de las cuatro o cinco edades de la historia era conocida en muchas culturas antiguas, incluida la griega –. En el sueño, una piedra, sin intervención humana, se desprende de la montaña y destruye la estatua, y a continuación esa piedra demoledora se convierte en una gran montaña. Tras revelar su sueño, Daniel proporciona al rey la interpretación: «Tú, majestad, rey de reyes, a quien el Dios del cielo ha concedido el reino y el poder, el dominio y la gloria … tú eres la cabeza de oro. Te sucederá un reino de plata, menos poderoso. Después un tercer reino, de bronce, que dominará todo el orbe. Vendrá después un cuarto reino, fuerte como el hierro … Los pies y los dedos que viste, de hierro mezclado con barro de alfarero, representan un reino dividido … Durante esos reinados, el Dios del cielo suscitará un reino que nunca será destruido ni su dominio pasará a otro … este durará por siempre. Eso significa la piedra que viste desprendida del monte» (2,37-45).

Las interpretaciones sobre esta interpretación de Daniel han llenado literalmente bibliotecas. ¿Qué reinos eran estos? Daniel nos dice cuál es el primero, de oro: es el de Nabucodonosor («tú eres la cabeza de oro»). Con respecto a los otros, ha habido y sigue habiendo muchas dudas, aunque muchos coinciden en que se trata de los medos (plata), persas (bronce) y griegos (hierro), dominio que a la muerte de Alejandro se dividirá en dos partes: Seléucidas (Norte) y Tolomeos (Sur). Periódicamente, en la Edad Media, los místicos y los teólogos identificaban el cuarto reino que estaba a punto de caer con alguno de los imperios de turno, y actualizaban la profecía de Daniel después de cada generación. Porque si la Biblia está viva, y lo está, mientras la leemos, el quinto reino es el que aún está por llegar; el cordero viene cada día a salvar al hijo de la muerte, cada Viernes Santo ruega e invoca su resurrección. El pasado no es el único tiempo de la Biblia, ni si quiera el primero. El rey queda aturdido por la extraordinaria actuación de Daniel: «Entonces Nabucodonosor se postró en tierra rindiendo homenaje a Daniel y mandó que le hicieran sacrificios y oblaciones. El rey dijo a Daniel: –Sin duda que tu Dios es Dios de dioses y Señor de reyes; él revela los secretos, puesto que tú fuiste capaz de explicar este secreto» (2,46-47).

¿Qué mensaje encierran para nosotros estos sueños y estas interpretaciones antiguas? Mientras el autor escribía el libro de Daniel, su pueblo estaba viviendo un tiempo de gran opresión, violencia, persecución y decepción. El pueblo elegido ha conocido la opresión de pueblos más fuertes que, uno tras otro, lo han invadido. Y surge la pregunta terrible: ¿qué sentido tiene seguir esperando, creyendo y amando nuestra fe? ¿nos hemos engañado todos, hemos entrado todos dentro de una burbuja de vanidad? En este contexto, el libro de Daniel intenta buscar una salida, importante para su tiempo y para el nuestro.

