El segundo piso del mundo

El segundo piso del mundo

La fidelidad y el rescate /6 – Está escrito: mujer, he dicho que no te molesten. Desde hace milenios, no se hace caso. 

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 09/05/2021

«Booz notó con asombro que, si a los segadores se les caían al suelo dos o más espigas, Rut no las recogía, a pesar de su necesidad, porque la parte del espigueo que la Ley asignaba a los pobres no podía superar dos espigas caídas juntas por equivocación».

Louis Ginzberg, Las leyendas de los judíos, VI

He aquí el primer cara a cara entre Rut y Booz, rico propietario del campo de cebada que Rut elige por casualidad, aunque en realidad se mueve dentro de una historia providencial. Y este se convierte para ellos en el lugar del encuentro. 

«Quiso su suerte» que Rut fuera a espigar en un campo de Booz, un pariente lejano de su suegra Noemí (Rut 2,3). La suerte en la Biblia no es la fortuna de los griegos, ni la casualidad, ni el destino, ni tampoco las suertes a las que echaron los soldados la túnica del Cristo crucificado. La palabra mikré (suerte), muy poco frecuente en la Biblia, indica los acontecimientos que a los protagonistas de una historia les parecen casuales o fortuitos pero que en la oikonomia divina son providenciales y fruto de mirada amorosa. Es como si nuestra vida se desarrollara en dos planos: lo que a nosotros se nos presenta como casualidad es el resultado de la ausencia de una visión más amplia, de un panorama más extenso que solo quienes se encuentran en el plano superior son capaces de ver. La casualidad en la Biblia es el nombre que nosotros damos a los acontecimientos solo porque nos falta el adecuado campo visual. Rut sencillamente elige ir a espigar a uno de los campos que rodean Belén, esperando encontrar la benevolencia de un propietario de tierras. No sabe que ese campo pertenece al hombre que la rescatará de su pobreza. Ella solo quiere trabajar para vivir. No sabe ni quiere otra cosa. Y nosotros, ignorantes como ella, la observamos mientras se dobla sobre las espigas y utiliza su talento para rebuscar mejor. 

El autor bíblico nos mantiene en esta ignorancia pedagógica. No nos deja subir al segundo piso. Conserva para sí mismo el panorama del “cuarto del piso de arriba”. Y lo hace para mantener el ritmo narrativo y el pathos de la trama. También para ser fiel a la ley de la historia y a la vida que siempre se mueve en el primer piso de los acontecimientos. Pero, al revelarnos la existencia de este segundo piso o nivel de verdad, la Biblia nos regala también un mensaje grande y esencial: aunque no tengamos acceso al panorama superior, debemos saber que esa mirada más elevada sobre la vida existe; es invisible y misteriosa, pero existe. Es la misma mirada que escucha al alba cómo cantan los mirlos en los bosques, y observa las águilas en las cimas, los peces en las profundidades marinas y las estrellas en las galaxias. Una mirada que ha acompañado el desarrollo de la creación durante millones de años, cuando ninguna otra mirada se posaba sobre las aguas del universo. Ni un solo grano está solo en el cosmos, ni un solo átomo se sale del horizonte de esta mirada amorosa.

Cada vez que nos sumergimos en la lectura bíblica, nos convertimos en inquilinos y huéspedes provisionales del segundo piso del mundo, y desde esa terraza contemplamos panoramas que no podemos ver desde nuestra casa. La Biblia es el amigo que nos aloja, cada vez que se lo pedimos, en su casa del último piso, desde donde podemos contemplar el panorama más impresionante de la ciudad. Y de vez en cuando, en los días especialmente límpidos y tersos, nos deja ver el vuelo de las águilas y las curvas dibujadas por los peces, nos hace sentir vivo el estremecimiento del universo entero, y ver los pájaros en los bosques o al menos oír su canto.

«En aquel momento llegaba Booz de Belén y saludó a los segadores: -¡Paz de Dios! Respondieron: -¡Dios te bendiga! Luego preguntó al mayoral: -¿De quién es esa chica?» (2,4-5). ¿De quién es? Esta pregunta solo se formulaba si se refería a las mujeres, a los niños, a los animales o a las cosas. Las mujeres, como nos recuerda el Decálogo, se encontraban entre las cosas que pertenecían a los varones: «No codiciarás a la mujer de tu prójimo, ni su buey, ni su asno» (Éxodo 20,17). De este modo, la entrada en escena de un hombre en un relato totalmente conjugado hasta ahora en femenino, nos lleva inmediatamente a la realidad patriarcal de aquel mundo. Este genitivo posesivo (¿de quién es?) habla muy alto, y nos reintroduce en las jerarquías, el poder, las injusticias y el dolor de las mujeres de aquella cultura y de muchas otras – de ayer y de hoy.

