La civilización y el arte de la espera

La civilización y el arte de la espera

La fidelidad y el rescate/12 – Esperar y dar a Dios. Saben hacerlo los hombres pero sobre todo las mujeres. 

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 20/06/2021

«La vida vuela como un sueño, y no hay tiempo para nada antes de que se escape la plenitud del instante. Por eso es fundamental aprender el arte de vivir, el arte más difícil e importante: llenar cada instante de un contenido sustancial, sabiendo que no se repetirá nunca».

Pavel Florenskij, Carta del 20 de abril de 1937 desde el Gulag de Solovki. 

Los regalos de Booz a Rut y de Rut a Noemí son una enseñanza sobre la gramática del don, tanto del que se efectúa “antes” del encuentro como del que se efectúa “después”.

La Biblia contiene, entre otras cosas, una gramática de la ética y la espiritualidad de la espera.  En la Biblia, el primero que practica el arte de la espera es el mismo Dios, que nos espera mientras nosotros nos perdemos en las pocilgas adonde nos lleva nuestro deseo de felicidad, o sencillamente la fuerza invencible de la vida. Luego están también la gran espera del Mesías, la del final del exilio, la del despertar de Dios, y la infinita espera del retorno del Señor. «Ven, Señor Jesús» son las palabras con las que se cierra el Apocalipsis, con las que se cierra (sin cerrarse) la Biblia cristiana. Esperan los hombres (Noé el final del diluvio, Abraham la llegada del hijo prometido, Moisés la conversión del faraón, Jeremías la palabra para el pueblo, Job la llegada por fin de Dios…), pero sobre todo esperan las mujeres, y lo hacen de una manera distinta. Esperan en la Biblia porque esperan en la vida. Nuestra historia es también la historia de madres-esposas-hijas-hermanas que han tenido que aprender el arte de la espera, como parte esencial del arte de vivir. Esperan instante tras instante, sienten cada uno de ellos, y no dejan que ninguno pase en vano. Esperan nueve meses a los niños, y después esperan que los niños se perdonen unos a otros. Esperan a los hombres que no vuelven de las guerras, o a los que vuelven del trabajo o de las cárceles. Esperan que un día, tal vez, comprendan el mal que han hecho y vuelvan a casa. Generalmente estas esperas son laboriosas y activas, pero algunas veces, después de haber hecho su parte, la posible y la imposible, saben esperar sin más. Como están a punto de hacer Rut y Noemí. 

«Booz le dijo: -Trae el manto y sujeta fuerte. Le midió seis medidas de cebada, la ayudó a cargarlas y Rut volvió al pueblo» (Rut 3,15). Booz concluye el encuentro nocturno con Rut con un regalo. Un regalo inesperado e imprevisto, que dice muchas cosas. El don, en general, precede al encuentro, prepara y acondiciona el espacio. Es la primera palabra muda del diálogo que va a comenzar. Así lo hizo otra mujer que tiene rasgos en común con Rut: Abigail. Cuando ella se enteró del posible conflicto entre su marido y el rey David, «sin perder tiempo, reunió doscientos panes, dos pellejos de vino… cien racimos de pasas y doscientos panes de higos; lo cargó todo sobre los burros», y se lo llevó como regalo a David (1 Sam 25,18). Los regalos que preceden al encuentro son muy valiosos. Disponen la mente y el corazón de quien los recibe a una buena relación. Lo sabía también Jacob que, antes de reunirse con su hermano Esaú, al que había engañado, le mandó regalos (Gen 32,14). El regalo preventivo es como el aceite en el engranaje de las relaciones. Llevar un regalo cuando se visita a un amigo no es solo cuestión de buena educación. En esa botella, en ese libro o en ese ramo de flores hay restos de lenguajes antiguos que han formado el cemento de las civilizaciones. Lo que hoy nos parece pura cortesía es todo lo que queda de unos gestos decisivos que transformaron nuestras lanzas en arados. El objeto que cruza con nosotros el umbral de una casa amiga, y algunas veces nos precede, celebra un vínculo, dice “gracias por existir”, antes de saber si la cena estará buena. A veces, cuando no tenemos muchas palabras que intercambiar o cuando el dolor y la rabia las han agotado todas, si llegamos con un regalo, la velada se llena con todas las palabras necesarias, que resuenan amigas en nuestro silencio. Otras veces, al abrir la puerta y ver el paquete, nos abrazamos y todas las palabras se diluyen. Estos regalos son el alma del perdón, que es un encuentro de dones recíprocos: para pedir perdón a otro debo adelantarme con un regalo – aunque sean simplemente las lágrimas – ya que el perdón es también multiplicación del don (per-dón).

Pero también hay regalos que vienen después de los encuentros. Es cuando el paquete llega al final, cuando ya no lo esperamos y sin que exista un motivo. Porque mientras los “regalos de antes” necesitan una razón (y si carecen de ella, puede tratarse del don de un faraón o de un mafioso), los “regalos de después” no. Llegan y basta. Por eso causan la sorpresa más grande, la más grata porque es gratuidad total. Los regalos de después podrían no existir, no son necesarios. Por eso nos gustan tanto, quizá demasiado. Y si no hemos recibido al menos uno, lo esperamos hasta el final, aunque sea el regalo del ángel. 