En primer lugar, Daniel reconoce la posibilidad de que incluso un rey pagano, un invasor y un opresor, pueda recibir una visión auténtica de Dios (2,28). La Biblia, que tanto ha luchado contra los ídolos babilónicos, en Daniel nos dice que Dios puede revelarse incluso a un enemigo. Este tipo de páginas son las que hacen inmensa a la Biblia. El don de la verdadera profecía puede ser usado también para interpretar los sueños y las visiones de los enemigos. Como hizo José con el faraón, y como ocurre cada vez que una persona o una comunidad es capaz de usar su propio carisma no para interpretarse a sí misma y sus propios sueños, sino para hacerlo con los sueños y los misterios de los demás. A veces los demás no nos comprenden, no nos quieren e incluso nos oprimen, pero puede que, aunque no lo sepan, tengan una necesidad esencial de nuestro carisma para dar un sentido distinto a sus sueños, que tienen que ver también con nosotros, con todos. Quizá no exista gratuidad más verdadera y pura que esta: convertir nuestro don en exegeta de los sueños de aquellos que nos han llevado al exilio. Y hacerlo sin más, solo por vocación, porque no podemos no hacerlo, sin esperar reciprocidad alguna. Pero no es raro que, gracias a las pesadillas desveladas, nuestros enemigos reciban una bendición que acabe bendiciéndonos también a nosotros. ¿Dónde hay profetas como Daniel que, en lugar de maldecir a los Nabucodonosor de hoy, intenten hablar e interpretar sus sueños terribles? No los hay, y los reyes matan a todos los sabios y adivinos, y obsesionados por sus pesadillas lo destruyen todo y a todos. También los reyes malvados pueden tener “sueños” verdaderos, pero sin intérpretes-profetas los sueños se estropean y acaban mal.
No sabemos por qué escribió Dante la Comedia. No lo sabemos de ninguna obra grande. Tal vez tenía una razón no demasiado distante del alma del libro de Daniel. También él estaba en exilio, decepcionado y desanimado por su pueblo florentino. También él se encontraba en una “selva oscura”. Quizá un día Dante comprendió que, si la existencia terrena fuera el único tribunal de la historia, si los únicos infiernos, purgatorios y paraísos fueran los de esta tierra, todo sería demasiado injusto y los pobres lanzarían un grito desconsolado que oscurecería el universo entero. La injusticia de la historia sería insostenible, para nosotros y aún más para Dios. De este dolor y de esta demanda distinta de justicia nació la Comedia y sus segundos reinos. Por eso no me ha sorprendido encontrar, hace días, a Daniel en el Canto XIV del Infierno – lo esperaba: «De oro puro la testa está formada; los brazos son de plata, como el pecho, y de cobre, del pecho a la horcajada. De fierro el resto de su cuerpo es hecho, excepto un pie, que lo es de tierra cota; sobre él gravita, y este es el derecho» (106-111). Me ha hecho entender mejor a Dante, y entender mejor a Daniel y su escatología, es decir su necesidad de un quinto reino: el reino del todavía-no, que, sin embargo, es un reino terreno – «ocupaba toda la tierra» –. Es la tierra de las mujeres y de los hombres, de los niños y de las niñas. Es este el gran valor de la profecía, que no es utopía porque la tierra del quinto reino es nuestra tierra, la de nuestros hijos, la de nuestros nietos. No otra. El quinto reino de Daniel es nuestro reino finalmente en paz. El profeta honesto sabe que no es el reino del éxito, de la fuerza y de la victoria, que llegará como viento suave de silencio, y que nosotros no lo reconoceremos.

La escatología de Daniel es una necesidad completamente humana, es la madre de los deseos. Es un asunto civil, político y económico, antes que religioso. Es paz, es economía que quita el hambre y no la causa, es derecho y justicia. Nace y renace en los exilios, en las dominaciones, bajo los escombros. Nace durante los exilios, el día en que las lágrimas se agotan por la maldad de los poderosos devorados por sus pesadillas, y de repente el alma vuela a otro monte. Desde allí, en visión, asistes a la caída de la tremenda estatua de los imperios. Comprendes que todo es vanitas, que todos los grandes reinos se acaban, que ningún imperio dura por siempre, y descubres la caducidad de la escena de este mundo. Y te llega una nueva paz, otra pietas por los reyes autoengañados. Sientes otro consuelo, y comprendes que este no es vano. Pero después, otro día, bajas de la montaña. Dejas la contemplación del final, vuelves entre los escombros generados por las pesadillas de los poderosos y de los imperios. Comienzas a hacerte cargo de las víctimas, a reconstruir una pizca de esta tierra devastada. Y esperando que llegue la gran piedra y el reino del todavía-no tratas de hacer menos injusto el pequeño rincón de tu ciudad desolada. El quinto reino ya ha comenzado.


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