Booz, el propietario del campo de cebada, dirige la pregunta a un joven, al capataz, al encargado de los trabajadores. Es bonito notar las palabras buenas con las que el joven presenta a Rut: «El capataz respondió: -Es una chica moabita, la que vino con Noemí de la campiña de Moab. Me dijo que la dejase ir detrás de los segadores recogiendo espigas hasta juntar unas gavillas; desde que llegó por la mañana ha estado de pie todo el tiempo, y ahora está aquí descansando un poco» (2,6-7). El joven capataz presenta a Rut con benevolencia, y nosotros, los lectores, tendemos a ver a ese joven con la misma benevolencia – el libro de Rut está atravesado, de principio a fin, por una antropología positiva, de miradas buenas sobre las mujeres y sobre los hombres: es un canto a la bondad humana. El don de decir cosas buenas sobre los demás, de tener una mirada de confianza sobre el prójimo, es parte de la dote de la juventud. El cinismo, la desconfianza y la maledicencia son vicios de la edad adulta y de la vejez, y si no se combaten con adecuada energía degeneran en graves enfermedades morales. Del tono general de las palabras del joven se desprende un elogio a la solicitud de Rut, mujer laboriosa, por su esfuerzo generoso y sin descanso (aunque alguien interpreta este versículo como si Rut hubiera estado todo el día de pie a la espera de la llegada de Booz, interpretación poco convincente, si bien posible, dada la ambigüedad del texto hebreo). También es probable que Rut pidiera al capataz algo insólito: no desempeñar la actividad típica de las espigadoras sino unirse a las mujeres (empleadas del patrón) que pasaban inmediatamente «detrás de los segadores». En efecto, las espigadoras pasaban en tercer y último lugar, detrás de las mujeres empleadas, cuando en el campo ya no quedaba mucho que recoger. Quizá Rut ha pedido algo que va más allá de la ley del espigueo. Y el joven no la condena por tal petición.

El verbo que el texto usa para definir el oficio de este joven guardián es “estar encima” (hannìtzav al) de los trabajadores. Es el mismo verbo que utiliza Isaías para describir el trabajo del centinela en las murallas de la ciudad, el gesto del profeta: «Yo soy el que está de pie» (Is 21,8). El libro de Rut en buena parte está compuesto con citas, directas e indirectas, de otros libros bíblicos. Es bonito y plausible imaginar que los profetas son como el joven capataz: nos presentan con palabras buenas cuando alguien pide noticias sobre nosotros, espigadores semiilegales en los campos de la vida. Porque el profeta es también el que “está en medio”, un mediador entre nosotros y Dios, que habla bien de nosotros para preparar el terreno del encuentro.

«Entonces Booz dijo a Rut: -Escucha, hija. No vayas a recoger espigas a otra parte, no te vayas de aquí ni te alejes de mis siervas» (2,8). Estas son las primeras palabras que Booz dirige directamente a Rut, y son palabras buenas. Él es un hombre acomodado, más adulto («hija»), hebreo; ella es una mujer pobre, joven y extranjera (moabita). Este encuentro asimétrico tiene lugar en los campos de Booz, donde Rut es doblemente huésped. Este hombre “superior” le concede inmediatamente lo que ella ha pedido al capataz: saltarse un “grado” y unirse a sus mujeres en el seguimiento de los segadores. Pero, a diferencia de las otras trabajadoras, Rut trabaja para sí misma; puede llevar su cosecha a casa, una cosecha que será mucho mayor que la de una espigadora corriente de tercer orden.

Además, Booz la protege de los trabajadores varones: «Fíjate en qué tierra siegan los hombres y vete detrás de ellos. Dejo dicho a mis criados que no te molesten» (2,9). Las molestias por parte de los hombres a las mujeres-siervas jóvenes, sobre todo a las espigadoras pobres, debían de ser frecuentes y toleradas. Las partes mejores de los campos donde espigar eran objeto de este tipo de comercio – y demasiadas veces sigue ocurriendo hoy. Booz lo sabe, y se apresura a eximir a Rut de estos abusos, que aparecerán otras veces a lo largo del libro. Los trabajos de las mujeres siempre han sido más difíciles, por muchos motivos. Uno de ellos es esta exposición a las molestias, tal vez la dificultad añadida más humillante, que muchas veces hace que no se sientan nunca como en casa en los lugares de trabajo con mayoría masculina e incluso tengan de dejarlos a casusa de esta inhospitalidad. Así pues, en estas palabras dirigidas por un hombre a otros hombres, la Biblia lleva milenios repitiendo: «Dejo dicho que no te molesten» – y nosotros, los varones, llevamos milenios sin escucharla.

Para terminar, Booz hace un tercer regalo a Rut, le concede otro privilegio: «Cuando tengas sed, vete donde los botijos y bebe de lo que saquen los criados» (2,9). Por la Biblia, concretamente por el Génesis, sabemos que cuando entre un hombre y una mujer está el agua de un pozo, se está preparando un ambiente nupcial. Los símbolos de la Biblia son claraboyas sobre el horizonte más alto y ancho, que los autores dibujan para nosotros en la construcción de sus textos. Poniendo un pozo dentro del primer encuentro con Booz, el texto sitúa a Rut, pobre y extranjera, en continuidad con Rebeca, Raquel y Séfora (mujer de Moisés: Éxodo 2,15-21), las madres de Israel. Ella no lo sabe, pero quien la observa desde el piso de arriba sabe que eligiendo “por casualidad” ir a espigar al campo de Booz está entrando dentro de la historia sagrada de Israel, está entrando en los Evangelios («Booz engendró, de Rut, a Obed»: Mateo 1,5), y se está convirtiendo en protagonista de un guion de amor que no conoce pero sí interpreta.

El sentido de su espigueo le fue revelado por David, nieto de Rut, por Cristo, descendiente de David, y por cada hijo y cada hija que han dado continuidad – añadiendo sentido – a estas historias. En la Biblia, lo que ocurre en un momento dado debe ser leído a la luz de lo acontecido anteriormente, que lo prepara, y de lo que acontecerá después, que lo explica y cumple. Lo mismo ocurre en la vida, donde el sentido pleno de nuestro amor y de nuestro dolor es preparado por el pasado y se realiza en los hijos, en los nietos y en los bisnietos, que explican los misterios escondidos en las tramas de nuestras vidas, vistos en un panorama más amplio, que a nosotros se nos escapa. Todo está conectado; todo es gracia, retroactiva y futura. «Rut se echó, se postró ante él por tierra y le dijo: -Yo soy una forastera, ¿por qué te he caído en gracia y te has interesado por mí?"» (2,10).


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