Carestía de sueños y de soñadores

Carestía de sueños y de soñadores

El misterio revelado/4 – Saber ser maestros del oído para comprender la oscuridad y abrir caminos al futuro. 

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 23/04/2022

«Hay tres cosas que no debes hacer: calmar a tu compañero en la hora de su ira; intentar consolarlo mientras su muerto yace delante de él, y desear verlo en el acto de su debilidad». 

Shimon Ben Elazar, Avot (Tratado de los padres, IV,18)

El primer sueño del rey de Babilonia interpretado por Daniel revela dimensiones esenciales de la profecía, como la palabra que primero es vista y después pronunciada. 

«El año segundo de su reinado, Nabucodonosor tuvo un sueño, y su espíritu se turbó hasta el punto de no poder dormir. Mandó llamar a los magos y adivinos, astrólogos y caldeos para que le explicasen el sueño. Cuando llegaron a su presencia, el rey les dijo: –He tenido un sueño que me ha sobresaltado y quiero saber lo que significa» (Daniel 2,1-3). Un gran rey, un extranjero idólatra, tiene un sueño que le causa gran turbación y busca exegetas para el mismo. Los relatos del libro de Daniel se superponen en muchos puntos con los igualmente espléndidos relatos del ciclo de José en Egipto. Daniel es un hermano narrativo y teológico de José. Es probable que el escritor del libro de Daniel usara como partitura el relato del Génesis, aunque es cierto que no sabemos cuándo comenzó a circular la leyenda de Daniel al menos en su forma oral. Ambos son maestros de sueños, y lo son de forma distinta a los técnicos de sus reyes extranjeros. Esta diversidad esconde una dimensión esencial de la profecía. 

La Biblia sintió fascinación por la cultura y la ciencia caldea de los sueños. Es probable que el relato mismo de este sueño sea una reelaboración de un relato babilónico relativo al último rey caldeo Nabonedo – se han hallado algunos fragmentos babilónicos de un sueño suyo en las cuevas de Qumrán –. La Biblia no repudió totalmente la cultura científica babilónica. La operación decisiva que los autores bíblicos realizaron con la herencia de la ciencia onírica babilónica consistió en diferenciarla de la profecía. Y así, mientras intentaban decir qué había de malo en aquellas antiguas artes, comprendieron mejor en qué consistía su profecía.

«Los caldeos respondieron al rey: –¡Viva el rey eternamente! Cuente su majestad el sueño y nosotros explicaremos su sentido. El rey les dijo: –¡Ordeno y mando! Si no me decís el sueño y su interpretación, os harán pedazos y demolerán vuestras casas». (2,4-5). El texto, en el versículo 4, nos dice que los caldeos se dirigieron al rey «en arameo»; y desde ahí hasta el capítulo 7 el libro está escrito en arameo y no en hebreo.

Este primer golpe de escena rompe el paralelismo con José y el sueño del faraón (Gn 41). Aquí Nabucodonosor no pide solo la interpretación de su sueño; quiere que sus sabios le revelen también el sueño. La petición del rey es extravagante, y eso les parece también a los caldeos: «Ellos replicaron: –Majestad, cuéntanos el sueño y explicaremos su sentido» (2,7). Como veremos, el rey no ha olvidado su sueño. Pero usa esta desinformación como instrumento de selección para conocer la calidad de sus expertos, de los que parece fiarse poco (2,8-9). En efecto, si el rey hubiera contado su sueño, la cultura babilónica poseía sofisticados manuales de mántica, prontuarios donde se descomponía cada sueño en sus elementos esenciales codificados durante siglos. Una técnica avanzada que habría proporcionado una explicación sin necesidad de intervención divina.

El libro de Daniel crea, con esta extraña petición, un recurso narrativo para expresar la insuficiencia de la técnica para un tipo especial de sueños. El rey también parece darse cuenta de que no se trata de un sueño ordinario, donde los técnicos puedan lucirse. Este sueño necesita capacidades que el rey duda posean sus consejeros oníricos. Así es como el escritor crea el espacio dramático para la irrupción en escena de algo distinto: la profecía. «Los caldeos contestaron al rey: –No hay un hombre en la tierra que pueda decir lo que el rey pide … Al oír esto, el rey se enfureció y mandó acabar con todos los sabios de Babilonia» (2,10-12). Así eran (antes) los reyes. Heródoto (Historias, III, 74-79) narra la muerte de unos magos de la corte a manos de Darío, testimonio de que la relación entre los antiguos reyes y sus magos era siempre delicada, ya que, gracias al poder encantador de estos últimos, no era raro que los soberanos sufrieran una fuerte fascinación que los exponía a la manipulación – fenómenos siempre actuales –.
Aquí es donde irrumpe Daniel: «Promulgado el decreto de matar a los sabios, fueron a buscar también a Daniel y a sus compañeros para matarlos. Pero Daniel se dirigió con palabras sabias y prudentes a Arioc, jefe de la guardia real, que se disponía a matar a los sabios de Babilonia» (2,13-14). Daniel vuelve a escena mostrando las virtudes que hasta ese momento le estaban caracterizando: la prudencia y la sabiduría relacional, que le permiten obtener la benevolencia de sus interlocutores y dominadores. Son virtudes esenciales en todos los exilios y en todas las guerras, de las que puede salvarse “un resto” si la sabiduría amable y no violenta de Daniel prevalece sobre la bélica de Sansón (Jue 16,30).

