Los bienes, los intereses y el fermento del don

Los bienes, los intereses y el fermento del don

La tierra del nosotros/4 - Los límites de la ventaja mutua del mercado, un nuevo aire en la era Muratori.

Luigino Bruni.

Publicado en Avvenire el 14/10/2023.

El nacimiento de la Economía Política moderna está profundamente ligado al surgimiento de una nueva idea del Bien Común. El pensamiento antiguo y medieval lo hacía derivar de la renuncia voluntaria y consciente al bien privado de los individuos. En el siglo XVIII, en cambio, se empezó a decir que el Bien Común es el resultado (no intencional) de la búsqueda del propio interés, sin necesidad de renuncia alguna. Nadie pierde nada en el mercado, todos ganan. Este es el centro del discurso que se esconde en la metáfora de la "mano invisible" de Adam Smith, introducida unos años antes por el napolitano Ferdinando Galiani (Della Moneta, 1750) y también presente, en germen, en el otro gran napolitano Giambattista Vico. Una revolución bien expresada por Smith: "Nunca vi hacer nada bueno a los que se proponen trabajar por el Bien Común" (La Riqueza de las Naciones, 1776).

Sobre esto, la Economía Civil napolitana e italiana pensaba, y piensa, de manera diferente: aún reconociendo a los mecanismos de ventaja mutua del mercado el estatuto de regla de oro de la vida económica y social, nunca pensó que la ventaja mutua de la mano invisible fuera suficiente para el Bien Común. Conocieron la ventaja mutua, pero no la convirtieron en el único lenguaje social o económico para la civilización de los pueblos. Uno que tenía las ideas muy claras al respecto era Antonio Ludovico Muratori (1672, Vignola - 1750, Módena), una figura inmensa. En aquellos años, después del siglo XVII, que fue también el siglo de oro de la Contrarreforma y de la Inquisición (de la que, entre otras cosas, Muratori se ocupó), empezó un movimiento de reforma en Europa. En el ámbito eclesiástico, primero la elección de Benedicto XIII (en 1724), a quien ya hemos encontrado en los artículos precedentes por su gran acción en favor de los Montes frumentarios, y luego, tras el breve paréntesis de Clemente XII, la elección de Benedicto XIV (en 1740), marcaron una verdadera temporada de renovación, también social y económica. Benedicto XIV, además de escribir la encíclica Vix pervenit (1745) sobre la legitimación de los préstamos con interés, fue un reformador económico, e hizo una reforma agraria para reintroducir la institución bíblica del "espigamiento" para los campesinos pobres.

La era muratoriana fue una época de mayor tolerancia hacia las ideas nuevas y divergentes, un clima que propició la aparición de grandes intelectuales sociales que el siglo XVII no había generado -los talentos católicos de ese siglo se trasladaron a los ámbitos menos "peligrosos" del arte, la música y la poesía. Muratori fue una figura intelectual impresionante y gigantesca. Hizo aportes fundamentales a los estudios históricos, como los 27 volúmenes de los Rerum Italicarum Scriptores, los 6 volúmenes de los Antiquitates Italicae Medii Aevi y los 12 volúmenes de los Annali d'Italia. Fue maestro del joven Antonio Genovesi y escribió importantes páginas económicas tanto en La carità cristiana (1723) como en Cristianesimo felice (1743), donde describe y alaba el experimento socioeconómico de las "reducciones" jesuíticas en Paraguay. El año anterior a su muerte, publicó un resumen de su pensamiento en Della pubblica felicità, un libro cuyo título ha sido el lema del proyecto de investigación de los economistas italianos durante al menos un siglo, hoy nuevamente vivo. Entre los muchos campos abordados y renovados por Muratori, dos son muy importantes: la labor teológica para reformar la vida económico-civil y la coexistencia de la idea de ventaja mutua con la del don.

