El misterio revelado/13 - El Reino profetizado es cosa de hombres y mujeres, no de ángeles y demonios.
Luigino Bruni.
Original italiano publicado en Avvenire el 26/06/2022.
«La gran novedad de la Biblia para las cosas humildes de la economía reside en la superación de la economía, en un mensaje que esboza una tarea humana que apunta a una conducta de vida más elevada».
Riccardo Bachi, La economía política de la Biblia, 1936
La venida en sueños de uno parecido a nosotros marca un cambio radical en la gran visión de Daniel y de su libro: el comienzo de una historia nueva, no feroz sino finalmente humana.
Después de haber visto las cuatro fieras y el Eterno, el Antiguo-en-días, Daniel vio un hombre, “como un hijo de hombre”. Así nos quiere decir que, después del tiempo de los reinos de los monstruos, su tierra, la tierra de todos, conocerá finalmente un reino humano. La venida de este hijo de hombre no se entiende si no la comparamos con las fieras de la primera parte de la visión de Daniel. Su profecía histórica es la esperanza verdadera de que un día, un día indefinido pero real e histórico, se acabarán los reinos feroces de los monstruos de diez cuernos y grandes dientes de hierro y dará comienzo el reino de la humanidad, un reino de personas y no de fieras, de soberanos humanos que procurarán el bien de las mujeres y de los hombres. Finalmente. Finalmente para Daniel y para nosotros, que llevamos milenios viendo la tierra llena de guerras y de monstruos de cuatro cabezas, repitiéndonos la misma pregunta de Daniel y rezando su misma oración: «Antiguo-en-días, Dios Eterno: basta de injusticias, basta de guerras, basta de monstruosidades; ayúdanos a vivir como seres humanos». También deberíamos saber que la tierra no será nunca como nos gustaría que fuera, porque nosotros mismos, yo mismo, no somos como desearíamos y deberíamos ser. Pero al recitar esta oración-profecía debemos volvernos ignorantes, y rezar como si aún estuviéramos con Adán en el primer jardín, y allí con él, con Daniel, con los profetas y con los niños, pedir, pedir y pedir. Y no descansar hasta que el pequeño trozo de tierra donde vivimos se parezca un poco más a la tierra de mañana del hijo del hombre. El hijo del hombre es también nuestro hijo, son todos los hijos y todas las hijas que nos piden crecer en un mundo finalmente humano.
«Yo seguía contemplando en las visiones de la noche: Y he aquí que con las nubes del cielo venía como un hijo de hombre. Se dirigió hacia el Antiguo-en-días y fue llevado a su presencia. Le dieron poder, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su dominio es eterno, y no pasa, su reino no será destruido jamás» (Daniel 7,13-14). Estos versículos del capítulo 7 de Daniel son tal vez los más conocidos de su libro. Han sido objeto de una legión de interpretaciones hebreas y cristianas, canónicas y apócrifas, y el flujo de nuevas hipótesis nunca se ha interrumpido. Cualquiera que haya ojeado los evangelios habrá encontrado al menos una vez la expresión “hijo del hombre”, que Jesús usaba a menudo para hablar de sí mismo. Y si el mesianismo de Jesús es el del hijo del hombre, entonces es también y sobre todo cuestión de humanidad. Porque su Reino de los cielos no se refiere al paraíso ni a la otra vida, sino a esta tierra. El Reino inaugurado por el Hijo del hombre es cosa de hombres y mujeres, no de ángeles y demonios. Es historia, profecía histórica, tierra, polvo. Tiene que ver con la justicia, con los huérfanos y las viudas, con Lázaro y el rico Epulón, con los buenos samaritanos y los buenos hoteleros, con las víctimas y los verdugos, con los impuestos y los talentos, con el vino y las cruces. Y por tanto, tiene que ver con la economía, la política, el derecho, las armas, la paz y la guerra: «El Reino de Dios ya está entre vosotros» (Lc 17,21).
También el hijo del hombre de Daniel es cosa de la tierra. Quizá sea una imagen del Mesías, del Enmanuel de Isaías, del regreso de Elías o quizá sea el “lebrel” de Dante (Infierno 1,101). Pero en todo caso se trata de un hijo de hombre, y por tanto de la vida bajo el sol. La expresión no es nueva. Al profeta Ezequiel le gustaba mucho (“ben adam”). No sabemos si el capítulo 7 de Daniel viene antes o después de las tradiciones apocalípticas que dieron vida a los “libros de Enoc”, en cuyo tomo II, Libro de las Parábolas, el hijo del hombre es una figura central. Pero el hijo del hombre de Enoc no nos ayuda a comprender al hijo del hombre de Daniel. El capítulo de Daniel fue escrito en arameo: "ben adam" es la traducción en hebreo de la expresión aramea original "bar nashá", que pone el acento sobre todo en la fragilidad del hombre junto con su grandeza (Salmo 8). En Daniel, en efecto, el hijo del hombre es un ser terrestre que sube hacia la corte divina – "he aquí que con las nubes venía..." –, mientras que en Enoc es un ser divino o angélico. En Daniel el bar nashá es mundo, en Enoc es cielo. Tal vez el significado más verdadero de hijo del hombre sea ser humano, perteneciente a la raza humana: ecce homo.