Por la respuesta de Arioc, Daniel comprende la gravedad de la situación y, tal y como había hecho con la comida contaminada, actúa de inmediato para encontrar una solución – revelar al rey el sueño y la interpretación –. Los personajes de la Biblia (Jesús incluido) actúan movidos por las circunstancias dramáticas en las que se encuentran, no para realizar efectos especiales. Lo primero que hace Daniel es volver donde sus compañeros: «Daniel regresó a su casa e informó del caso a sus compañeros Ananías, Misael y Azarías, invitándoles a implorar la misericordia del Dios del Cielo acerca de este misterio» (2,17-18). No sabemos por qué quiso el autor colocar el don de la visión de Daniel dentro de una comunidad de jóvenes amigos. No lo sabemos, pero es bonito que la primera teofanía de este libro ocurra en compañía, en una comunidad orante. La Biblia es un diálogo continuo entre voces singulares y voces plurales, entre un Dios al que le gustan los lugares concurridos y el mismo Dios que ama el pequeño-infinito espacio de un corazón en escucha. El nosotros y el yo son los dos tiempos del ritmo del humanismo bíblico, si bien, cuando entramos en el campo de la profecía, el “nosotros” está en medio de dos “yo” que lo preceden y lo siguen. La inspiración la recibe la persona (yo), se desvela y se comprende en la comunidad (nosotros), y se hace palabra en la persona que la anuncia (yo): «Entonces el misterio fue revelado a Daniel en una visión nocturna» (19).

El libro de Daniel es un texto tardío del Antiguo Testamento, y por consiguiente hereda toda la gran tradición profética. Sin embargo, en el “misterio revelado” a Daniel encontramos algo esencial. Los profetas son hombres de la palabra, los únicos que pueden decir “oráculo del Señor” y después abrir comillas. Son mendigos de palabras que no son suyas, y aprenden a diferenciarlas de las suyas; son maestros del oído. El otro nombre del profeta es: palabra. Pero con Daniel nos damos cuenta de que en la profecía la palabra (dabar) va precedida de la visión (hazón) que revela un misterio (raz) que la palabra posteriormente expresa. En algunos profetas este proceso es implícito, en otros podemos reconocerlo. En Daniel es explícito y central. En la profecía (bíblica, religiosa y laica) la palabra hablada viene después de un acontecimiento espiritual donde el profeta primero ve, después esa visión le abre un misterio (el mensaje que debe anunciar) y finalmente habla y dona el misterio revelado al pueblo.

Por eso no debe asombrarnos que los profetas vean la palabra: «Palabra que vio Isaías» (2,1), o «palabra que Amós vio» (1,1). El evento espiritual acontece, y en ese momento es preverbal. El profeta lo ve antes de que se convierta en palabra hablada. Quien lo observa llama “palabra” también a esta primera visión («Isaías vio la palabra»). Si el profeta hubiera tenido que hablar en esta visión primordial, se habría quedado mudo o habría llorado. El lugar donde esta visión se convierte en palabra es el cuerpo del profeta; y puesto que el cuerpo dice tiempo, espacio e historia, entre la visión y la palabra hay espacio, tiempo e historia. Y cuando la visión sale de la boca y del cuerpo del profeta, ya no es la luz blanca que el profeta ha visto, sino una luz coloreada por la humanidad del profeta, por su espacio y su tiempo, por los espacios y los lugares de la historia. Cuando nace, la profecía es pura visión que envuelve un misterio, es mythos. Después se genera el logos, y solo cuando el misterio se ha revelado-encarnado en el cuerpo, en el tiempo y en el espacio puede convertirse en discurso.

De ahí se derivan algunas consecuencias importantes. Por una parte, la revelación bíblica no coincide con su palabra y es más grande que ella. Nosotros tenemos la palabra del evento, pero no el evento. Por eso, en los tiempos tremendos, cuando las palabras, incluso las bíblicas, enmudecen, para poder volver a hablar necesitamos volver al misterio contenido en la visión, al evento que ha dicho las palabras que no lo han agotado. Esto sirve para la Biblia y también para nuestra vida, cuando una enfermedad, un luto o un gólgota desgastan y envejecen en un instante todas nuestras palabras y nos quedamos mudos. Para volver a hablar tenemos que volver a los eventos que fundan nuestras palabras, y sobre esas no-palabras mudas (una voz, un encuentro, una luz) intentar resurgir. La Biblia no ha hecho un ídolo de sí misma porque ha conservado el misterio no verbal que la ha fundado y la funda cada día. Cuando olvidamos el misterio no dicho detrás de la palabra, la Escritura pierde espesor, aprisionamos a Dios dentro de sus palabras y lo reducimos a un dios banal. Pero no es menos grave olvidar que también detrás de las palabras propias y ajenas hay un misterio mudo, y que las palabras más feas que nos decimos pueden ser salvadas por las que no decimos porque son indecibles.

Además, si nosotros recibimos de los profetas solo una “luz coloreada”, al lector de la Biblia y a todos los receptores de profecía (incluida esa forma especial de profecía que es el arte) la luz blanca les está vedada. Este es el misterio-no-revelado del profeta. Es el secreto del profeta no revelado por ser irrevelable. Aunque a los que escuchan a los profetas les resulte muy fácil confundir la luz coloreada con la luz blanca, y por tanto olvidar la historia y los límites del espacio y el tiempo: así es como los profetas se convierten en ídolos.

A Daniel, el misterio del sueño de otro hombre (el rey) se le desveló durante un sueño propio. Soñando comprendió el misterio del sueño de otro. Solo podemos comprender los grandes sueños de otros si también nosotros intentamos soñar. En los tiempos de carestía de sueños, demasiados misterios quedan no desvelados por escasez de soñadores.


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