Después de casi dos siglos de Contrarreforma, Muratori se dio cuenta de que sin una profunda reforma de la "devoción" (divozione) y de la piedad popular, que en aquellos siglos se mezclaba con la magia y la superstición, la sociedad católica habría quedado definitivamente estancada. Y por tanto, el sacerdote Muratori criticó las devociones para salvar la devoción: "En la Iglesia católica abundan los libros de devociones y de piedad, autores que proponen cada día alguna nueva devoción y divinación" (Della regolata devozione dei cristiani, Prefazione, 1747). Sus críticas le valieron muchas reacciones duras, acusaciones de protestantismo y jansenismo, un destino común a los verdaderos reformadores.

La razón principal de su crítica religiosa es muy importante: "Debemos meternos en la cabeza una verdad importantísima: Dios no nos manda por nada que no sea nuestro propio bien, es decir, amar y buscar nuestra felicidad incluso en la vida presente" (p. 5). Porque, explica, toda la Revelación está orientada a nuestra felicidad: "Es voluntad de Dios que resistamos a los soplos de la lujuria desordenada, de la ira, de la gula, de la venganza y de otras pasiones tan vigorosas: ¿no es esto por nuestro beneficio?" (p. 35). En una Iglesia totalmente centrada en las almas del purgatorio, el valle de lágrimas, la penitencia, el dolor y la teología de la expiación, la obra de Muratori resplandece como un himno a la vida y a la persona, como un Humanismo, donde Dios es el primer aliado del hombre para su felicidad. Una visión totalmente bíblica y evangélica. La relación Dios-humano debe leerse como beneficio mutuo y reciprocidad: Su bien es el nuestro, el nuestro es el Suyo. Bellísimo. De este humanismo nace su crítica al culto de los santos y a la Virgen, e incluso llega a decir algo revolucionario: que la devoción a los santos "no es necesaria ni esencial al cristiano" (p. 205).

Es muy importante también la razón económica de su larga batalla por la reducción de los tantos festivos de precepto en la Iglesia católica. En los días festivos, los cristianos no podían trabajar, por lo que "la multiplicidad de las fiestas se vuelve un evidente perjuicio y agravio para los que tienen que ganarse el pan con las artes y el trabajo de sus manos" (p. 10). Y añade: "Los santos no tienen necesidad de nuestra gloria, y por el contrario los pobres tienen necesidad de pan, ni se ha de juzgar jamás que los santos tan llenos de caridad amen que por hacerles un honor innecesario se prive a los pobres de su necesaria porción de alimento" (p. 211). De nuevo, la falta de beneficio mutuo. Y concluye magistralmente: "Nuestra devoción es por nuestro beneficio" (p. 212). Unos años más tarde, su discípulo Antonio Genovesi no dejó de aprobar en sus Lecciones la visión de Muratori sobre la religión (cap. 10, IX, vol. 2). Su batalla teológica pastoral más compleja y más larga fue contra el "voto sangriento" (o voto de los "palermitanos") que teólogos, obispos y jesuitas aconsejaban a los cristianos. Quienes hacían ese voto debían defender al precio de su vida la doctrina de la Inmaculada Concepción de la Virgen. Muratori consideraba este voto supersticioso e ilícito. Su batalla comenzó en 1714 con el libro De ingeniorum moderatione (I7I4). La razón de su oposición reside, también acá, en la falta de beneficio mutuo: aunque la concepción inmaculada fuese cierta (cosa que Muratori no consideraba cierta, sino sólo probable), María no obtiene ninguna ventaja si los cristianos dan su vida para defender un dogma: "María no tiene necesidad de alabanzas dudosas, ni de sacrificios imprudentes. En cambio, tu necesitas de la vida" (p. 269). Muratori criticaba a una Iglesia que veía el sacrificio humano como moneda de cambio para dar gloria a Dios. De ahí su crítica a los excesos de las "devociones marianas", a la proliferación de "Cofradías de esclavos de la Madre de Dios" (Regolata Divozione, p. 280). Las únicas devociones buenas son aquellas, como dice al final de su libro, "que vuelven a la gloria de la religión y en beneficio del pueblo" (p. 283). . Alfonso Maria de Liguori, que también tenía en gran estima a Muratori, criticó duramente su estigmatización del "voto sangriento": apelando a la autoridad del Angelico, escribió: "Sigue siendo cierto que tal culto puede ser causa de martirio" (A. Maria de Liguori, Delle Glorie di Maria, cap. V, 1750).