Los libros de Enoc no entraron en el canon porque, como dijeron los antiguos escribas del siglo III a.C., no “manchaban las manos”. No manchaban las manos porque eran demasiado celestiales. Sin embargo, el libro de Daniel sí que está en el canon porque mancha las manos, ya que sus visiones hablan de la tierra, del polvo (Adán es sobre todo el terrestre, plasmado con polvo del suelo) y por tanto de la historia. Solo una fe que nos lleve a nuestra historia nos “mancha las manos” – y esta suciedad buena nos hace más humanos. No es menos importante y hermosa la continuación del relato. Daniel, una vez terminadas las visiones de las fieras y del hijo del hombre, se encuentra en una situación parecida a la del rey Nabucodonosor al final de sus sueños y pesadillas (cap. 2). Efectivamente: «Yo, Daniel, me sentía agitado por dentro y me turbaban las visiones de mi mente. Me acerqué a uno de los que allí estaban y le pedí que me explicase todo aquello» (7,15-16). Daniel había sido el intérprete-profeta del sueño misterioso del rey, y lo había tranquilizado. Pero ahora, cuando él mismo recibe un sueño-visión, necesita otro ángel-intérprete para aplacar su propia agitación. El intérprete necesita un intérprete, el profeta necesita otro profeta. Este pasaje nos sugiere muchas cosas decisivas para la vida de los profetas.
Ciertamente el género literario onírico tenía sus reglas y sus cánones, que nosotros hoy no entendemos. Pero algo podemos decir. Cuando un profeta – la profecía es una dimensión presente en muchas personas, dentro y fuera de las religiones, concretamente toda vocación es profecía – debe descifrar sus propios sueños, cuando no debe limitarse a interpretar los sueños de los demás sino que un día comienza a soñar por su cuenta y quiere comprender sus propios sueños, la primera experiencia que vive es la de la insuficiencia: los dones y carismas que durante años le han asistido en la interpretación de los sueños y pesadillas ajenas, no funcionan cuando se aplican a uno mismo. El profeta siente una nueva pobreza y advierte la necesidad de un intérprete para comprender el sentido de sus visiones. La profecía aquí desvela su naturaleza íntimamente relacional. El profeta posee el don de la lectura de los sueños ajenos. Su talento se revela dentro de una relación, de un diálogo que después se convierte en desvelamiento de misterios. Esta dimensión relacional es tan esencial en el humanismo y en la antropología bíblica que cuando un profeta sueña sobre sí mismo, para entender el sentido y el mensaje de sus sueños necesita un “ángel” que se los explique. Los dones proféticos, al igual que todos los talentos, solo se activan dentro de una relación, se abren mientras se dan. “La fuente no es para mí” (Bernardette) es la regla de oro también para la profecía. Y nos desvela algo esencial.
Hay una gran tentación que antes o después llega en la vida de aquellos que, por vocación, han recibido dones y los han usado con gratuidad para provecho de la comunidad y de todos. Esta tentación generalmente asoma tras los grandes éxitos que esos talentos-dones han generado. Un día se empieza a pensar por qué no usar el don recibido ya no en provecho de los demás sino de uno mismo. Ante los grandes resultados de los talentos propios aplicados al servicio gratuito de los demás, se desliza un pensamiento que acaba haciéndose dominante: “¿Por qué no puedo usar estas habilidades-talentos también para mí? ¿Por qué no hacerlos fructificar quizá para un buen fin? Yo también tengo derecho a entender mis propios sueños…” Si se cede a esta tentación, se acaba la castidad con respecto a los propios dones, la castidad con respecto a uno mismo, la que es verdaderamente crucial conservar durante la vida, hasta el final.
Frente a estas tentaciones, naturales y quizá necesarias, Daniel nos dice algo decisivo: “Tú también tienes derecho a descifrar tus sueños, pero debes encontrar un ángel; no puedes usar tu carisma para ti mismo”. Porque los dones-carismas mayores y más valiosos se nos dan para el bien de todos, son bienes comunes, y cuando intentamos privatizarlos se autodestruyen. Y si después queremos usarlos de nuevo, otro día, para interpretar sueños ajenos, pero el don ha sido privatizado, ya no funciona – así es como muchos profetas que han nacido honestos se han convertido en falsos profetas, por falta de castidad consigo mismos –. Cuando un intérprete de los sueños de otros sueña su propio sueño, grande y distinto, la primera señal de que no se está convirtiendo en falso profeta es la presencia de esta indigencia, la conciencia de necesitar un ángel-intérprete. Esta pobreza es su gran riqueza. Otro mensaje se refiere a las comunidades carismáticas: Cuando una comunidad que ha recibido un carisma tiene que interpretar sus propios sueños, debe recurrir a otro carisma distinto, no puede utilizar su carisma para sí misma – este es también el valor de la comunión entre carismas –.
Para terminar, hay un dato curioso en el texto: parece que la agitación y el diálogo de Daniel con el intérprete acontecen durante el sueño, porque el ángel-intérprete que Daniel encuentra es uno “de los que allí estaban”. El exegeta del sueño está dentro del sueño. Para muchas visiones y sueños es posible, y tal vez bueno, que el exegeta esté fuera del sueño. El ángel-intérprete no debe ser de nuestra comunidad, de nuestra religión y fe. A veces esta alteridad supone una distancia terapéutica necesaria para una buena exegesis. Pero en algunos sueños distintos, el intérprete debe estar dentro del sueño. Aquí el ángel debe ser alguien que nos conoce íntimamente porque está dentro de la misma experiencia, soñando con nosotros. Nos “lee por dentro”, con una inteligencia distinta, porque también él o ella es un personaje de la visión común, es “uno de los que allí están”. A veces no entendemos los mensajes de la vida porque el intérprete está demasiado cerca; otras veces, y son las verdaderamente cruciales, la revelación de la visión se encuentra dentro de casa, pero nosotros la buscamos demasiado lejos. Y la agitación del corazón no se pasa.