¿Cuál es la naturaleza de los regalos que se dan después de los encuentros? Rut probablemente se quedaría turbada por las palabras con las que Booz le anuncia la existencia de un rescatador (goel) más cercano que él, que tiene la prioridad. Entonces llega el regalo para tranquilizar, alentar, asegurar y decir: “no temas, aquí estoy”. Los regalos son siempre importantes, pero lo son aún más cuando estamos turbados, cuando las relaciones vacilan. Nosotros, los varones, sabemos hacerlos algunas veces. Estos regalos no son una forma de corresponder, porque si lo fueran no nos sorprenderían y no serían expresión de una gratuidad total. Por eso son excesivos, generosos y abundantes (seis medidas corresponden a unos 42 litros). Los “regalos de después” aman el derroche, la disipación, la dépense (Georges Bataille); no deben seguir la lógica del cálculo y las equivalencias. La última palabra de este encuentro importante es un regalo, de modo que la conversación entre ellos puede continuar después de esa noche. Los “regalos de después” expresan el valor de lo que ha sucedido, crean otra deuda buena que solo podrá ser saldada siguiendo la cadena del don-gratuidad. Quizá la idea de este regalo se le ocurriera a Booz durante el encuentro, o al final, o quizá ni siquiera lo tuviera previsto. Porque estos regalos tienen la capacidad de sorprender incluso a quienes los hacen.

«Al llegar a casa de su suegra, esta le preguntó: -¿Qué tal, hija? Rut le contó lo que Booz había hecho por ella, y añadió: -También me regaló estas seis medidas de cebada, diciéndome: No vas a volver a casa de tu suegra con las manos vacías» (3,16-17). La suegra la acoge con un humanísimo: «¿Qué tal?». Ahora, como en el final del segundo capítulo (2,21), Rut narra a Noemí los acontecimientos con palabras distintas de las que ha dicho Booz. El hombre, en efecto, no ha dicho que la cebada sea para Noemí, y todo da a entender que su destinataria es ella misma. No hay palabras iguales para todos. Cada vez que narramos las palabras que hemos oído, introducimos nuestra interpretación. Lo vemos todos los días en nuestras familias, comunidades y empresas, donde, aunque se haga todo lo posible para que los mensajes transmitidos mediante palabras dichas y escritas sean inequívocos y lineales, muchos conflictos e ineficiencias nacen de los diferentes significados que damos a las mismas palabras que escuchamos y leemos. Nos ocurre a todos, pero sobre todo a las mujeres, que a menudo hacen exegesis distintas y más profundas de las palabras, gracias a una relación muy especial con la palabra (por tener que transmitirla al comienzo y al final de la vida, cuando solo ellas son capaces de descifrar los susurros y gemidos). Una expresión del rostro, un parpadeo, una inflexión en el tono de la voz o una sonrisa hablan junto con las palabras, y las cambian.

Rut hace para Noemí una lectura distinta del regalo de la cebada, convirtiéndolo en el regalo de Booz para Noemí. Quizá lo ha intuido por las palabras y los gestos de Booz, o quizá Rut ha querido simplemente darle su regalo a Noemí cambiando el sentido-dirección de la cebada. Al don le gustan las distancias cortas. No le agradan los intermediarios. El único grado de separación que le gusta es: uno. Si Rut hubiera dicho a Noemí: “Este es el regalo que Booz me ha hecho, y yo te lo doy a ti”, el valor de este don para Noemí se habría reducido mucho. En el mercado, los distintos pasos en la cadena de suministro aumentan el precio de las mercancías y muchas veces su valor. Sin embargo, con el don ocurre lo contrario: si sé que el regalo que me estás haciendo lo has recibido de otro, inmediatamente se reduce el valor de tu regalo para mí y para ti (esta es una de las razones de la norma social que prohíbe reciclar los regalos). Todos los donatarios aman las primicias – Dios amaba las de Abel, pero no es el único.

Pero aquí Rut nos sugiere algo más. Nos dice cuál debe ser la actitud buena cuando alguien se encuentra en el centro de una transmisión de dones. Es el secreto de la ética de los padres, de los educadores, de los acompañantes y de los profesores. El don del conocimiento no es algo mío que dispenso generosamente, sino que yo solo soy el que te transmite “el regalo de la cebada” – Dios, la sociedad que te entrega su herencia, la gratuidad que llena la tierra. En cambio, cuando el que está en medio se transforma en fuente del don, se convierte en un ídolo y ya no dice: “La cebada no es mía, sino que ya estaba aquí para ti”. La primera generosidad de un educador consiste en no considerarse dueño de la cebada ni presentarse como tal, sino como puente del don. Esta es la precondición de la auténtica gratuidad, necesaria en todo proceso de transmisión de la vida, el saber y la sabiduría. Y aunque sepamos que en lo que estamos transmitiendo está también todo nuestro talento y nuestro esfuerzo personal, si somos honestos, también sabemos que nuestra parte es un vaso de agua en un océano de gratuidad. Estas palabras de Rut sobre el regalo de Booz son sus últimas palabras en el libro. En el capítulo cuarto ya no tendrá la palabra. No había palabras mejores para concluir su discurso.

«Noemí le dijo: -Quédate tranquila, hija, hasta que sepas cómo se arregla todo esto; que él no descansará hasta resolver hoy mismo este asunto» (3,18). Las dos mujeres han hecho su parte y un poco más para ayudar a la Providencia a hacer su trabajo. Ahora ha llegado el momento del descanso, de la quietud, de la espera. Ha comenzado otro tiempo. Lo saben. Solo pueden confiar en la bondad de la vida y de Booz, y esperar. La esperanza necesita el arte de la espera. Quien tiene esperanza ha aprendido a esperar. Nuestro tiempo ha desaprendido la esperanza porque ha olvidado el valor de la espera: «Toda la sabiduría humana está resumida en dos palabras: confiar y esperar» (Alexandre Dumas, El Conde de Montecristo).


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