Pasando ahora al segundo aspecto de su pensamiento, en su hermoso libro La carità cristiana, encontramos también los Montes de Piedad: "Otros Montes de Piedad inventaron la hacendosa caridad de los fieles. Tal es el Sacro Monte de la Harina, del cual el Beato Jerónimo de Verona fue el principal instructor en Módena, y en otras ciudades". El Monte della Farina era una variante de los Montes frumentarios -¡cuánto habría para estudiar sobre estas antiguas instituciones! Y continúa: "La labor de los directores de tales Montes debe consistir en comprar grano de buena calidad, con la mayor ventaja posible y en un plazo conveniente, y no emplear menos diligencia que si se tratara de un negocio propio, para revenderlo, sin interés alguno, convertido en harina, a quienes en el pueblo lo necesiten... A demasiada gente le gusta el negocio fácil de hacer fortuna chupando la sangre de los pobres". También nos dice que "en Bolonia, ciudad abundante en Obras piadosas, se erigió un Monte del cáñamo" (p. 315). Sobre los Montes de Piedad continúa: "Sagradas Casas de Empeño, fundadas en estos últimos siglos por la piedad de los cristianos, para gloria del Catolicismo en Italia y en Flandes" (p. 310). Esos Montes fueron realmente una gloria del "catolicismo", incluso en siglos ambivalentes para la Iglesia católica. Lo importante es cómo explica Muratori el funcionamiento de estos Montes, donde el que presta dinero lo hace 'con la intención de recibir nada más que el capital prestado..., y exigir más sería buscar sólo nuestro propio interés y no el beneficio del prójimo' (p. 311). El único interés lícito en los Montes de los pobres es el que sirve "para reembolsar los gastos de mantenimiento de los Oficiales' (p. 312). Un Muratori, por lo tanto, tan amante de la "ventaja mutua" como para ubicarla en el centro de su crítica a la religión, y que reconoce, sin embargo, que en algunos ámbitos de la vida económica y social la ventaja mutua es demasiado poca, porque existe la necesidad del registro del don. La ventaja mutua, en la religión, estaba del lado de los pobres; en los Montes, sólo el don estaba de su parte, y por tanto del Bien Común.

Muratori (con Scipione Maffei) reconocía la licitud del interés en la mayor parte de los asuntos comerciales, pero sabía que hay acciones humanas en las que el beneficio mutuo no funciona bien. Como para recordarnos que la "mano invisible" funciona en muchas cosas pero no en todas, si no esa mano se vuelve una herramienta ideológica para "chupar la sangre de los pobres". El "buen" Bien Común no nace sólo de los intereses: nace también del don, que es la levadura de la masa formada de intereses. Como se desprende de su Della pubblica felicità, donde leemos: "El más ordinario deseo, y padre de muchos otros, es el de nuestro Bien Privado...De esfera más sublime, y de origen más noble, hay otro Deseo, el del Bien de la Sociedad, del Bien Público, o sea de la Felicidad Pública" (p. vi). Del deseo del Bien Privado proceden muchos bienes, pero no todos, pues hay otros que surgen del amor al Bien Común. Dos bienes distintos, ambos esenciales. En el museo cívico de Módena hay un retrato del beato Jerónimo de Verona. El santo sostiene sólo un paño con las palabras: Mons charitatis. En plena Contrarreforma, la Iglesia entendió que existía una santidad ligada a la construcción de los Montes, de los bancos, y que construir un Monte para los pobres podía ser la única insignia de un santo, no se necesitaba nada más "religioso".

 


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